lunes, 12 de enero de 2015

Pasión de Jesucristo ordenada por Dios: R.P. Grou Jesuita (1859)



Del libro El Interior de Jesús y de María

Capítulo LIII
Pasión de Jesucristo ordenada por Dios

   “…El pecado que Dios no quiere, pero que prevé y permite, entra en el plan de la Providencia, y sirve para el cumplimiento de sus designios, para su gloria, para el adelantamiento de su Iglesia, y para nuestra propia perfección: que el pecado redunda en la gloria de Dios, del cual se vale para la manifestación de sus atributos, de lo cual es la más revelante prueba la pasión de Jesucristo. 

Si la santidad de Dios fue ultrajada por el pecado de los judíos, ella brilló con todo su esplendor, porque un Hombre Dios sufrió para hacerle una reparación solemne de todos los ultrajes que aquella ha recibido por nuestros pecados. Si parecía ofendida su justicia por los indignos tratamientos hechos al más inocente, al más santo de los hombres, de otra parte ella ejerce todos sus derechos, ella se vindica y se satisface plenamente sobre este cordero sin mancha sustituido en lugar nuestro, y que se constituyó fiador por los deudores insolventes. 

Si su misericordia aparece como eclipsada sobre el Calvario, en donde Dios parece que abandona y desconoce su propio Hijo, desplegase con todas sus riquezas en el perdón que por motivo de él concede generosa y gratuitamente al género humano, que de él era indigno. Si nos parece aún que la sabiduría divina a como faltado a su designio, viendo a Jesucristo expirar en la cruz, y sucumbir bajo el poder del infierno y de la muerte, aguardemos un momento, y esta sabiduría se mostrará con toda su luz, cuando veamos a Jesucristo triunfar por su resurrección gloriosa, del  diablo y de la muerte, e insultar al uno y a la otra diciéndoles: Oh muerte, yo seré tu muerte; oh infierno, yo seré tu destrucción, (Ose. XIII 14) y yo te arrancaré tu presa.  ¿De qué pecado no sacará Dios su gloria, habiéndola sacado del de los judíos? No puede faltarle este fin ora sea en este mundo, ora en el otro. Seamos pues celosos por la gloria de Dios, procurémosla de cuantas maneras nos sea posible; mas no nos inquietemos por ella, como si pudiesen dañarla los esfuerzos de los hombres. Todo pecador que no quiere glorificar en esta vida su misericordia, glorificará en la otra su justicia.

   A vista de los escándalos que suceden en la Iglesia, y que hacen como vacilar nuestra fe, acordémonos tan solo que aquella es la esposa de Jesucristo, que la adquirió con su sangre, y que la esposa debe participar de la suerte de su esposo.  Es necesario que ella glorifique como Él a Dios por sus sufrimientos, después de los cuales Dios la asociará a la gloria de Jesucristo. Y aun en este mundo, todos los males que ha sufrido han redundado por fin en provecho suyo. Seguid su historia, y veréis que las persecuciones sirvieron para establecerla: que las herejías han afirmado su fe; que estas han caído y ella ha quedado en pie; que lo que ha perdido por un lado lo ha ganado por otro, y que en las regiones y en los tiempos en que es menor el número de sus hijos, son estos más fervientes y más edificantes. Los elegidos serán puestos a prueba, pero ninguno de ellos perecerá. Terminante es sobre este punto la palabra de Jesucristo.

   Desde que alguno se entrega a Dios de un modo especial, está expuesto a sufrir mucho de su prójimo, contradicciones, calumnias, injusticia de toda especie, no solo de parte de los perversos, sino de la parte de las gentes de bien, o de las que pasan por tales. ¿Y por qué admirarnos de esto, cuando Jesucristo fue la víctima de los falsos devotos sentados en la cátedra de Moisés? Todo lo que entonces nos sucede, está previsto por Dios, el cual lo permite por parte de los autores del mal, pero lo quiere con respecto a nosotros que lo sufrimos.  Así lo ha dispuesto todo para su gloria y para nuestra santificación; y se cumplirán sus designios, si nosotros tomamos a Jesucristo por modelo de nuestros sentimientos y de nuestra conducta. 

El objeto que Él se ha propuesto no puede faltar como no sea por culpa nuestra; y los pecados de los demás, lejos de perjudicar a nuestra  perfección, contribuirá a ella si queremos: su pérdida será nuestra salud, ¿qué puede haber de más consolador?

   En fin nuestros propios pecados, cuyo recuerdo tan a menudo nos desalienta y nos espanta, pueden en las manos de Dios convertirse en un medio de santidad: con solo este objeto los ha permitido; quiere de ellos hacer la materia de sus grandes misericordias; quiere que sirvan para humillarnos, para desconfiar de nosotros mismos, para redoblar nuestra confianza en Él, aumentar nuestro amor y nuestro reconocimiento, hacernos capaces de los mayores esfuerzos de virtud, ya para expiarlos, ya para repararlos. Sin hablar de los ejemplos de tantos grandes Santos que fueron pecadores, ¡cuántos judíos que habían tenido parte en la muerte de Jesucristo, se convirtieron después, y formaron la Iglesia de Jerusalén, la más perfecta de todas! ¿Creeremos que su amoroso arrepentimiento no hubiese contribuido infinitamente a su santificación? ¿por qué no habrá de ser así con  nosotros, si después de nuestros extravíos hemos vuelto o volvemos sinceramente a Dios?

   De un gran pecador a un santo hay por lo común menos distancia, que de una vida tibia a una vida ferviente. Todo depende de la rectitud y de la generosidad del corazón, y de la correspondencia a la gracia.


   Es un gran mal el ofender a Dios, pero de nosotros pende que este mal nos sirva de un grandísimo bien.