viernes, 10 de julio de 2020

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE (Consideración 3)





Brevedad de la vida
¿Qué es vuestra vida?
Vapor es que aparece por un poco de tiempo. Santiago 4, 15

PUNTO 1

¿Qué es nuestra vida?... Es como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba.
Todos sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan, figurándose la muerte tan lejana como si jamás hubiese de llegar. Mas, como nos advierte Job, la vida humana es brevísima: El hombre, viviendo breve tiempo, brota como flor, y se marchita.
Manda el Señor a Isaías que anuncie esa misma verdad: 

Clama –le dice– que toda carne es heno...; verdaderamente, heno es el pueblo: secóse el heno y cayó la flor (Is. 40, 6-7). Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la muerte, sécase el heno, acábase la vida, y cae marchita la flor de las grandezas y bienes terrenos.

Corre hacia nosotros velocísima la muerte, y nosotros en cada instante hacia ella corremos (Jb. 9, 25). Todo este tiempo en que escribo –dice San Jerónimo– se quita de mi vida. Todos morimos, y nos deslizamos como sobre la tierra el agua, que no se vuelve atrás
(2 Reg. 14, 14). Ved cómo corre a la mar aquel arroyuelo; sus corrientes aguas no retrocederán.

Así, hermano mío, pasan tus días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos, elogios, alabanzas, todo va pasando... ¿Y qué nos queda?... Sólo me resta el sepulcro (Jb.17, 1). Seremos sepultados en la fosa, y allí habremos de estar pudriéndonos, despojados de
todo.

En el trance de la muerte, el recuerdo de los deleites que en la vida disfrutamos y de las honras adquiridas sólo servirá para acrecentar nuestra pena y nuestra desconfianza de obtener la eterna salvación... ¡Dentro de poco, dirá entonces el infeliz mundano, mi casa, mis jardines, esos muebles preciosos, esos cuadros, aquellos trajes, no serán ya para mí!

Sólo me resta el sepulcro.
¡Ah! ¡Con dolor profundo mira entonces los bienes de la tierra quien los amó apasionadamente! Pero ese dolor no vale más que para aumentar el peligro en que está la salvación. Porque la experiencia nos prueba que tales personas apegadas al mundo no
quieren ni aun en el lecho de la muerte que se les hable sino de su enfermedad, de los médicos a que pueden consultar, de los remedios que pudieran aliviarlos.

Y apenas se les dice algo de su alma, se entristecen de improviso y ruega que se les deje descansar, porque les duele la cabeza y no pueden resistir la conversación. Si por acaso quieren contestar, se confunden y no saben qué decir. Y a menudo, si el confesor les da la absolución, no es porque los vea bien dispuestos, sino porque no hay tiempo que perder.
Así suelen morir los que poco piensan en la muerte.

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Señor mío y Dios de infinita majestad! Me avergüenzo de comparecer ante vuestra presencia. ¡Cuántas veces he injuriado vuestra honra, posponiendo vuestra gracia a un mísero placer, a un ímpetu de rabia, a un poco de barro, a un capricho, a un humo leve!

Adoro y beso vuestras llagas, que con mis pecados he abierto; mas por ellas mismas espero mi perdón y salud.

Dadme a conocer, ¡oh Jesús!, la gravedad de la ofensa que os hice, siendo como sois la fuente de todo bien, dejándoos para saciarme de aguas pútridas y envenenadas. ¿Qué me resta de tanta ofensa sino angustia, remordimiento de conciencia y méritos para el infierno?

Padre, no soy digno de llamarme hijo tuyo (Lc. 15, 21).
No me abandones, Padre mío; verdad es que no merezco la gracia de que me llames tu hijo. Pero has muerto para salvarme... Habéis dicho, Señor: Volveos a Mí y Yo me volveré
a vosotros (Zac. 1, 3). 

Renuncio, pues, a todas las satisfacciones. Dejo cuantos placeres
pudiera darme el mundo, y me convierto a Vos.
Por la sangre que por mí derramasteis, perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón de haberos ultrajado. Me arrepiento y os amo más que todas las cosas.
Indigno soy de amaros; mas Vos, que merecéis tanto amor, no desdeñéis el de un corazón que antes os desdeñaba. Con el fin de que os amase, no me hicisteis morir cuando yo estaba en pecado.

Deseo, pues, amaros en la vida que me reste, y no amar a nadie más que a Vos.
Ayudadme, Dios mío; concededme el don de la perseverancia y vuestro santo amor...
María, refugio mío, encomendadme a Jesucristo.

