miércoles, 26 de julio de 2023

EL SANTO ABANDONO CAPITULO 11. (LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES)

 


Tan pronto prodiga Dios las consolaciones sensibles o las

dulzuras espirituales, como las da con medida, o bien retira la

dulzura, produciendo en el alma un gran vacío. El sentimiento

permanece frío; la imaginación, veleidosa; la inteligencia,

inactiva, y el fastidio y el disgusto invaden con frecuencia las

profundidades de la voluntad. Hasta los santos han conocido

estas dolorosas variedades, y nuestro Padre San Bernardo

expresa su dolor en estos términos: «¿Cómo es que mi

corazón se ha secado como una tierra sin agua? Está tan

endurecido que me es imposible excitar las lágrimas de

compunción; los salmos me son insípidos, la lectura ha perdido sus atractivos, la oración carece de encantos, y en

vano busco mis meditaciones acostumbradas. ¿En dónde

están ahora aquella embriaguez del alma, la serenidad del

corazón, la paz y gozo en el Espíritu Santo?»


«Experimento tal sequedad, tan gran desolación de espíritu

-añade San Alfonso- que no encuentro a Dios ni en la oración,

ni en la sagrada Comunión. La Pasión de Nuestro Señor, la

divina Eucaristía, nada me impresiona; he llegado a ser

insensible a la devoción, y me parece que soy un alma sin

amor, sin esperanza, sin fe, en una palabra, abandonada de

Dios.» Esta pena es terrible cuando se prolonga

indefinidamente; se calma y da lugar a la paz a medida que el

alma se desprende de la satisfacción y se adhiera a sólo el

beneplácito divino.


¿Cómo se han de recibir las consolaciones y las arideces?

Punto es éste en que muchas almas yerran el camino; y, para

no caer en este error, tengamos los ojos fijos en nuestro fin.

Tendemos a la perfección de la vida espiritual, que se

caracteriza por la perfección de la caridad, y el amor se

prueba por las obras. Es perfecto, cuando adquiere tal fuerza

e imperio que pueda establecernos en un mismo querer y no

querer con Dios; por consiguiente, en una voluntad pronta y

generosa para cumplir todas sus voluntades significadas y

abandonarnos a todas las disposiciones de la Providencia.

Esto denota un amor sincero, activo, enérgico, que se da a

Dios sin reserva y se entrega por completo a la gracia. He

aquí, según San Francisco de Sales y San Alfonso, «la

verdadera devoción, el verdadero amor de Dios. Es éste el

único fin que nos hemos de proponer en nuestras oraciones,

comuniones, mortificaciones y demás prácticas piadosas».


Mas, si «la verdadera devoción consiste en estar

firmemente resuelto a no hacer y a no querer sino lo que Dios

quiere», ni las consolaciones son la devoción, ni las arideces

la indevoción; pues esta voluntad firme y resuelta puede

permanecer profundamente arraigada a pesar de la sequedad,

y no pasar de superficial ni tener consistencia alguna en medio

de las dulzuras: y esto la experiencia nos lo enseña.


No son tampoco las consolaciones y arideces un criterio

seguro, comoquiera que la devoción reside esencialmente en la

voluntad y no en el sentimiento; por sus obras, pues, y no

por las emociones hemos de apreciarla, así como por sus

frutos juzgamos al árbol. Las emociones son semejantes a la

flor, y constituyen un soberbio atavío de promesas, mas

¡cuántas esperanzas quedarán frustradas! ¡Cuántas ilusiones

se deslizan en la devoción sensible!


Las consolaciones y las arideces, bien santificadas, son un

camino que conduce al fin; pero, sin embargo, no son el único,

ni el principal. En la voluntad de Dios significada es donde

hemos de encontrar nuestros medios fundamentales,

regulares, de todos los días, como anteriormente dejamos

indicado. Las consolaciones y las arideces son medios

accidentales y variables que Dios nos proporciona según su

beneplácito, y son de eficacia real, a veces decisiva, sin que

por esto hayan de hacer olvidar los medios esenciales. De

todo esto se sigue que no conviene dar a las consolaciones y

arideces exagerada importancia; el fin y los medios esenciales

son los que deben merecer nuestra principal atención,

quedando en segundo término las consolaciones y las

arideces.


Otra consideración que no conviene perder de vista, es que

las consolaciones y las arideces constituyen poderoso apoyo

cuando se las sabe santificar, y peligroso escollo cuando en

ellas se conduce mal el alma, fuera de que además fácilmente

se introduce en ellas el abuso.


