jueves, 4 de junio de 2015

Meditación Del Santísimo Sacramento



Meditación  Del Santísimo Sacramento
Del Padre Fr. Luis de Granada

   Es muy provechosa la consideración de cuánto resplandece en este misterio la suma bondad, el inmenso poder y la infinita sabiduría de Dios. Para lo cual pondera, ¿qué mayor bondad puede ser que comunicarse tan estrechamente tan grande Dios a tan bajas criaturas? ¿Qué mayor poder que encerrarse debajo de una especie de pan Dios y hombre todo junto, y partirse en tantas partes sin disminuirse? ¿Qué mayor sabiduría que hallar tan conveniente y saludable remedio para la cura de nuestras enfermedades? Convenía sin duda, que los que por una comida habíamos perdido la vida, por otra la recobrásemos, y así como el fruto de un árbol nos destruyó, así el fruto de otro árbol nos reparase. Del fruto de aquel árbol se dijo: En cualquier día que comieres de él, morirás; mas de este por el contrario se dice: Quien comiere de este pan, vivirá para siempre. De suerte, que recibiendo y conservando en sí la virtud y gracia que este pan del cielo da, vivirá el hombre en este mundo vida celestial y divina, y esa misma vida se continuará en toda la eternidad. Pues acá y allá viven los justos la misma vida, que es vida espiritual y divina, y así este majar se diferencia de los otros manjares, y del mismo maná que se dio a los padres, porque estos no dan mas que vida temporal; mas este da vida eterna, la cual se comienza en esta vida, y con la muerte no solo no se acaba, mas antes se confirma y perpetua.

   Convenía también pues todos habíamos sido mordidos de aquella ponzoñosa serpiente y necesitábamos algo para sanar de aquella dolencia. Y esta fue la que ordenó este Médico del cielo. Porque  este manjar que es el divino Sacramento es una medicina espiritual contra aquella antigua ponzoña.

   Convenía también que así como había en el mundo una carne dañada, que corrompía todas las almas que con ella se juntaban; así hubiese otra carne purísima que purificase todas las almas que con ella se juntasen. No hay más de dos carnes en el mundo, una de Adán, inficionada por el pecado, y otra de Cristo concedida del Espíritu Santo. Pues así como en juntándose nuestra alma con aquella carne en el vientre de nuestras madres, contrae la mancha del pecado original, y todos los males que se siguen de él; así juntándose con esta otra carne purísima por medio de este Sacramento, es llena de gracia, y de todos los bienes que se siguen de ella. Allí es el hombre unido con Adán, y así se hace participante de todos los bienes de Adán: aquí es unido con Cristo, y así se hace participante de todos los beneficios de Cristo.

   Venid pues ahora todas las almas amadoras de Cristo y sentaos en esta mesa, y comed de este Manjar, y haceos una cosa con vuestro Creador. No os contentéis con abrazarlo espiritualmente, sino abrazadlo también corporalmente por medio de este Sacramento. Porque así como Dios no se contentó con amar espiritualmente a la naturaleza humana, sino que también se juntó con ella corporalmente por medio de su Encarnación; así no nos habemos de contentar con amarlo espiritualmente hasta juntarnos con Él por medio de esta Sagrada Comunión.

   Considérese también que no tenemos otro medio mayor para cumplir con todas nuestras obligaciones, y proveer a todas nuestras necesidades, que este Divino Sacramento. Porque tres cosas, entre otras muchas, tienen cercado al hombre por todas partes: la muchedumbre de los beneficios divinos, por los cuales ha de dar gracias; y la de sus pecados, por los cuales ha de pedir perdón; y la de sus necesidades y flaquezas, para quien ha de pedir remedio. Para esto había antiguamente en la ley tres cosas, que eran ofrendas que los hombres ofrecían a Dios por los beneficios recibidos, y sacrificios que ofrecían por los pecados cometidos, y otro género de sacrificios que llamaban víctimas, que ofrecían para impetrar salud y remedio para sus necesidades.  Pues en lugar de estas tres cosas nos proveyó el Salvador de mayores y mejores remedios instituyendo este admirable Sacramento; porque él es la más preciosa ofrenda que podemos ofrecer al Padre por sus beneficios, y es sacrificio aceptabilísimo para alcanzar perdón de nuestros pecados; y es la víctima gloriosa por quien conseguimos remedio para todas nuestras necesidades.