Supongamos ahora que Dios nos abre el camino de la
contemplación. Esta tiene una gran variedad de senderos, y
Dios se reserva elegimos el nuestro.
La contemplación será siempre una oración de simple
mirada amorosa a Dios y a las cosas de Dios. Su esencia toda
entera se cifra en estas dos palabras: mirar y amar. Hay, sin embargo,
en ella una época de transición, durante la cual, ora
se medita, ora se contempla. Existe también la contemplación
activa y la pasiva: en la primera diríase que el alma ha dejado
el discurso y simplificado sus afectos por su libre elección; en
la segunda se da cuenta con evidencia de que la luz y el amor
no provienen de sus esfuerzos, sino que los recibe, y es Dios
quien los derrama. Los distribuye empero el Señor como
quiere: dará más luz que amor, y la oración será querúbica;
infundirá más amor que luz, y la oración será seráfica.
Destinará a unos cuantos a contemplar sus divinos atributos, o
la adorable Trinidad; a la mayor parte a contemplar la santa
Humanidad, Jesús Niño, la Pasión, el Sagrado Corazón de
Jesús, el Santísimo Sacramento, etc. Dios es el Dueño, y a El
le pertenece señalar a cada alma su misión y su servicio. A
veces la acción mística producirá un silencio admirativo y lleno
de amor, a veces palabras de ternura o impetuosos
transportes. Tan pronto derramará la luz a torrentes como con
medida, y aun gota a gota, conforme a las disposiciones del
alma, y según se proponga Dios abrasaría o purificarla. En
una palabra, por múltiples razones la contemplación revestirá
formas diversas y cambios frecuentes, que exigirán de nuestra
parte una abnegación de todos los días y un filial abandono.
Detengámonos a contemplar más de cerca una de las más
duras variaciones, o sea, que la contemplación sea a veces
sabrosa, y que ordinariamente sea árida o sin gran
consolación.
Para mejor inteligencia de esta doctrina, notemos con el P.
le Gaudier, «que hay actos esenciales a la contemplación, a
saber: en la inteligencia, una simple mirada cesando todo
discurso; en la voluntad, el amor de amistad, el más excelente
de todos, fuente, forma y fin de la contemplación. Mas hay en
ella otros actos que, por decirlo así, la completan, como la
admiración, la devoción unida a una inefable delectación».
Indudablemente, estos últimos actos perfeccionan la oración
mística, aportando a ella cierto esplendor de belleza, una más
suave dulzura, y hasta un suplemento de fuerza. Pero aun
prescindiendo de todo esto, la contemplación conserva sus
elementos esenciales, y como Dios nos gobierna con tanta
sabiduría como amor, sírvese así de la contemplación sabrosa, como
de la contemplación árida y purificadora, según
el efecto de gracia que quiere producir en nosotros.
¿Propónese despegar al alma de la tierra y atraerla
fuertemente a sí? Derramará entonces la luz y el amor a
torrentes, y el alma, sumergida en Dios, cuya presencia y
acción siente deliciosamente, inflamada de los santos ardores
de la unión de amor, un Dios tan grande y tan santo para con
su vil criatura, quédase en silencio y contempla con profunda
mirada, en que se dibujan el asombro, la alegría, el amor que
la cautivan; goza de Dios en una unión rebosante de paz y de
dulzura cual otro San Juan descansando sobre el pecho de su
adorable Maestro. Ama con todo su corazón sin manifestar su
amor, pues es el silencio el que habla más alto todavía, y su
alma se revela toda entera por el fuego de sus ojos, por sus
lágrimas, su actitud, las disposiciones de su corazón, la
inmovilidad, consecuencia de su recogimiento. O bien, si el
movimiento de la gracia la atrae, expansiónase en amorosos
coloquios, en efusiones de ternura sin violencia ni arrebatos, y
en la más deliciosa intimidad. A veces el amor y la alegría
llegan a tal exceso, que el alma no puede contenerlos; loca
entonces de amor y de dicha, en una santa embriaguez de
Dios, estalla en piadosos transportes, se abandona a los
entusiasmos de su ternura, a la impetuosidad de su corazón;
se desborda en verdaderas olas de ardorosos sentimientos,
de palabras delirantes, de santas locuras, pero siempre trata
de ocultar el secreto del Rey a cualquier mirada indiscreta.
