lunes, 10 de agosto de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 5 Y 6)



(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F
Capitulo 5

JOSÉ, EL JUSTO

“José, como era justo... ” (Mt 1, 19)
El panegírico de José, tal y como lo hace el Evangelio, es de un laconismo desconcertante para los oídos del hombre actual, tan aficionado a los superlativos, tan amante de las alabanzas ditirámbicas. Se limita a una sola palabra: era justo.Sin embargo, al nombrarle así, el Evangelio no se queda corto, ya que la palabra expresa una plenitud de santidad. La justicia a que se refiere no es sólo la virtud que consiste en dar a los demás lo que se les debe: es también ese conjunto de perfecciones que ponen al hombre en sintonía total con la ley de Dios, en perfecta adecuación con su voluntad.

La palabra justo, en el lenguaje bíblico, designa el compendio de todas las virtudes. El justodel Antiguo Testamento es el mismo que el Evangelio llama santo. justicia y santidad expresan la misma realidad. El retrato del justo bajo la Antigua Ley se esboza sobre todo en los Salmos con una variedad de rasgos cuyo conjunto representa el ideal de la rectitud moral tal y como Dios la quiere para los hombres. El justo es el que se abstiene del mal y hace el bien, el que tiene un corazón puro y es irreprochable en sus intenciones, el que en su conducta observa todo lo prescrito con relación a Dios, al prójimo y a uno mismo. El justo no hace nada sin preguntarse lo que Dios manda o prohíbe: le alaba, le enaltece y bendice su nombre, le merece una confianza sin límites, le presta una obediencia diligente. Conserva, además, su corazón limpio de orgullo, de ambición, de ansia de riquezas. Con su prójimo, practica la sinceridad, la rectitud y la lealtad; le horroriza la mentira, la duplicidad y el fraude. Se esfuerza por ser bueno, bienhechor, compasivo; por atender con amor a quienes necesitan consuelo y socorro. Ejercita, en una palabra, las obras de misericordia temporales y espirituales en toda su plenitud.

¡Bienaventurado —no cesan de proclamar los Salmos— quien obre así! Sobre él se posará la mirada de Dios. Se asemejará al árbol plantado junto a un río, cuyas hojas siempre están verdes y da a su tiempo magníficos frutos. No estará por eso al abrigo de cualquier prueba, pero todo lo que padezca se convertirá, por voluntad divina, en progreso espiritual. Recibirá ciento por uno a la hora de la verdad.

En la vida de José se verificó al pie de la letra el programa de perfección contenido en esta descripción. Fue justo en todas las acepciones del término. No hay que llamarse a engaño ante la, falta de relieve de su vida. Si, tal como nos cuenta el Evangelio, nada a los ojos del mundo lo hizo protagonista, interiormente poseía una extraordinaria grandeza, un esplendor moral auténtico, que es lo que cuenta ante Dios. A este justo se le podía aplicar a la letra lo que Jesús dijo en su oración al Padre: Yo te bendigo, porque has ocultado estas cosas a los sabios y los prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 10, 25; Lc 11, 21).

Moldeados por la gracia divina, su corazón era puro y su voluntad fuerte. Tenía un alma profunda y fiel, recta y sencilla, desconocedora de su valía.
Era justo, en primer lugar, respecto a Dios, cuidadoso de agradarle en todo y no desagradarle en nada. Su ocupación constante consistía en escrutar la Ley de Dios para conformar con ella su vida, pensamientos, deseos, palabras y actos. A veces interrumpiría su trabajo para dar reposo a sus brazos, se sentaría en un taburete y releería los salmos de su tatarabuelo, el rey David. Terminaría sabiéndoselos de memoria y así, al tomar de nuevo la garlopa o la sierra, cantaría versículos que subirían a Dios como humo de incienso:

He escondido en mi corazón tu oráculo
para no pecar contra ti... (Sal 118, 11).
¡Qué dulces son a mi paladar tus oráculos,
más que la miel para mi boca! (Sal 118, 103).
Como el ciervo suspira por la fuente de las aguas,
así mi alma suspira por ti, mi Dios.
Mi alma tiene sed de Yahveh, Dios Vivo (sal 41, 2-3).
Porque tú, Señor, eres mi esperanza,
mi confianza desde mi juventud..
Tú eres mi refugio...
Llénese mi boca de tus alabanzas,
de tu gloria continuamente (Sal 70, 5-8).

