Los mártires de México
“Qué fácil es ser bueno y héroe cuando tú no tienes que dar tu vida…
pero cuando tú tienes que entregar tu vida… ¡ahí te quiero ver!”
(Cristero Anónimo).
La epopeya de los cristeros que iban a la muerte con el grito de ¡Viva
Cristo Rey! Tuvo su apogeo entre los años 1926 y 1929.
Los cristeros no eran revolucionarios, ni bandoleros, ni asaltantes del
tipo que siguieron a Pancho Villa durante la Revolución mexicana, quienes
cometieron infinidad de atropellos contra el pueblo. Los Cristeros eran hombres
sencillos, campesinos en su mayoría, aunque también participaron jóvenes
procedentes de las ciudades.
Todos ellos eran católicos fervientes y sinceros, amantes de la patria,
defensores de los derechos de Cristo y de su Iglesia, como no los ha conocido
México. No se admitía a ninguno que no tuviera la intención de luchar sólo por
la defensa de la fe y nunca por motivos turbios, como el deseo de vengarse de
sus enemigos o de robar.
La Santa Misa era, sobre todo, lo más apreciado por los cristeros.
Cuando era posible el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y los soldados por
grupos de 15 o 20, practicaban la adoración perpetua. La comunión frecuente era
la regla. Los cánticos y el Rosario acompañaban todos los instantes de la vida,
en la marcha o en el campamento. Rezaban colectivamente el Rosario, de rodillas
y cantando himnos a la Santísima Virgen o a Cristo, entre las decenas. Ni
después de las fatigas de una batalla, con saldo de muertos y heridos, ni
siquiera después del abatimiento y cansancio tremendo de una huida ante un
enemigo; ni aun en las altas cimas de las montañas bajo un frío que helaba,
como en el caso de los cristeros del volcán de Colima. Ni aun teniendo de
frente al enemigo, cuando se pasaba la
noche tras la trinchera, se dejaba de rezar el Rosario en honor de la Santísima
Virgen María para implorar su auxilio y protección.
De su fe cristiana sacaban los cristeros toda su abnegación y valor para
la guerra. No eran unos valientes a pesar de ser unos hombres piadosos, sino que
más bien como eran piadosos, eran valientes.
Un 2 de Junio pero de 1929 con el grito de ¡Viva Cristo Rey! Moría como
héroe cristiano el General Gorostieta. Fue sorprendido con 15 de sus oficiales
por un regimiento de federales callistas. La lucha era imposible. Uno de sus
oficiales le preguntó: -¿Qué hacemos mi
general? -¡Pelear como valientes y morir como hombres! Contestó. Cuando se supo
la noticia de su muerte, todos los Cristeros lo lloraron como a un padre. Le
sucedió al frente de la Guardia Nacional
el general Jesús Degollado Guízar.
El general Jesús Degollado atribuía sus victorias militares a una
especial protección de Cristo Rey y de
Santísima Virgen. Contaba con un ejército muy inferior en efectivos al de los
federales, pero muy superior en moral y motivación.
“No olvidemos que somos
soldados de Cristo, gracia y honor que Él nos concede sin merecerlo, y que no
podemos deshonrar la causa que defendemos con ningún proceder indigno de cristianos. Somos los
cruzados del siglo XX. Cristo mismo nos ha reclutado para sus filas. El triunfo
hemos de comprarlo con nuestros sufrimientos, con nuestras lágrimas, con nuestra
sangre. Vamos a formar una sola familia. El jefe y el Padre es Cristo Rey; María de Guadalupe es nuestra
Madre común. Todos nosotros, de hoy en adelante seremos hermanos”.
He aquí un ejemplo.
José Luis Sánchez del Río pidió permiso a sus padres para alistarse como
soldado. Su madre trató de disuadirlo, pero él le dijo: -“Mamá, nunca había
sido tan fácil ganarse el cielo como ahora, y no quiero perderme la ocasión”.
Se entrevistó con el General Cristero Prudencio Mendoza. Le dijo que si
no podía cargar el fusil, podía ayudar a los soldados con las espuelas,
engrasaría las armas, prepararía la comida y cuidaría los caballos. El General
lo admitió.
En el campamento se ganó el cariño de sus compañeros que lo apodaron
“Tarcisio”. Su alegría endulzaba los momentos tristes de los cristeros y todos
admiraban su gallardía y valor. Por la noche dirigía el santo Rosario y animaba
a la tropa a defender su fe.
