Ilusión de pretender
llegar a ser hombre de oración con una conciencia sin delicadeza, con un
espíritu sin recogimiento, con un corazón cautivo y con una voluntad rebelde.
Ilusión de los que,
ocupados en empleos absorbentes, pretenden pasar sin transición alguna del
tumulto de los negocios al reposo de la oración; por punto general, es preciso
tomarse un poco de tiempo para desentenderse de toda preocupación, ponerse en calma
y encontrar a Dios.
Ilusión, a lo menos
para el que comienza, de no preparar los puntos
ni leerlos antes detenidamente, so pretexto de que durante la oración no
faltará luz ni libro; son estas precauciones que se necesitan en la infancia de
la vida espiritual, bien que nos creemos siempre bastantes crecidos para no tomarlas.
Ilusión de querer
entrar de lleno en el cuerpo de la oración sin ponernos antes con ahínco en la
presencia de Dios.
Ilusión de abandonar
enseguida el asunto preparado de antemano, no para obedecer al espíritu de
Dios, que sopla donde quiere, sino por capricho e inconstancia.
Ilusión de querer
abandonar demasiado pronto el método de oración o dejarse esclavizar por él. El método
no es la perfección, ni la misma oración; es un instrumento de que nos servimos
mientras nos aprovecha y que dejamos a
un lado cuando ya no es útil, mucho más si llega a ser pernicioso. Ahora bien;
en los principios el método es casi indispensable, se es todavía niño para
caminar sin andadores. Más adelante, no
servirá de tanto; el Espíritu Santo tiene su comunicación especial y nadie le
obliga a someter sus inspiraciones a nuestro método. Al llegar a la oración de
sencillez o a la contemplación mística el método resulta una verdadera traba.
Ilusión de darse
demasiado a las consideraciones. La oración viene a ser entonces un simple
estudio especulativo, un mero trabajo del espíritu en que se descuida lo
principal que son los afectos, las peticiones y los propósitos; con lo cual
este ejercicio resulta estéril y de ningún provecho.
Ilusión de dar poco
tiempo a las consideraciones entregándose desde luego y exclusivamente a los
afectos. De este modo nos exponemos a no tener nunca convicciones razonables y
profundas, a menos de suplirlas con lecturas serias. Y sin convicciones ¿cuánto durarán los
afectos? Demos pues a la meditación el tiempo conveniente; más al principio,
menos al ir adelantando, no debiendo dejarla sino cuando se esté
suficientemente preparado a la oración de sencillez.
Ilusión de abandonar
demasiado pronto, una vez hallada, la devoción y los actos que nos la han
proporcionado, so pretexto de ser fieles a nuestro método. “Debe el alma
detenerse todo el tiempo que dure este afectuoso sentimiento, aunque ocupe toda
la meditación; pues, siendo la devoción el fin de este santo ejercicio, sería
un error muy grande buscar con incierta esperanza lo que ciertamente hemos
encontrado”. (San Pedro Alcántara)
Ilusión de orar sólo
un corto y determinado espacio de tiempo en el día, sin pensar más en ello
después; sin duda que en esos momentos la oración ha producido parte de su
afecto, iluminando el espíritu y haciendo formar afectos y peticiones que
tienen su valor, pero este piadoso ejercicio no da todo el fruto sino cuando se
termina con una resolución firme y precisa, conforme a nuestras necesidades y
que se recuerda con frecuencia para ponerla en práctica. La oración que a esto
no llega es como el remedio que no se aplica, o como el instrumento que no se
toca, o como la espada que no se saca de la vaina.
Ilusión de tomar el
escrúpulo por delicadeza de conciencia y las fútiles divagaciones por una buena
oración. Es el escrúpulo por el contrario uno de los más grandes obstáculos
para la unión divina; ya porque impide la calma del espíritu y la atención a
Dios, ya porque estrecha el corazón con la tristeza, ahoga la confianza y el
amor, paraliza la voluntad y hace huir de Dios. Por otra parte, ¿qué oración
puede haber en un corazón agitado por los escrúpulos? En lugar de adorar, se
examina; en vez de dar gracias, profundiza su interior, no pide perdón, se escudriña; no solicita
gracia alguna, pasa el tiempo en discutir consigo mismo. No ha orado pues; ha
estado demasiado ocupado en sí, para poder hablar con Dios; si lo ha hecho, ha
sido sin confianza, sin dilatar el corazón; el miedo ha desterrado la intimidad
de la oración, las ansiedades mataron la calma y la paz. El escrúpulo no es
arrepentimiento, sino turbación; no es delicadeza de conciencia, sino una falsificación
miserable. Fuerza es expulsarlo y arrojarlo, evitando el meditar en verdades
que aumentan un temor harto desarrollado, escogiendo meditaciones propias para
aumentar la confianza, dejando los exámenes ansiosos, minuciosos y turbadores,
y sobre todo obedeciendo ciegamente al superior o director.