José era igualmente justo con los hombres. Vivía alejado de todo orgullo que, en los ambientes orientales, es causa de disputas o de pleitos incesantes. Era cosa sabida en Nazaret que no era parlanchín, que odiaba la maledicencia, el comadreo. Eso no quiere decir que no hablara con nadie. La puerta de su taller siempre estaba abierta y los que pasaban por la calle solían entrar para verle trabajar y entablar diálogo con él. Pero sus visitantes quedaban siempre conmovidos por su sentido común, por el acierto de sus apreciaciones y la indulgencia que emanaba de sus juicios. Se sentían mejores después de haberle oído.

José era justo con todos. Reputado por su conciencia profesional, los que recurrían a él quedaban siempre satisfechos. No dudaba en madrugar y prolongar su jornada hasta la noche para acabar un encargo urgente. Nunca se excedía en el precio, lo que no era óbice para que —como suele ocurrir en Oriente— hubiera quien regatease y protestase. Algunos abusaban de su bondad, pues sabían que le repugnaban las reclamaciones y los deudores recalcitrantes.

José era del temple de esos justos que, como Simeón y la profetisa Ana, esperaban la redención de Israel y el cumplimiento de las antiguas promesas. Deseaban con toda su alma la venida y la manifestación del Mesías, y creían que "la plenitud de los tiempos", de la que tan a menudo hablaban las Escrituras, estaba cerca. Habían calculado que las setenta semanas de años, cuyo desarrollo había desvelado a Daniel el ángel Gabriel, ya habían pasado, y que los días del Enviado de Dios eran inminentes. Para los que permanecían atentos a las realidades religiosas, existía como un presentimiento confuso de que un mundo nuevo estaba a punto de surgir, que se aproximaba una “edad de oro”. Historiadores paganos como Tácito y Suetonio se sintieron obligados a consignarlo en sus obras.

En José, esa espera era especialmente ardiente y hacía palpitar su corazón con inmensa alegría. Mientras otros se agitaban inútilmente con la misteriosa revelación y se entregaban a una efervescencia político-religiosa, él pensaba que lo más urgente era rezar. Su corazón ferviente imploraba al Señor constantemente que sonase por fin la hora en que Dios había de enviar a Aquel que traería a la tierra la luz y la salvación.

No sospechaba, por supuesto, que sus deseos iban a verse colmados, que Dios había dirigido sobre él, pobre carpintero de una humilde aldea galilea, sus miradas misericordiosas, y que todas las generaciones futuras le llamarían Bienaventurado. No sabía que habría de ser el último patriarca que cerraría. el inmenso cortejo en ruta hacia el Mesías, y que, más privilegiado que sus antecesores, tendría la dicha de llevar en sus brazos a Aquel que tantos profetas y reyes habían deseado ver con sus ojos y oír con sus oídos. Aquel a quien su antepasado David habla saludado y cantado tantas veces con el salterio:

Apresúrate, y sálgannos al encuentro tus misericordias,
que estábamos abatidos sobremanera,
Socórrenos, oh Dios, Salvador nuestro, por la gloria de tu nombre,
líbranos y perdónanos nuestros pecados… (Sal 78, 8-9).
Despierta tu poder,
ven y sálvanos...
Haz resplandecer tu faz sobre nosotros
y seremos salvos(Sal 79, 3 y 20).

Nunca pudo imaginar José que iba a ser considerado indispensable para el misterio de la Encarnación y que contribuiría a realizar el gran designio divino de cambiar la angustia humana en transportes de alegría.
Por todo eso, Dios le había querido justo; solo faltaba que él estuviera a la altura de su misión. Dice la teología que siempre que Dios confía una misión a un hombre, le da las gracias necesarias para que la realice. Dios había llenado a José de justicia, de sabiduría y santidad, pues le había predestinado para ser esposo de María, la Madre del Verbo encarnado, y padre virginal de Jesús.