Porque Dios no se baja una sola vez y como de paso a
nuestra pequeñez y nos eleva a sus divinas privanzas, sino
que repetidas veces y largo tiempo toma a esta alma en sus
brazos, la acaricia sentada sobre sus rodillas, la estrecha
contra su corazón como al hijo de su amor.
¿Tiene necesidad esta alma de muchos argumentos para
convencerse de que ama y es aún más amada, y de que Dios
es infinitamente bueno y quiere para ella todo lo bueno? ¿No
ha comprendido la ternura de esos abrazos? Ahora conoce
por una dulce experiencia el corazón de su Padre tan tierno,
de su Esposo adorado, y a El se confía sin dificultad y sin
esfuerzo; le abandona todo cuanto tiene de más querido: su
vida, su muerte y su eternidad; le suplica se apodere de su corazón y
de su voluntad para que los guarde y los gobierne
para siempre. ¡Qué no haría ella entonces! Es el tiempo del
sol resplandeciente y de las ricas mieses. Cuide el alma de
seguir con docilidad la acción de Dios en la oración, de
pagarle en justo retorno con el acrecentamiento de su
fidelidad, de no rehusarle nada de cuanto le pida, pues éste es
para ella el momento de vencerse con menos dificultad y con
más energía; el sacrificio se la hace fácil y hasta hay en él un
verdadero encanto. No olvide buscar más al Dios de las
consolaciones que las consolaciones de Dios, y de hundirse
en el sentimiento de su miseria a medida que Dios la eleva por
su misericordia. En el tiempo de la prosperidad prepárese para
la adversidad, porque no siempre la contemplación producirá
esta viva admiración que suspende el espíritu en el estupor, ni
el fuego de amor que hace que la voluntad salga de si misma,
ni tampoco el gozo que invade el alma y los sentidos. Rara
vez alcanzará la acción mística este máximum de intensidad,
siendo lo más ordinario que se mantenga mediana o débil; y
entonces la oración se desenvolverá en un estado que ni es la
consolación ni la sequedad, o quizá también en una monótona
y desoladora aridez.
¿Por qué estas incesantes variaciones? Porque aún no
está el alma enteramente purificada, ni bastante desprendida
de los sentidos. Necesita despegarse más por completo de
todas las cosas, y que por ende llegue a estar menos sujeta a
sus operaciones sensibles, lo cual llegará a conseguir por la
práctica de la mortificación cristiana, pero es necesario que
Dios ponga en ello su mano poderosa. Hácelo por medio de
los ardores de la consolación sabrosa, y aun esto no es
suficiente. Bajo el torrente de luz y de amor, ¿seríanos posible
descubrir nuestra miseria y nuestra pobreza? Quizá el orgullo
y la necesidad de regocijarse encontrarán allí su más delicioso
bocado, y el hombre viejo no acabaría de morir. Mas Dios va a
reducirla por la dieta, y hasta si es necesario por el hambre.
