Amor de Jesucristo hacia la Cruz
Por el R. P. Grou
No sin razón declara el Salvador en varios pasajes del Evangelio, que
quien no lleva su cruz, no puede ser su discípulo. La cruz, por la que debemos
entender no solo aquella en que Él murió, sino todas las penas interiores y
exteriores de la vida, la cruz, repito, formó siempre las delicias de Su
Corazón. Ella le fue presentada a su entrada en el mundo, y Él la aceptó no
meramente con resignación, sino con un amor generoso, con alegría; la abrazó, y
la tomó por su compañera inseparable. Preveía todas sus circunstancias, las
veía sucederse una a otra, sabía qué contradicciones, qué enemigos debían
acarrearle Su doctrina, sus ejemplos, sus acciones, y dónde debían llegar su
odio y su malicia.
Lo predijo muchas veces a sus discípulos, y no se desmintió
jamás. Adelantóse siempre con paso firme hacia la cruz que tenía a la vista, y
que esperaba por término de su carrera. Si en alguna ocasión huía o se
ocultaba, no era ciertamente por temor, ni para sustraerse al temor de sus
enemigos, sino porque su hora no había
llegado, y no debía anticiparla. Desde que esta hubo llegado, Él mismo se
adelantó a los que le buscaban, y se entregó en sus manos.
Ved con qué fuerza reprende a San Pedro, que por un mal entendido amor a
su maestro no podía sufrir que le anunciase su muerte violenta e ignominiosa;
echándole de Sí, como hubiera echado al mismo demonio, y reprochándole que nada
entendía ni gustaba de las cosas de Dios. Ved cuán ardiente deseo manifiesta de
consumar su sacrificio. Bautizado he de
ser con un bautismo, exclamaba; entonces hablaba de la efusión de Su Sangre
y ¡cuánto padece mi corazón hasta que lo
vea cumplido! En Su última cena, víspera de Su Pasión, descubre a sus
apóstoles con qué ardientes ansias había deseado comer con ellos aquella Pascua
antes de sufrir.
Mas, ¿qué es lo que amaba en Su Cruz? ¿Eran los sufrimientos y las
humillaciones en sí mismas? No. Nada tienen de amable ni de apetecible consideradas
en sí. Nadie ha amado los oprobios por los oprobios mismos, y por todos títulos
los honores y la gloria eran debidos a Jesucristo.
Él amaba en Su Cruz el beneplácito de Su Padre, la satisfacción que le
daba por el género humano, la prueba que le mostraba de Su obediencia. Amaba la
victoria que por su muerte iba a conseguir sobre el diablo, y la afrenta con
que iba a cubrir a este enemigo de Dios y de los hombres. Amaba nuestra salud y
nuestra felicidad unidas a Su Cruz, por
la cual nos libertaba del infierno, nos abría el Cielo, y nos reponía los
derechos que habíamos perdido. Para conocer pues hasta qué punto Jesucristo amó
Su Cruz, preciso sería penetrar el exceso de amor que tuvo a Su Padre y a
nosotros. Tan inmenso era este amor, que no vaciló en decir que fue el más
violento de sus tormentos, y que superando todos los demás, sucumbió
voluntariamente a este, habiendo exhalado gustosa y únicamente, por la fuerza
de Su amor, el último suspiro.
Si Jesucristo amó Su Cruz porque amaba a Su Padre, porque se interesaba
en Su gloria, y porque estaba sometido a
Su voluntad, ¿no estamos obligados por
la misma razón a amar la nuestra? ¿No es Dios nuestro Padre, y no nos ha adoptado en Jesucristo? ¿No debemos
interesarnos en Su gloria, y darnos tanta más prisa en repararla pues somos
nosotros los que la hemos ultrajado?¿No le debemos una igual sumisión a Su
voluntad, en el acto de aceptar las cruces que nos envía? Prescrito se
halla nuestro deber en la conducta de Jesucristo, como
hombre Él es nuestro modelo, y nos dio
el ejemplo para enseñarnos lo que debemos hacer.
Si Jesucristo amó su Cruz porque nos amaba a nosotros, porque quería
nuestra felicidad eterna, porque estaba decidido a procurárnosla a cualquier
costa, ¿no tenemos los mismos motivos de amar nuestra cruz? ¿Podemos
comprarla demasiado cara, y no merece
para adquirirla que suframos todas las penas de la vida presente? ¿No sabemos
que nuestra cruz, unida a la del Salvador es el instrumento, la prenda, el
precio de nuestra salud, y que es imposible llegar al cielo por otra senda que
la de la cruz?
Hablando San Pablo de sus propios padecimientos, decía: Yo completo en mi carne lo que falta a los
sufrimientos de Jesucristo. ¿Qué quiere decir con esto? ¿Faltó alguna cosa
al precio que pagó el Salvador por nuestro rescate? Indudablemente no. Mas este
precio, aunque suficiente y abundantísimo en sí mismo, no puede aplicársenos,
si no satisfacemos también algo por nuestra parte. Dios ha regalado lo que
debemos pagar, y esta satisfacción son las cruces que Su Providencia nos
destina. Si rehusamos satisfacer, inútil nos será el rescate de Jesucristo.
Hay una razón particular a las almas interiores para que amen la Cruz, y
es que la amó su esposo Jesucristo. ¿Qué amarían ellas e su esposo, si no
amasen su Cruz? ¿Y cómo podrían amar su cruz, si no aman la suya propia que
hace parte de la de Aquel?
¿Cuál es esta Cruz que debemos llevar en seguimiento de Jesucristo? Es
ante todo la práctica exacta de la moral evangélica. Son las penas inherentes al
estado que se ha abrazado. La forman también todos los accidentes de la vida,
todos los sucesos de la Providencia, todo lo que nos contraría, nos aflige, nos
humilla. Apenas damos un paso sin encontrar semejantes cruces, las cuales nos
serían útiles y dulces, si las amáramos por miras sobrenaturales. Lo son
también las privaciones voluntarias, las penitencias y las austeridades que nos
imponemos, o las que abrazamos por toda la vida, consagrándonos al estado
religioso. Los son en fin las penas interiores inseparables de la vida
espiritual, y las pruebas a que Dios se place poner ciertas almas escogidas
para hacerlas más perfectamente semejantes a Su Divino Hijo.