jueves, 21 de diciembre de 2023

EL SANTO ABANDONO CAP. 13 (Temores diversos)



Recordemos, ante todo, que el derecho a la paz se mide

por la buena voluntad, y que, para gozar una paz profunda, ha

de estar la voluntad plenamente sometida a la de Dios. Aun en

este caso no estamos por completo al abrigo de posibles

peligros; por eso es preciso preservarse por medio de la

oración y la vigilancia.


Hablamos aquí con las almas generosas y prudentes que

se verán asaltadas de no pocos temores, amenazándolas

turbar su paz, por otra parte tan legítima. A fin de

tranquilizarlas, comenzaremos por decirles con el P. Grou: « 1º

Dios no turba jamás a un alma que desea sinceramente ir a El.

La amonesta, y tal vez la reprenda con severidad, pero nunca

la turba; por su parte el alma reconoce la falta, se arrepiente

de ella, la repara, y todo lo hace con paz y tranquilidad de

espíritu. Si se agita y desazona, esa turbación ha de provenir

siempre o del demonio, o del amor propio, y así debe, pues,

hacer cuanto esté de su parte para desecharla.»


«2º Todo pensamiento, todo temor vago, general, sin objeto

fijo y determinado, no procede de Dios ni de la conciencia,

sino de la imaginación. Se teme no haberlo dicho todo en la

confesión, se teme haberse explicado mal, se teme no haber

llevado a la comunión las disposiciones requeridas, y otros

temores vagos por el estilo con que el alma se fatiga y

atormenta: todo esto no procede de Dios. Cuando El hace al

alma alguna reprensión, tiene ésta siempre algún objeto

preciso, claro y determinado. Hase, pues, de despreciar esta

especie de temores y pasar resueltamente sobre ellos.» Muy

distinto sería el caso, si nuestra conciencia nos reprende de manera

clara y formal.


En el P. de Caussade, se halla una dirección muy útil

acerca de multitud de temores, pero, no pudiendo exponerlos

todos, entresacamos los principales.

Existe, por ejemplo, el temor de los hombres. «Aunque

ellos pueden decir y hacer, no hacen sino lo que Dios quiere y

permite, y nada hay que no le sirva para cumplimiento de sus

misteriosos designios. Impongamos, pues, silencio a nuestros

temores, y entreguémonos por completo a su divina

Providencia, pues dispone de resortes secretos, pero

infalibles, y no es menos poderoso para conducir a sus fines

por los medios en apariencia los más contrarios, que para

refrigerar a sus siervos en medio de hornos encendidos, o

hacerlos caminar sobre las aguas. Esta protección tan

paternal de la Providencia la experimentamos tanto más

sensiblemente, cuanto nos entregamos a Ella con más filial

abandono.»


Existe también el temor del demonio y de los lazos que de

continuo nos tiende dentro y fuera de nosotros. Mas Dios está

con el alma que vela y ora; y ¿no es El infinitamente más

fuerte que todo el infierno? Por otra parte, este temor bien

dirigido es precisamente una de las gracias que nos preserva

de las asechanzas. «Cuando a este humilde temor se une una

gran confianza en Dios, se sale siempre victorioso, salvo quizá

en ciertos lances de poca importancia, en que Dios permite

pequeñas caídas para nuestro mayor bien. Sirven, en efecto,

estas caídas para conservarnos siempre pequeños y

humillados en presencia de Dios, siempre desconfiados de

nosotros mismos, siempre anonadados a nuestros propios

ojos. Pecados de consideración no cometeremos mientras

estuviéramos preocupados con este temor de desagradar a

Dios; este solo temor nos ha de tranquilizar, porque es un don

de la misma mano que nos sostiene invisiblemente. Por el

contrario, cuando cesamos de temer es cuando tenemos

motivo de temer: el estado del alma se hace sospechoso

cuando no abriga temor alguno, ni siquiera aquel que se llama

casto y amoroso, es decir, dulce, apacible, sin inquietud ni

turbación, a causa del amor y de la confianza que siempre le

acompañan.»


«Para un alma que ama a Dios, nada hay más doloroso

que el temor de ofenderle, nada más terrible que tener el

espíritu lleno de malos pensamientos y sentir su corazón

arrastrado, en cierto modo a su pesar, por la violencia de las

tentaciones. Mas, ¿no habéis meditado jamás sobre los textos

de las Sagradas Escrituras, en que el divino Espíritu nos da a

entender la necesidad de las tentaciones, y los preciosos

frutos que ellas producen en las almas que no se dejan abatir?