La devoción sensible, y más que todo las dulzuras

espirituales, son gracias preciosísimas que nos inspiran horror

y disgusto por los goces de la tierra, los cuales constituyen el

cebo del vicio; nos comunican también el deseo y la fuerza de

caminar, de correr, de volar por el sendero de la oración y de

la virtud. La tristeza oprime el corazón, la alegría lo dilata, y

esta dilatación del corazón nos ayuda poderosamente a

mortificar nuestra carne, a reprimir nuestras pasiones, a negar

nuestra voluntad, a soportar las pruebas, haciendo brotar al

mismo tiempo corrientes de generosidad y sentimientos

imperiosos de ascender. En la abundancia de las divinas

dulzuras, las mortificaciones son más bien consolaciones; el

obedecer es un gozo, y apenas oída la primera campanada

está uno ya levantado. No se deja pasar ninguna práctica de virtud, y

todo se hace en paz y tranquilidad. «Nada da que

sufrir -dice San Alfonso-, antes bien, injurias, trabajos,

reveses, persecuciones, todo se convierte en motivo de

alegría, porque todo llega a ser ocasión de ofrecer a Dios

sacrificios sobre sacrificios, y de contraer con su Majestad

divina una unión más íntima cada vez.» Según San Francisco

de Sales, las consolaciones «excitan el gusto del alma,

confortan el espíritu, y añaden a la prontitud de la devoción un

santo gozo y alegría que hermosea nuestras acciones y las

hace agradables aun exteriormente. Bajo cualquier aspecto

que se considere, vale más el menor consuelo de devoción

que las más excelentes diversiones del mundo». Es esto el sol

de la vida. - Ciertamente la inclinación, la facilidad, la destreza

en el servicio de Dios, son envidiables cuanto provienen de

estar el alma desprendida de todo y ejercitada ya de largo

tiempo en la virtud, pues en esto consiste la virtud adquirida;

no obstante, no hay que desdeñar la facilidad que añaden los

favores celestiales, aunque provengan de las consolaciones

sensibles.


No permita Dios que digamos con Molinos: «Todo lo que

experimentamos de sensible en nuestra vida espiritual es

abominable, horrible, inmundo.» Es una de sus proposiciones

condenadas. «Los hombre espirituales -dice Suárez- no han

de desperdiciar la devoción que se experimenta en el apetito

sensitivo, por ser propia no de solos principiantes, sino que

además puede originarse de una muy elevada y muy perfecta

contemplación, y aun ayuda y dispone a gozar de la

contemplación de manera más fácil y constante.» Nuestras

facultades sensibles están muy bien reguladas, y su

participación es utilísima cuando nos lleva a Dios; trabajan

entonces de concierto todas nuestras potencias, superiores e

inferiores, y se prestan mutuo apoyo, y nuestra oración es más

completa puesto que todo en nosotros ora.


He aquí el lado bueno de las consolaciones; veamos el

reverso de la medalla. Puede acontecer que el alma se

aficione a ellas disfrutándolas con una especie de gula

espiritual, o que de esto tome ocasión para complacerse en sí

misma y despreciar los demás, sobre todo si tales

consolaciones provienen de la naturaleza o del demonio. Cuando es

Dios su autor, nos llevan indudablemente a la

obediencia, a la humildad, al espíritu de sacrificio, a todas las

virtudes. Aun en este caso, la naturaleza y el demonio tratarán

de mezclar su acción con la de Dios, lo que tampoco es razón

suficiente para rechazar las consolaciones. Con todo, no

olvidemos que el abuso y la ilusión son siempre posibles.

En cuanto a las arideces, notemos ante todo con San

Alfonso, que pueden ser voluntarias o involuntarias. Son

voluntarias en su causa, cuando se deja disipar el espíritu,

apegarse el corazón y a la voluntad seguir sus caprichos; y

siendo éste el motivo de que se cometan infinidad de faltas, no

ponemos por nuestra parte empeño en corregimos. No

debemos considerar esto como simple aridez de sentimientos,

sino la tibieza misma de la voluntad. «Es tal este estado, que

si el alma no se hace violencia para salir de él, irá de mal en

peor, y ¡quiera Dios que con el tiempo no caiga en mayores

miserias! Este género de aridez se parece a la tisis, que no

mata de un golpe, pero que conduce infaliblemente a la

muerte.» En cuanto de nosotros depende hemos de poner

remedio a esta sequedad, y si persiste, aceptarla como

misericordioso castigo. «La aridez involuntaria es la de un

alma que se esfuerza en caminar por los senderos de la

perfección, que se pone en guardia contra los pecados

deliberados y practica la oración», y permanece fiel a todos

sus deberes. De ésta es de la que nos proponemos hablar.