Retírala a esta alma tan querida sus acostumbradas
meditaciones, la abundancia de pensamientos, la variedad de
afectos, la dulzura de las divinas caricias; y dale en cambio
algún tanto de contemplación, pero una contemplación árida y
purificadora, en la que derrama la luz y el amor gota a gota con
desesperante parsimonia. Derrama lo suficiente para que
el alma se vuelva a Dios, le busque y sólo cerca de El halle
reposo, pero no lo bastante para que pueda hallarle en un
delicioso sentimiento. Es una verdadera contemplación
mística, mas se realiza en una búsqueda ansiosa, una
dolorosa necesidad, un hambre insaciable. De cuando en
cuando, déjase Dios entrever, y el alma gusta al momento los
santos ardores y los goces de la contemplación sabrosa. Bien
pronto, y quizá por largo tiempo, la vuelve a poner en esta
monótona y desoladora noche de los sentidos, en que la
sumerge hasta la saciedad; y, a fin de que acabe de morir a sí
misma, la reserva la noche del espíritu, mucho más penosa
todavía.
¿Podrá el alma quejarse? No por cierto. Es una gracia
austera y crucificadora, y ¡cuán necesaria, a juzgar por la
conducta ordinaria de la Providencia! Esfuércese el alma por
comprender las miras de Dios y conformarse a ellas con
generosidad y confianza, pues este desdén no es sino
aparente. Abandonada en el vacío del espíritu, en la sequedad
del corazón, y con frecuencia en la tentación, obligada a
palpar con sus propias manos su impotencia y su miseria,
tórnase pequeña a sus propios ojos, y concluirá por hacerse
humilde y sumisa ante Dios y ante los hombres. Privada de
continuo de las dulzuras a las que habíase aficionado con
exceso, aprende a pasarse sin ellas, para servir al buen
Maestro con desinterés: el amor divino se eleva sobre el amor
propio y las virtudes aumentan, produciéndose de esta misma
aridez un aumento de fuerza, de mérito y de esplendor,
porque, cuando Dios oculta su amor y no muestra sino sus
rigores, es cuando se cree, se espera, se ama, se obedece y
se abandona. Hay, pues, en esto una mina de oro que explotar
para la purificación del alma y el progreso de las virtudes, con
tal de que se persevere animoso en la oración y no se deje
uno desconcertar por la prueba.
En una palabra, la contemplación árida y la contemplación
sabrosa tiene cada cual su misión providencial, y procuran al
alma fiel preciosas ventajas: la una tiene por fin directo
hacemos morir a nosotros mismos, y la otra hacernos vivir en
Dios; una posee maravillosa virtud para extinguir el amor divino. Sin
embargo, la falta de esfuerzo puede ser para la
primera un obstáculo, y para la segunda la falta de humildad y
de abnegación. ¿Cuál nos es más necesaria? ¿Haremos buen
o mal uso de una y otra? Es cierto que somos libres de tener
un deseo y de manifestárselo filialmente a Dios; mas,
expuestos como estamos a engañarnos en cosa de tanta
monta y que depende del beneplácito divino, ¿no es más
prudente poner la elección en manos de Dios, y estar
dispuestos a cumplir nuestro deber, aceptando de antemano
su decisión, sea cual fuere?
Los santos mismos no han andado todos por los mismos
caminos de oración, pero todos sí han practicado este
abandono filial, y seguido dócilmente la acción de la gracia.
Escuchemos a Santa Juana de Chantal hablando de su
bienaventurado Padre: «Díjome una vez que él no tenía
cuenta de si se hallaba en la consolación o en la desolación; y
que, cuando el Señor le daba buenos sentimientos, recibíalos
con sencillez, pero que no pensaba en ellos si no se los daba.
Mas es cierto que de ordinario disfrutaba de grandes dulzuras
interiores, como su semblante lo manifestaba. Ha tiempo que
me dijo que no tenía gustos sensibles en la oración, y que
todo lo que obraba Dios en él hacíalo por claridades y
sentimientos insensibles que difundía en la parte intelectual de
su alma, sin que la inferior tomara parte en ello. Recibíalo
sencillamente con profundísima humildad y reverenda, pues
su divisa era permanecer muy humilde, pequeño y abatido en
presencia de su Dios, y lleno de singular reverencia y
confianza como un hijo de amor. « Santa Juana de Chantal
tenía una oración pasiva de sencilla entrega a Dios, de total
abandono, y consistía en un "fiat voluntas tua" sin interrupción.