Capitulo 6

LA PREDESTINACIÓN DE JOSÉ

“Padre nuestro... el pan nuestro de cada día dánosle hoy... ” (Mt. 6, 11).
Los justos que vivieron antes del advenimiento de Cristo, conocedores de los profetas de la Biblia, tuvieron un alma vibrante de esperanza. Sabiendo que Dios es fiel a su palabra, aguardaban la realización de las promesas: la venida de un Mesías cuya misión consistiría en traer alegría a la Tierra y salvar al mundo, librándole de sus pecados y del poder del Maligno. Ahora bien, si el hecho mismo de esa redención estaba fuera de toda duda, nadie podía prever la desconcertante manera en que, para la sabiduría humana, habría de producirse.

El Hijo de Dios iba a hacerse presente entre los hombres, pero su venida no iba a ser ni repentina ni deslumbrante. Aparecería despojado de toda majestad y entraría en el mundo de forma humilde y discreta' Una vida oculta iba a preceder a su vida pública.

Santo Tomás (cfr. STh III, q. 36 a. 1), buscando las razones de esa oscuridad, descubre tres principales. Al venir a. salvar el mundo por la Cruz —dice— era preciso que tuviera un cuerpo capaz de padecer; una manifestación gloriosa habría obstaculizado sus designios. Si hubiesen conocido al Dios de majestad—afirma San Pablo—, los judíos no te habrían crucificado (1 Cor 2, 8).

Por otra parte, el brillo de su esplendor, además de disminuir el mérito de la fe de sus discípulos, habría hecho dudar de su naturaleza humana y por lo tanto de la realidad de sus sufrimientos. Si el hijo de Dios no hubiese tenido necesidad de comer, beber y dormir, si se hubiera librado de las miserias inherentes a la naturaleza humana, habría confirmado el error de quienes creen que no se hizo hombre más que en apariencia. No habría sido verdaderamente el "Emmanuel" anunciado por los profetas, es decir, un Dios anonadado, puesto a nuestro nivel, viviendo con nosotros y como nosotros.

Sin embargo, por humilde que debía ser el nacimiento del Hombre-Dios, era preciso que tuviera al menos un carácter excepcional en un punto. El Hijo eterno de Dios no podía nacer más que de una mujer virgen. Sólo el Espíritu Santo debía ser el autor de su concepción, pues es inimaginable que fuera de otra manera. El Hijo de Dios no podía tener más que un Padre en el sentido exacto y preciso del término. Ciertamente, eso se podía lograr mediante un prodigio, pero se trataba sin duda de un prodigio indispensable.

Ahora bien, si Dios debía revestir la naturaleza humana en el seno de una virgen por obra y gracia del Espíritu Santo, ¿qué iba a pasar con el honor del niño y con el de su madre si los hombres ignoraban el misterio? ¿No quedaban expuestos a ser víctimas .del desprecio y del baldón públicos? ¿No recaería la vergüenza sobre Aquel que venía a purificar al mundo de toda mancha lo mismo que sobre Aquella que IQ había engendrado?

La Virgen que iba a alumbrar un niño, según la profecía de Isaías, no podía proclamar a los cuatro vientos los favores de que había sido objeto. Además, ¿quién la hubiera creído...? Incluso suponiendo que la modestia, el candor, la gracia, la pureza, iluminasen su frente, su persona y todo su comportamiento, con una luz vivísima, no habría bastado para garantizar el crédito de su testimonio. Se habrían considerado sus afirmaciones como refinada hipocresía, y cuando el hijo nacido de su carne dijera más tarde a los judíos ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?,éstos le habrían echado en cara el oprobio de su nacimiento.

Ciertamente, Dios habría podido intervenir para revelar milagrosamente el misterio de la concepción virginal de su Hijo. Se habría podido oír una voz proveniente del cielo —como sucedió en el Tabor— declarando que ése era su Hijo bien amado, nacido de una Virgen, pero esta forma de obrar no es propia de Dios. A su infinita sabiduría le place, incluso para realizar los más asombrosos milagros, usar los medios más sencillos, menos aparatosos. Para poner la reputación de su Hijo y de la Madre al abrigo de las ultrajantes sospechas de los hombres, le bastó cubrir el misterio de su concepción con el velo de un santo y legítimo matrimonio.