Las arideces espirituales y las desolaciones sensibles son

excelente purgatorio donde el alma cancela sus deudas, más

aún, son el crisol en que se purifica. Es indudable que en la

abundancia de los favores divinos se desprende de la tierra y

se une a Dios; con todo, de mil maneras y casi

inconscientemente búscase a sí misma: hace depender su paz

de lo que hay de más inestable, como las emociones de la

sensibilidad, se adhiere a las consolaciones, créese rica en

virtudes; hállase, pues, demasiado llena de sí misma para

empaparse de Dios. Su estado es muy del agrado de la

naturaleza que siempre desea ver, conocer y sentir, pero es

mucho menos a propósito para satisfacer las exigencias del

amor santo, que se olvida de sí mismo para poner su contento

en lo que agrada a Dios. El alma permanecerá siempre débil, sujeta a

 no pocos defectos, imperfectamente desligada de los

lazos del amor propio, si Dios por su bondad no se apresurase

a someterla a un tratamiento riguroso y persistente.


El primer mal que hay que curar es la gula, que se lanza

con avidez sobre las consolaciones: sensualidad refinada que

en ellas encuentra su más delicioso alimento. Dios entonces

toma la resolución de poner al enfermo a dieta, y si es preciso,

a un régimen riguroso, de suerte que la sensualidad se debilite

y se extinga por falta de alimento, y aprenda el alma con el

tiempo a pasar sin la alegría, a buscar puramente a Dios, a

hacer al espíritu menos dependiente de la sensibilidad.

Otro mal aún más sutil y más peligroso es el orgullo

espiritual. Cuando Dios colma a un alma de sus

consolaciones, fácilmente se cree mucho más adelantada de

lo que en realidad está; invádenla la yana complacencia y la

presunción, desprecia a los demás, y los juzga con severidad.

Entonces Dios la sumerge y la vuelve a sumergir hasta la

saciedad en la aridez, en las tinieblas y en otras penas

semejantes. En opinión de nuestro Padre San Bernardo, «el

orgullo, sea que ya excita, sea que aún no se haya

manifestado, es siempre la causa de la sustracción de la

gracia». Dios se propone prevenirlo o reprimirlo para curarnos

de sus heridas. A fuerza de sentir su impotencia y su miseria,

el alma acaba por comprender que nada puede sin Dios y vale

muy poca cosa aun después de recibir tantas gracias; se

empequeñecerá ante la Majestad tres veces santa, y orará

con mayor humildad. No tendrá dificultad en pedir consejo, y

llegará a ser sencilla y dócil, a la vez que el sentimiento de su

miseria le hará compasiva para con los demás.


Prolongándose, esta dura prueba la humillará, la anonadará a

sus propios ojos, de suerte que se librará de toda yana

complacencia y presunción, desconfiando de sí misma y

confiando en sólo Dios, vacía, por decirlo así, de orgullo y

llena de humildad.


Desembarazada de esta suerte de la soberbia y de la

sensualidad, que son los azotes de la vida espiritual, ábrese el

alma a la gracia y se entrega de lleno a la benéfica acción de

lo alto, dispuesta por tanto a realizar positivos adelantos en las

virtudes sólidas, puras y perfectas. Y si Dios se digna otorgarle sus

 más valiosos dones, ella está preparada; pues, en opinión

de nuestro Padre San Bernardo, las grandes pruebas son el

preludio de grandes gracias, ya que las unas no vienen sin

que las acompañen las otras.


Mas aun en esto se tropieza con algún inconveniente. Las

arideces espirituales y las desolaciones sensibles dejan, sin

duda, subsistir en el servicio de Dios esa voluntad generosa,

que constituye la esencia de la devoción y hasta la inclinación,

la facilidad, la destreza que denotan la virtud adquirida. Con

todo, por el hecho mismo de aminorar la abundancia de

piadosos pensamientos y santas afecciones, las arideces

hacen desaparecer el suplemento de la fuerza de alegría que

aportaban las consolaciones, dejando en su lugar las penas y

la dificultad. No son una tentación propiamente dicha, pues

directamente no impelen al mal, mas el diablo abusa de ellas

con intención de sembrar la cizaña entre el alma y Dios. Ya no

envía el Señor ni luces ni devoción, ¿acaso estará indiferente,

irritado, implacable?, sin embargo, nosotros obramos lo mejor

que podemos. Entonces el temor y la desconfianza acumulan

nubarrones y amenazan hacer estallar la tempestad. -

Tampoco la naturaleza halla compensación, y, cansada de

sufrir largo tiempo y sin entrever el término, se lanza a buscar

en las criaturas lo que no halla en Dios.


Así, pues, las consolaciones y las arideces están

destinadas por Dios a desempeñar en el alma una muy

benéfica misión. Tienen también sus escollos, pero la acción

de las unas completa y corrige la acción de las obras; las

consolaciones inflaman el amor propio; si las dulzuras elevan,

la impotencia rebaja; si la desolación desalienta, la

consolación conforta. Dios se ha reservado el derecho de

conceder unas u otras, lo mismo que el de hacerlas cesar.