En ella permanecía en simple vista de su Dios y de su nada,
abandonada por completo al divino beneplácito, y sin cuidarse
lo más mínimo de hacer actos de entendimiento ni de
voluntad», como actos metódicos, discursivos o sensibles.
«Era el Señor quien se cuidaba de despertar en su alma los
sentimientos que necesitaba, y allí la iluminaba perfectamente
para todo, y mil veces mejor que ella lo hubiera podido hacer
por sus propios discursos e imaginaciones.» Sin embargo,
sufría en ese estado tan sencillo y pasivo, a causa de su natural
ardiente y por la novedad del camino, convirtiéndosele
todo en dificultad y motivo de inquietud. Mas su
bienaventurado Padre la tranquilizaba enseñándola: «que la
quietud en que la voluntad obra impulsada por una simple
aquiescencia al divino beneplácito, es una quietud
sobremanera excelente, por lo mismo que está exenta de toda
especie de interés». Y porque la Santa siguiese sin temor el
movimiento de la gracia, «contentándose con no tener otra
satisfacción que la de carecer de toda alegría por amor y por
agradar a Dios, anímala con la tan conocida parábola: Si un
escultor hubiese colocado en la galería de un príncipe una
estatua, que estuviese dotada de entendimiento, y supiese
hablar y discurrir, y se la preguntara: Dime, hermosa estatua,
¿por qué estás en este lugar?, respondería: porque mi dueño
me ha colocado aquí. Y si se replicase: Pero, ¿qué haces ahí
sin hacer nada?, diría: porque mi dueño quiere que me esté
aquí inmóvil. Y si de nuevo se la instase diciendo: pero, ¿de
qué te sirve estar de ese modo?, y además, ¿de qué provecho
sirves? ¡Oh, Dios mío!, respondería; no estoy aquí para mi
servicio, sino para servir y obedecer a la voluntad de mi
dueño. - Mas tú no le ves. - No, respondería ella, pero él sí me
ve y gusta de que esté donde él me ha puesto. - Y ¿no te
gustaría tener movimiento para acercarte más a él? - No, a
pesar de que me lo mandase. - Entonces no deseas nada. -
No, porque yo estoy donde mi dueño me ha colocado, y su
voluntad es el único contentamiento de mi ser. - ¡Qué buena
oración, hija mía, es conservarse en la voluntad de Dios y en
su beneplácito!» Con todo, «en este estado pasivo, Santa
Juana de Chantal no dejaba de obrar en ciertos momentos, en
que Dios retiraba su operación o la excitaba a ello; mas sus
actos eran siempre cortos, humildes y amorosos». Esta
dirección era prudentísima, y muy provechosa esta ocupación,
«ya que después de uno o dos años en esta oración pasiva,
viose inmediatamente a la Madre Chantal con luces para ella
hasta entonces desconocidas, con sentimientos de una
profundidad admirable acerca de Dios de ella misma, de las
criaturas; con un ardor de celo, un abandono en la divina
voluntad, con un desprecio de las cosas de acá abajo, con no
sé qué sed de humillaciones que a todos maravillaba».
Dijo un día Nuestro Señor a Santa Margarita María: «Sabe,
hija mía, que la oración de sumisión y de sacrificio me es más
agradable que la contemplación.» Y esta digna hija de Santa
Juana de Chantal «acostumbraba a decir que las penas
interiores recibidas con amor, eran a modo de un fuego que va
consumiendo insensiblemente al alma y a todo cuanto en ella
desagrada al divino Esposo. Las almas que tienen experiencia
de ello declaran que en esas penas hicieron grades progresos
sin darse cuenta; de suerte que si fuese libre la elección de la
consolación o del sufrimiento, el alma fiel no había de titubear,
sino abrazarse con la cruz de nuestro divino Maestro, aun
cuando no nos proporcionara otra ventaja que hacemos
conformes a nuestro Esposo crucificado».