PUNTO 2
Exclamaba el rey Exequias: Mi vida ha sido cortada como por tejedor. Mientras se estaba aún formando, me cortó (Is. 38, 12).
¡Oh, cuántos que están tramando la tela de su vida, ordenando y persiguiendo previsoramente sus mundanos designios, los sorprende la muerte y lo rompe todo! 

Al pálido resplandor de la última luz se oscurecen y roban todas las cosas de la tierra: aplausos, placeres, grandezas y galas...
¡Gran secreto de la muerte! Ella sabe mostrarnos lo que no ven los amantes del mundo. Las más envidiadas fortunas, las mayores dignidades, los magníficos triunfos, pierden todo su esplendor cuando se les contempla desde el lecho de muerte.

La idea de cierta falsa felicidad que nos habíamos forjado se trueca entonces en desdén contra nuestra propia locura. La negra sombra de la muerte cubre y oscurece hasta las regias dignidades.

Ahora las pasiones nos presentan los bienes del mundo muy diferentes de lo que son.

Mas la muerte los descubre y muestran como son en sí: humo, fango, vanidad y miseria...
¡Oh Dios! ¿De qué sirven después de la muerte las riquezas, dominios y reinos, cuando no hemos de tener más que un ataúd de madera y una mortaja que apenas baste para cubrir el cuerpo?

¿De qué sirven los honores, si sólo nos darán un fúnebre cortejo o pomposos
funerales, que si el alma está perdida, de nada le aprovecharán?

¿De qué sirve la hermosura del cuerpo, si no quedan más que gusanos, podredumbre espantosa y luego un poco de infecto polvo?
Me ha puesto como por refrán del vulgo, y soy delante de ellos un escarmiento (Jb. 17, 6). Muere aquel rico, aquel gobernante, aquel capitán, y se habla de él en dondequiera.

Pero si ha vivido mal, vendrá a ser murmurado del pueblo, ejemplo de la vanidad del mundo y de la divina justicia, y escarmiento de muchos. Y en la tumba confundido estará con otros cadáveres de pobres. Grandes y pequeños allí están (Jb. 3, 18).

¿Para qué le sirvió la gallardía de su cuerpo, si luego no es más que un montón de gusanos? ¿Para qué la autoridad que tuvo, si los restos mortales se pudrirán en el sepulcro, y si el alma está arrojada a las llamas del infierno? ¡Oh, qué desdicha ser para los demás
objeto de estas reflexiones, y no haberlas uno hecho en beneficio propio!

Convenzámonos, por tanto, de que para poner remedio a los desórdenes de la conciencia no es tiempo hábil el tiempo de la muerte, sino el de la vida. 

Apresurémonos, pues, a poner por obra en seguida lo que entonces no podremos hacer. Todo pasa y fenece pronto (1Co. 7, 29). Procuremos que todo nos sirva para conquistar la vida eterna.

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Dios de mi alma, oh bondad infinita! Tened compasión de mí, que tanto os he ofendido. Harto sabía que pecando perdería vuestra gracia, y quise perderla.

¿Me diréis, Señor, lo que debo hacer para recuperarla?... Si queréis que me arrepienta de mis pecados, de ellos me arrepiento de todo corazón, y desearía morir de dolor por haberlos cometido. Si queréis que espere vuestro perdón, lo espero por los merecimientos
de vuestra Sangre. Si queréis que os ame sobre todas las cosas, todo lo dejo, renuncio a cuantos placeres o bienes puede darme el mundo, y os amo más que a todo, ¡oh amabilísimo Salvador mío!
Si aún queréis que os pida alguna gracia, dos os pediré: que no permitáis os vuelva a ofender; que me concedáis os ame de veras, y luego hacer de mí lo que quisiereis...
María, esperanza de mi alma, alcanzadme estas dos gracias. Así lo espero de Vos.

PUNTO 3

¡Qué gran locura es, por los breves y míseros deleites de esta cortísima vida, exponerse al peligro de una infeliz muerte y comenzar con ella una desdichada eternidad!

¡Oh, cuánto vale aquel supremo instante, aquel postrer suspiro, aquella última escena! Vale una eternidad de dicha o de tormento. Vale una vida siempre feliz o siempre desgraciada.

Consideremos que Jesucristo quiso morir con tanta amargura e ignominia para que tuviéramos muerte venturosa. Con este fin nos dirige tan a menudo sus llamamientos, sus luces, sus reprensiones y amenazas, para que procuremos concluir la hora postrera en gracia
y amistad de Dios.