¿No sabéis que son comparadas al horno donde la arcilla

adquiere su consistencia y el oro su brillo; que nos son

presentadas como motivo de alegría, señal de amistad con

Dios, y enseñanza indispensable para adquirir la ciencia de

Dios? Si recordarais estas verdades consoladoras, ¿cómo

pudierais dejaros abatir de la tristeza? Cierto que las

tentaciones nunca vienen de Dios, mas, ¿no es El quien

siempre las permite para nuestro bien? ¿Y no es preciso

adorar sus santas permisiones en todo, a excepción del

pecado que detesta, y que nosotros hemos de detestar con

El? Guardaos, pues, bien de dejaros turbar e inquietar por las

tentaciones: esta turbación se ha de temer más que las

mismas tentaciones . »


Es cierto que hemos de desconfiar de nuestra debilidad, y

tomar todas las precauciones prescritas para evitar las

tentaciones, pero sería una ilusión temerla con exceso.

«Avergonzaos de vuestra cobardía, y al encontraros frente a

una contradicción o humillación, decías que ha llegado el

momento de probar a Dios la sinceridad de vuestro amor.

Confiad en su bondad y en el poder de su gracia: esta

confianza os asegurará la victoria. Y aun cuando os

aconteciere caer en algunas faltas, será fácil reparar el daño

que os causaren; este daño es por otra parte casi

insignificante, si se le compara con los grandes bienes que

adquiriréis, sea por los esfuerzos que hacéis en el combate,

sea por el mérito que resulta de la victoria, sea aun por la

humillación que os causan estas ligeras derrotas. Por lo

demás, la desconfianza que os hace huir de las tentaciones

deseadas por Dios, os proporciona otras más peligrosas de

las que no desconfiáis, porque, por ejemplo, ¿qué tentación

más evidente y más baja que el desanimaros, y decir que jamás

 tendréis éxito en la vida interior?»


Es cierto también que hemos de tener un inmenso horror al

pecado y la más exquisita vigilancia para huir de él; empero,

no se ha de confundir la tentación con el pecado. Aun los

asaltos más persistentes, la rebelión de las pasiones, las

repugnancias y las inclinaciones violentas, las imaginaciones,

las impresiones, todo esto puede muy bien no tener lugar sino

en la parte inferior del alma sin consentimiento alguno libre de

la parte superior, y por ende sin culpa alguna, y hasta puede

ser muy meritorio. Cuando la tentación no es fuerte se conoce

muy bien que, lejos de consentir, se la rechaza. No sucede lo

mismo «cuando Dios permite que la tentación llegue a ser

violenta, pues, a causa de las violentas agitaciones

involuntarias en la parte inferior, la superior, experimenta no

pequeña dificultad en discernir sus propios movimientos, y se

queda con grandes temores y perplejidades de haber

consentido. No es necesario más para envolver a las almas

buenas en las penas y espantosos remordimientos, que Dios

permite para probar su fidelidad. En esto, más aún que en

todo lo demás, deben seguir ciegamente el parecer de los que

las dirigen. Un confesor, que juzga con serenidad y sin

turbación, discierne mejor la verdad. Conoce la disposición

habitual de esas almas, la delicadeza de su conciencia, su

generosidad manifiesta; por este motivo, la aguda pena que

experimentan después de la tentación, su excesivo temor de

haber consentido, son para el confesor una prueba evidente

de que no han prestado el menor consentimiento pleno y

deliberado, pues no se pasa tan pronto de un supremo horror

al mal a su entera aceptación, y más sin advertirlo; y, por otra

parte, sabemos por experiencia que las personas que

sucumben no tienen ni estos temores. Cuanto mayores sean

unas y otras, más cierta es la garantía que resulta en favor de

la persona tentada». El temor de estar enemistado con Dios

es una pena extremadamente dura para las almas amantes.

Sucede, empero, que Dios quiere conservarlas en ella a fin de

purificarías, crucificándolas y consolándolas

momentáneamente por la seguridad que las da su director; a

la tentación siguiente volverán a caer en las mismas

perplejidades por todo el tiempo que Dios tenga a bien

 probarlas en el crisol de la aflicción. 


En esta dolorosa incertidumbre deben repetir el mismo fiat

que en las otras pruebas, de las cuales quizá ésta es la más útil.