En 1928 tuvo lugar un combate donde los cristeros fueron sorprendidos
por las fuerzas federales, muy superiores en número. El caballo del general
Luis Guízar, jefe de los cristeros, cayó
muerto cuando los federales lo mataron de un balazo. Entonces, José le gritó:
“-¡Mi general, tome mi caballo,
sálvese usted aunque a mí me maten! ¡Yo no hago falta, pero usted sí!” Y se lo
entregó a su jefe, quien dándole las gracias se alejó a galope para reunirse
con otros cristeros. José Sánchez del Río fue hecho prisionero y puesto a
disposición del diputado federal Rafael Picazo. Picazo pidió a los padres de
José dinero en rescate de su hijo, pero cuando José lo supo, pidió a su familia
que no pagaran el rescate, porque él ya había ofrecido su vida a Dios.
Le asignaron como cárcel el templo parroquial donde José contempló cómo
los soldados profanaban el templo, además servía de albergue al caballo de
Picazo y el presbiterio era el corral de sus finos gallos de pelea.
José logró desatarse, mató a los gallos y dejó ciego al caballo de
Picazo. Al día siguiente Picazo se enfrentó a José, quien respondió:
-La casa de Dios es para venir a orar, no para refugio de animales.
Al ser amenazado José respondió:
-¡Estoy dispuesto a todo! ¡Fusílame para que esté luego delante de
Nuestro Señor y pedirle que te confunda!
Ante esta respuesta, uno de los ayudantes golpeó a José en la boca tumbándole
los dientes.
José pidió tinta y papel y escribió una carta a su madre, en la que decía:
“Cotija,
6 de febrero de 1928. Mi querida mamá, fui hecho prisionero en combate en este
día. Creo que voy a morir, pero no importa, mamá. Resígnate a la voluntad de
Dios. No te preocupes por mi muerte… haz la voluntad de Dios, ten valor y
mándame la bendición juntamente con la de mi padre…”
El 10 de febrero de 1928
le anunciaron su muerte. Le cortaron la
piel de la planta de los pies con un cuchillo, lo obligaron a caminar a golpes,
con sus pies sangrantes, por las calles empedradas del pueblo hasta el
cementerio.
José lloraba y gemía de dolor, pero no cedía. Los soldados querían
hacerlo apostatar a fuerza de crueldad, pero no lo lograron. Dios le dio la
fortaleza para caminar, gritando viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe,
ante el asombro y rabia de los soldados, y la admiración del pueblo que
presenció el martirio.
Se ordenó que lo apuñalaran. A cada puñalada José volvía a gritar: ¡Viva
Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”
Le preguntaron qué les mandaba decir a sus padres, y respondió: -“¡Que
nos veremos en el cielo! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”.
El capitán le disparó en la cabeza. Su alma voló al cielo el 10 de
febrero de 1928, tenía catorce años.
Los mártires de España
La persecución española tuvo una característica especial y es, que no
hubo ni una sola apostasía. En cambio abundaron numerosos casos de verdadero
heroísmo cristiano y ejemplos grandiosos de santidad. He aquí dos ejemplos.
1.- Era un joven de 20 años, ferviente católico. Se llamaba Antonio
Molle Lazo. Los rojos le detuvieron y le ordenaron gritar “¡Viva el comunismo!”
pero Antonio gritó “¡Viva Cristo Rey!¡Viva España!”. La rabia de los rojos
subió de punto y le mandaron blasfemar, “¡Jamás!” –contestó Antonio-. Con un
cuchillo le cortaron las orejas: “¡Blasfema!” y él contestaba: “¡Jamás
blasfemaré!”. Le cortaron la nariz, pero él con más fuerza gritaba:” ¡Viva el
Corazón de Jesús! ¡Viva Cristo Rey!”. Todo su rostro sangraba. Los rojos
enfurecidos le sacaron los ojos y él, en pie, ensangrentado dijo: “¡Ay Dios
mío!” “¡Viva Cristo Rey!”. Los rojos endemoniados ya no podían soportar tanta
valentía y uno de ellos dijo: “¡acabemos con él!” y le disparó a bocajarro.
Antonio extendió los brazos en cruz y grito: “¡Viva Cristo Rey” y cayó muerto
en un charco de sangre. Era el 2 de Agosto de 1936.
2.- El sacerdote Juan Lladó era canónigo de Vic (Barcelona) de gran
prestigio por su predicación y caridad entre los pobres. Fue detenido en 1936.