Hasta un gentil, Antistenes, a quien preguntaban cuál era la mayor fortuna de este mundo, respondió que era una buena muerte.
¿Qué dirá, pues, un cristiano, a quien la luz de la fe enseña que en aquel trance se emprende uno de los dos caminos, el de un eterno padecer o el de un eterno gozar?
Si en una bolsa hubiese dos papeletas, una con el rótulo del infierno, otra con el de la gloria, y tuviese que sacar por suerte una de ellas para ir sin remedio a donde designase, ¿qué de cuidado no pondrías en acertar a escoger la que te llevase al Cielo?

Los infelices que estuvieran condenados a jugarse la vida, ¡cómo temblarían al tirar los dados que fueran a decidir de la vida o la muerte! ¡Con qué espanto te verás próximo a aquel punto solemne en que podrás a ti mismo decirte: “De este instante depende mi vida o muerte perdurables! ¡Ahora se ha de resolver si he de ser siempre bienaventurado o infeliz para siempre!...”

Refiere San Bernardino de Siena que cierto príncipe, estando a punto de morir, atemorizado, decía: Yo, que tantas tierras y palacios poseo en este mundo, ¡no sé, si en esta noche muero, qué mansión iré a habitar!

Si crees, hermano mío, que has de morir, que hay una eternidad, que una vez sola se muere, y que, engañándote entonces, el yerro es irreparable para siempre y sin esperanza de remedio, ¿cómo no te decides, desde el instante que esto lees, a practicar cuanto puedas
para asegurarte buena muerte?...

Temblaba un San Andrés Avelino, diciendo: “¿Quién sabe la suerte que me estará reservada en la otra vida, si me salvaré o me condenaré?...” Temblaba un San Luis Beltrán de tal manera, que en muchas noches no lograba conciliar el sueño, abrumado por el
pensamiento que le decía: ¿Quién sabe si te condenarás?...

¿Y tú, hermano mío, que de tantos pecados eres culpable, no tienes temor?... Sin tardanza, pon oportuno remedio; forma la resolución de entregarte a Dios completamente, y comienza, siquiera desde ahora, una vida que no te cause aflicción, sino consuelo en la hora
de la muerte.

Dedícate a la oración; frecuenta los sacramentos; apártate de las ocasiones peligrosas, y aun abandona el mundo, si necesario fuere, para asegurar tu salvación; entendiendo que
cuando de esto se trata no hay jamás confianza que baste.

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Cuánta gratitud os debo, amado Salvador mío!... ¿Y cómo habéis podido prodigar tantas gracias a un traidor ingrato para con Vos? Me creasteis, y al crearme veíais ya cuántas ofensas os había de hacer. Me redimisteis, muriendo por mí, y ya entonces percibíais toda la ingratitud con que había de colmaros.

Luego, en mi vida del mundo, me alejé de Vos, fui como muerto, como animal inmundo, y Vos, con vuestra gracia, me habéis vuelto a la vida. Estaba ciego, y habéis dado luz a mis ojos. Os había perdido, y Vos hicisteis que os volviera a hallar. Era enemigo
vuestro, y Vos me habéis dado vuestra amistad...

¡Oh Dios de misericordia!, haced que conozca lo mucho que os debo y que llore las ofensas que os hice. Vengaos de mí dándome dolor profundo de mis pecados; mas no me castiguéis privándome de vuestra gracia y amor...

¡Oh, eterno Padre, abomino y detesto sobre todos los males cuantos pecados cometí!

¡Tened piedad de mí, por amor de Jesucristo! Mirad a vuestro Hijo muerto en la cruz, y descienda sobre mí su Sangre divina para lavar mi alma.
¡Oh Rey de mi corazón, adveniat regnum tuum! Resuelto estoy a desechar de mí todo afecto que no sea por Vos. Os amo sobre todas las cosas; venid a reinar en mi alma. Haced que os ame como único objeto de mi amor. Deseo complaceros cuanto me fuere posible en
el tiempo de vida que me reste. Bendecid, Padre mío, este mi deseo, y otorgadme la gracia de que siempre esté unido a Vos.

Os consagro todos mis afectos, y de hoy en adelante quiero ser sólo vuestro, ¡oh tesoro mío, mi paz, mi esperanza, mi amor y mi todo! ¡De Vos lo espero todo por los merecimientos de vuestro Hijo!

¡Oh María, mi reina y mi Madre!, ayudadme con vuestra intercesión. Madre de Dios, rogad por mí.