Santa Teresa del Niño Jesús hablando de su retiro para la
profesión dice: «En lugar de gozar de consuelo, la aridez más
completa fue mi patrimonio, Jesús dormía como de ordinario
en mi pequeña navecilla... Por lo visto, no va a despertarse
hasta el gran retiro de la eternidad; mas esto, lejos de
causarme pena, me causaba sumo placer. Debía yo atribuir mi
sequedad a mi poco fervor y fidelidad, debía sentirme
desolada por dormir con harta frecuencia durante mis
oraciones y acciones de gracias. Pues bien, no por eso me
entregué al desaliento, pues pensé más bien que los niños
tanto complacen a sus padres cuando duermen como cuando
están despiertos.»
Es su confianza y humildad infantil la que le daba tanta
tranquilidad. Empleaba, sin embargo, con toda fidelidad los
medios para hacer bien su oración, que llegó a ser continua.
Después refiere la prueba terrible por la que la hizo Dios
pasar: « ¡Debía yo pareceros inundada de consolaciones, una
niña para la cual el velo de la fe se hubiera casi rasgado! Sin
embargo, no es un velo, sino un muro que se eleva hasta los
cielos y cubre el firmamento estrellado. Cuando canto la dicha
del cielo, no experimento en ello gozo alguno, sino que
simplemente canto lo que deseo creer... No me ha enviado el
Señor esta pesada cruz sino en el momento en que podía
llevarla; en otra época estoy persuadida de que me hubiera
hundido en el desaliento. Ahora sólo me produce una cosa:
quitarme todo sentimiento de satisfacción natural en mi aspiración a
la patria celeste.»
Lo que acabamos de decir se aplica a la contemplación
oscura y general. Hay otra que es distinta y particular, y tiene
su ejercicio especialmente en las visiones, revelaciones,
palabras interiores, etc. En ella sobre todo, es donde se ha de
practicar la santa indiferencia llegando hasta desear que Dios
nos conduzca por otro camino.
Semejantes favores no suponen la santidad: Balaam
profetizó, Saúl profetizó, Judas profetizó y hasta hizo milagros.
Niños hubo que tuvieron visiones, por ejemplo en la Saleta, en
Lourdes, en Pontmain, y por el contrario muchos santos no
parece hayan sido favorecidos con gracias semejantes. En
nuestros tiempos las ha prodigado a Gemma Galgani y a
muchos otros, mientras que Santa Teresa del Niño Jesús, Sor
Isabel de la Trinidad, Sor Celina de la Presentación no han
recibido ninguna o casi ninguna. No son, pues, estas gracias
la santidad, ni señal de santidad, por lo que con razón afirma
Santa Teresa que, «por recibir muchas mercedes de éstas, no
se merece más gloria... en lo que es más merecer, no nos lo
quita el Señor, pues está en nuestras manos; y así hay
muchas personas santas que jamás supieron qué cosa es
recibir una de aquestas mercedes, y otras que las reciben que
no lo son»
No constituyen, por consiguiente, el medio necesario para
llegar a la perfección. Sin embargo, Santa Teresa, que fue
colmada de ellas, hace el más entusiasta elogio de su
bienhechora eficacia. «Estos dones, dice, hay que tenerlos en
grande estima. Apenas he tenido visiones que no me hayan
dejado más virtud, y una sola palabra de estas que
acostumbro a oír, una visión, un recogimiento que apenas sí
dura un Avemaría, pone mi alma en una paz perfecta,
devuelve hasta la salud a mi cuerpo, llena de luz mi
entendimiento y me restituye la fuerza y los deseos que tengo
de ordinario. Acuérdome de lo que era, sé que iba por un
camino de perdición, y veo que en poco tiempo de tal modo
me han trocado estos divinos favores, que apenas
reconózcome a mí misma.»