Él sonreía a sus verdugos marxistas. “No sonreirás cuando te encuentres ante
los fusiles” –le dijeron. Se equivocaron. Cuando lo iban a matar sonreía
contento. “¿Cómo? ¿La muerte no te da miedo? –“En absoluto, y si me concedéis unos minutos os voy a decir por qué
estoy tan alegre”. –“¡Concedido como
última gracia! –le contestaron. “Pues
bien, durante mi vida he pedido a Dios tres gracias y veo que Dios me las
quiere conceder.
La primera, mi salvación que es lo más importante para el hombre. Estoy
en gracia de Dios y por tanto voy al cielo, ¿no he de estar contento?
La segunda, es el poder dar mi sangre por Jesucristo. Cuando yo pensaba
que Jesús la había dado por mí, yo le pedía: ¡Señor, que yo pueda morir por ti!
¿Queréis decirme por qué me matáis -¿no eres acaso sacerdote? –“Sí, lo soy. Entonces muero por Cristo y me siento feliz.
La tercera, no sé si la obtendré, pero confío que sí. Era la de salvar
un alma. ¡Es tan grande salvar un alma, que por esto lo dejé todo. Me hice
sacerdote, confesaba, predicaba, enseñaba catecismo, visitaba enfermos, me
sacrificaba… Yo no sé si he logrado
salvar un alma que en vez de caer en el infierno, pueda subir al Cielo conmigo.
Si lo supiera moriría tranquilo… ¡Si pudiera salvar a uno de vosotros!... Estas
últimas palabras las pronunció con tanta unción y cariño que uno de los que le apuntaban con
el fusil, movido por la gracia de Dios, tiró el fusil al suelo, salió de la
fila y llorando se postró a los pies del sacerdote, besó su mano y dijo: “¡Padre, usted me salva a mí! ¡Es mi alma la
que usted ha pedido a Dios!” -“¿Qué
te pasa? Gritó el jefe, ¡déjate de tonterías, si no te mataremos también a ti! –“¡Padre, -respondió el convertido-, deme la absolución, prefiero morir con Usted
que seguir con ellos!” Una descarga
de fusiles acabó con los dos mártires que cayeron abrazados al suelo para
juntarse en el Cielo.
La persecución española fue hermana de la mexicana. Los cristeros y los
españoles emularon en valor, en defender la fe, y en morir por Cristo Rey. La
raza hispana supo escoger el martirio antes que renegar de su fe cristiana.
España y México a porfía dieron la sangre de sus mejores hijos por la Fe
Católica. La Virgen del Pilar y la Virgen de Guadalupe recogieron esa sangre de
nuestros mártires y la guardaron en su Corazón Inmaculado para la salvación de
nuestros hijos y de nuestras patrias.
Los mártires son los que han amado a Dios con amor perfecto, pues no han
dudado en dejar lo más atractivo de este mundo: la vida, la familia, el amor,
el dinero, las amistades, los placeres… Por eso la Iglesia desde los primeros
siglos los ha considerado como sus hijos predilectos, los héroes de nuestra
Religión.
“El mundo está tan mal que hay que estar preparados y si los últimos
tiempos han de ser horribles, también es cierto que los Santos de los últimos
tiempos serán los más grandes y Dios los confortará en sus pruebas; así es que tenemos que ser muy
generosos y confiar siempre en Jesús, que si nos pide el martirio será un gran
honor dar sangre por sangre a Quien tanto nos amó; entrenémonos con el martirio
de cada día, esas tantas renuncias que del “yo” tenemos que hacer, y
ofrezcámoslas a María, Reina y Madre de pecadores como si fueran pepitas de oro
con las cuales liberamos a los pobres pecadores de su cautiverio”. Hna María
Sherry
El martirio obra
estos efectos maravillosos en el alma del mártir:
1.- Borra todos los pecados así como las deudas y penas
debidas a Dios.
2.- Aumenta de una manera asombrosa e indecible la gracia
santificante haciéndoles queridísimos de Dios.
3.- Les abre instantáneamente el cielo sin necesidad de pasar
por el Purgatorio.
4.- Reciben en el Cielo una aureola singular sobre los demás
santos y el privilegio de “llevar una vestidura blanca y sentarse en tronos
para juzgar con potestad a los demás hombres” (Apocalipsis, 6,11 y 20,4).
(Tomado de Revista Integridad Mexicana año 1997 y del libro Los Mártires Cristeros
de México, colección Honor de Dios)