Si hacía falta que la Virgen-Madre tuviera un marido para salvar su honor, también era necesario para que fuese padre nutricio del niño que iba a nacer... Asombrosa proposición si se piensa que este Niño era el Verbo divino, y por lo tanto, padre nutricio de todas las criaturas, Aquel de quien todos los seres reciben su vida, su sustancia y su crecimiento. ¿Iban, pues, a cambiarse los papeles y la criatura convertirse en proveedora de su Creador? Así iba a ser, en efecto. Aquél cuya Providencia abarca la entera creación, va a pedir a una criatura humana que le socorra, porque quiere nacer como los demás niños: desnudo, frágil, inerme, incapaz de proveer por sí mismo a las necesidades más imperiosas de su naturaleza humana, sin poder expresarlas más que mediante gemidos inarticulados y lágrimas... Y así como ha puesto junto a las más humildes cunas un padre y una madre, pondrá también junto a su propia cuna, al lado de su madre, un hombre con verdadero corazón de padre que tendrá como misión alimentarle, vestirle y ofrecerle una morada.

El Verbo eterno encarnado necesitará igualmente un protector que le libre de las pruebas, dificultades y peligros en que habrá de encontrarse, pues su Padre celestial le dejará desprovisto de todo. No tendrá soldados, ni legiones angélicas a su servicio, y mientras no sea suficientemente fuerte como para protegerse a sí mismo, su debilidad infantil reclamará la ayuda de unos brazos para protegerse tras ellos en la hora del peligro.

Todas esas tareas le van a ser confiadas a José. Al comienzo de la creación, la maravillosa sabiduría de Dios dijo a Adán, tras llamarle a la existencia: No es bueno que el hombre esté solo. Yo te daré una ayuda semejante a él. Cuando llegó el momento elegido por Dios para reparar el desastre causado por el pecado de la primera pareja, vio que tampoco era bueno que la Virgen diese a luz sola, sin apoyo ayuda de nadie.

José fue el fruto de ese gran designio divino. En el pensamiento de Dios, estaba predestinado a dar al niño que había de nacer, y a su madre, un hogar tranqu¡lo, con objeto de que uno y otro pudiesen disfrutar, a los ojos de los hombres, de una situación normal: habría de ser el guardián que rodearía como con un velo de silencio, de candor, de paz y de respeto, la inocencia de María y la debilidad del niño.

Gracias a José, su honor quedaría libre de toda sospecha, y si un día hubiera de. ser puesto en tela de juicio, sería el testigo más autorizado, el menos sospechoso para atestiguar su integridad.

A la espera de que la identidad del niño quedase desvelada, sería, con su sola presencia silenciosa y rgisanta, el guardián del secreto de la Encarnación virginal. Hasta que los Apóstoles reciban por misión manifestar al mundo el misterio del Hijo de Dios, Él, provisionalmente, disimulará este misterio y lo mantendrá oculto a los hombres.

Por otra parte, los designios de Dios le señalan como escogido para permanecer al lado de la Virgen y de su Hijo, a fin de cuidarlos y conducirlos en días de prueba y de persecución por los caminos y de ganar el pan dé todos con el sudor de su frente, en espera de que el niño, convertido en adolescente, fuese iniciado en esa vida laboriosa que habría de llevar durante largos años.

Y es aquí donde hay que admirar la grandeza de la misión recibida por José: dar morada a quien creó el Universo, alimentar a quien es la Providencia mantenedora de todos los seres, vestir a quien da a los lirios del campo un ropaje más maravilloso que el de Salomón, ejercer respecto de Aquel a quien todos los hombres llaman "Padre" la carga y los deberes de la paternidad.

Pero por sublime que fuera la tarea que Dios confió a José, lo que esperaba de él en primer lugar era su abnegación. Cada vez que Dios llama, sus exigencias implican, para el llamado, la obligación de vaciarse moralmente de sí mismo, con objeto de no tener a la vista más que la búsqueda de los deseos divinos. Por eso, el alma de José debía estar dispuesta a todas las renuncias y todas las abnegaciones. Por eso, también, Dios, que le había escogido desde toda la eternidad, le había ido moldeando espiritualmente para que estuviera a la altura de sus funciones.

Mientras tanto, nadie, viendo a José atravesar las callejas de Nazaret, descalzo, con una viga al hombro, camino de su taller, supondría el incomparable destino que Dios tenía reservado a este humilde artesano de aldea, sin el cual nada hubiese sucedido, en el misterio de la Encarnación, tal y corno Dios lo había decretado...