Haríase, pues, mal en rechazar todas las gracias de este
género intencionadamente y por sistema; y en la suposición de que el
Espíritu Santo quisiera conducirnos por este camino
a la santidad, sería cerrarle el camino.
Mas si hay favores que son buenos y excelentes porque
vienen de Dios, hay fenómenos análogos que serían nocivos,
pues pudieran ser una artimaña del demonio o un juego de la
imaginación. En ésta, más que en ninguna otra materia, son
fáciles las ilusiones, y aun los mismos santos no han sabido
preservarse de ellas; como aconteció a Santa Catalina de
Bolonia, la cual, en los comienzos de su vida religiosa, se dejó
engañar durante cinco años por una aparición del demonio en
figura de Jesús crucificado, o de la Santísima Virgen; -hay que
confesar, sin embargo, que ella había dado lugar a semejantes
sucesos por su presunción-. Adviértenos Santa Teresa que,
cuando se tiene la osadía de desear favores de esta
naturaleza, «se vive ya engañado, o en inminente peligro de
serlo, porque el menor resquicio abierto basta al demonio para
tendernos mil lazos, y porque un deseo violento arrastra
consigo a la imaginación, figurándose ver y oír lo que ni se ve
ni se oye». Por el contrario, «con tal que un alma no quiera
dejarse engañar y ande en humildad y sencillez, no creo, dice
la Santa, que esta alma pueda ser engañada». En este caso
más que en ningún otro conviene orar, reflexionar, consultar y
seguir todas las leyes de una severa prudencia.
¿Quién ignora la insistencia con que San Juan de la Cruz
previene a sus lectores a desconfiar de sus visiones,
revelaciones y palabras interiores, a resistirías, a
desprenderse de ellas? Santa Teresa, por su parte, expresa
un sentimiento más moderado: « Siempre hay motivo para
temer en semejantes cosas, hasta asegurarse que proceden
del espíritu de Dios; por esto digo que en los principios,
siempre es lo más acertado combatirlas. Si es Dios quien
obra, esta humildad del alma en rechazar sus favores, no hará
sino disponerla para mejor recibirlos, y aumentarán a medida
que ella los ponga a prueba. Conviene, empero, guardarse de
molestar e inquietar demasiado a estas personas». Hablando
de las apariciones de Nuestro Señor, añade:
«Jamás le pidáis ni jamás deseéis que os conduzca por tal
camino, que es bueno, sin duda, y debéis respetarlo mucho y
tenerlo en gran estimación, pero conviene no desearlo ni pedirlo.»
Completa la Santa su pensamiento invitando al alma
al santo abandono: «Se ignora, dice, si hallarán pérdidas allí
donde se creía hallar ventajas. Existe una extraña temeridad
en querer elegirse por sí mismo un camino sin saber si es el
más seguro, en lugar de abandonarse a la conducta de
Nuestro Señor que nos conoce mejor que nos podamos
conocer a nosotros mismos, para que nos lleve por la senda
que nos conviene y que su santa voluntad se haga así en
todas las cosas.» Prudente reserva, pues, y filial abandono;
esta conclusión de Santa Teresa será la nuestra, pues no hay
otra mejor que se armonice con el precepto del Espíritu Santo.
«No desprecies la profecía; examinad todas las cosas y
conservad lo que es bueno».
No hay que olvidar por lo demás, que lo esencial no es que
nuestra oración sea activa o pasiva, que nuestra
contemplación sea sabrosa o árida, oscura o clara, sino que
nuestra oración nos produzca abundancia de frutos de
abnegación, humildad y obediencia, y que nos haga crecer en
todas las virtudes especialmente en el amor, en la confianza y
en el santo abandono. Precisamente estas vicisitudes de que
ahora nos ocupamos son muy propias para tornar al alma
flexible y dócil en las manos de Dios, sin perder por eso el
tesoro de la humildad.