Pilatos le dijo sorprendido: ¡Vos
calláis! ¿No sabéis que yo tengo poder para crucificaros y para absolveros? No
podía imaginarse cómo un hombre, de cuya vida era árbitro, le respetase tan poco,
o le fuese tan indiferente la muerte, para no responderle. Por un sentimiento
de piedad hacia este juez cobarde que iba a perderse delante de Dios, Jesús le
dijo aquellas palabras que fueron las últimas y que debían abrirle los ojos: Ningún poder tuvieras sobre mí, si no se os
hubiese dado de lo alto. Y por esto el que a vos me ha entregado, es más
culpable que vos mismo.
Vos me juzgáis inocente, y por intereses humanos
vais a condenarme a muerte, no sabiendo de otra parte quién soy. En esto sois
culpable, pero no tanto como aquellos que por una maligna envidia me han puesto
en vuestras manos, habiéndose voluntariamente cegado para desconocerme. En
cuanto al poder que sobre mí tenéis, os ha sido dado de lo alto, y no sois
libre de usar de él a vuestro antojo. ¡Qué impresión no debía hacer en Pilatos
esta firmeza, esta dignidad más que humana, esta indiferencia para la vida, y
este desprecio de un suplicio tan cruel como infame! Buscó pues de nuevo cómo
salvar a Jesús. Mas no supo resistir a esta amenaza de los judíos: Si nos lo devolvéis, no sois amigo del
César; cualquiera que se alza por rey, va contra el derecho del César. No
tenemos más rey que el César.
En mil ocasiones los
verdaderos discípulos de Jesús han tenido y tienen cada día que combatir contra
la política humana. Dios concede entonces la fuerza y la sabiduría a los que le
son fieles, y que están dispuestos a sacrificarlo todo en defensa de la verdad.
Los mártires son una prueba de ello. En calidad de cristianos, no han creído
hacer más que cumplir con su deber, inmolándose como su maestro a los últimos
suplicios antes de hacer traición a su fe. Sus discursos, que les inspiraba el
Espíritu Santo, y aún más su invencible intrepidez, confundía a los jueces, los
cuales convencidos de su inocencia, les condenaban la mayor parte por un
cobarde respeto a los edictos de los emperadores, y por culpables condescendencias
con el pueblo.
Desde que se estableció el cristianismo, ¡de cuántas injusticias
públicas, de cuántas secretas infidelidades, de cuántas resistencias a la
gracia no ha sido causa el desdichado respeto humano! ¡Cuántas almas no ha
perdido! ¡Cuántos buenos deseos, cuántas santas resoluciones no ha hecho
abortar! Si no siempre daña a la salud, es rarísima la vez que no perjudica a
la perfección. En el claustro así como
en el siglo es el mayor enemigo que tienen que combatir las almas que a ella
son llamadas. Ocultemos nuestra virtud y nuestras buenas obras a los ojos de
los hombres, no hagamos el bien con el objeto de que nos lo vean hacer, este es
el precepto del Evangelio.
Mas no sea que el deseo de agradarles, o el temor de
disgustarles, nos estorbe jamás de lo que el deber exige de nosotros, o de lo
que la gracia nos inspira. Marchemos con la frente alzada, declarémonos cuando
sea necesario, jamás hagamos traición a la causa de Dios. Nada es más glorioso
para Él, nada le complace tanto como el ver que su interés es en nuestro
espíritu sobre todo lo demás, hasta en los objetos más minuciosos, pues en
estos es más difícil vencer el respeto humano, porque no nos vemos sostenidos
por aquellos grandes motivos que dan valor en las ocasiones importantes.