Hace que alternen, y las combina como mejor convengan a

nuestros intereses, con no menos sabiduría que firmeza. De

ordinario comienza por las consolaciones a fin de ganar los

corazones y sostener la debilidad. Cuando el alma se ha

robustecido y es capaz de soportar un tratamiento más

enérgico, le envía ante todo el dolor, ¡nos es tan necesario el

morir a nosotros mismos! En sentir de San Alfonso, «todos los

santos han padecido estas sequedades, estos desamparos espirituales;

 y lo que es más todavía, de ordinario han estado

en las arideces y no en las consolaciones sensibles. Estos

favores pasajeros no los concede Dios sino raras veces, y sólo

quizá a las almas demasiado débiles, para impedir que se

detengan en el camino de la virtud; en cuanto a las delicias

que han de constituir el premio de nuestra fidelidad, es en el

Paraíso donde nos aguardan... Si estáis desolados, consolaos

pensando que tenéis con vos al divino Consolador. ¿Os

lamentáis de una aridez de dos años?; cuarenta la hubo de

sufrir Santa Juana de Chantal, y Santa María Magdalena de

Pazzis tuvo cinco años de penas y de tentaciones continuas

sin el menor alivio». San Francisco de Asís sufrió durante dos

años tan grandes desamparos, que parecía abandonado de

Dios; pero una vez que hubo sufrido humildemente esta

furiosa tempestad, el Señor le devolvió en un momento su

dichosa tranquilidad. De donde concluye San Francisco de

Sales que «los más privilegiados servidores de Dios están

sujetos a estas sacudidas, y que los que no lo son tanto, no

han de maravillarse si padecen algunas». No tiene Dios un

modo uniforme para conducir a los santos, pero tomados en

general, parece que al consumarse su santidad es cuando les

somete a las más rudas pruebas; cuanto más los ama, más

los prueba y purifica, ya que para llegar a imponerles las

mayores purificaciones, Dios espera que lleguen a ser

capaces de soportar estos santos rigores.


Resumamos lo que acabamos de decir, y saquemos la

conclusión práctica. El fin que nos hemos de proponer, es este

perfecto amor que nos une estrechamente a Dios por un

mismo querer y no querer. Esta es la devoción sustancial.

Pongamos un santo ardor en conseguirlo por los medios que

de nosotros dependen, y que la voluntad de Dios significada

nos indica. Las consolaciones, aun las divinas, no constituyen

la devoción, y las arideces involuntarias no son la indevoción.

Las unas y las otras son medios providenciales; guardémonos

de convertirlas en obstáculos. ¿Qué camino nos será el más

riguroso y provechoso, el de las consolaciones o el de las

arideces? Lo ignoramos; y por otra parte, Dios se ha

reservado la decisión. En todo caso, el partido más acertado

es suprimir las causas voluntarias de la sequedad, hacernos

 indiferentes por virtud y abandonarnos a su Providencia.

Esta doctrina tiene a su favor la multitud de santos que han

hecho de ella la regla de su conducta. Citaremos tan sólo a

nuestros dos doctores favoritos y ante todo a San Francisco

de Sales: «Os acontecerá, dice, no experimentar

consolaciones en vuestros ejercicios, indudablemente por

permisión de Dios, por lo que conviene permanecer en una

total indiferencia entre las consolaciones y la desolación. Esta

renuncia de sí mismo implica el abandono al divino

beneplácito en todas las tentaciones, arideces, sequedades,

aversiones, repugnancias, en las que se ve el beneplácito de

Dios, cuando no suceden por culpa nuestra y no hay en ellas

pecado.» Repetidas veces nos aconseja el Santo entregamos

plena y perfectamente al cuidado de la Providencia, como un

niño se abandona en los brazos de su madre, o como el Niño

Jesús en los de su Madre dulcísima; y añade: «Si os dan

consolaciones, recibidlas agradecidos; si no las tenéis, no las

deseéis, sino tratad de tener preparado vuestro corazón para

recibir las diversas disposiciones de la Providencia y, en

cuanto sea posible, con igualdad de ánimo... Es necesario una

firme determinación de no abandonar jamás la oración

cualquiera que sea la dificultad que en ella podamos encontrar

y de no ir a este ejercicio preocupados con el deseo de ser allí

consolados y satisfechos, pues esto no sería tener nuestra

voluntad unida a la de Nuestro Señor que desea que, al

ponernos en la oración, estemos resueltos a sufrir la molestia

de continuas distracciones, sequedades, disgustos,

permaneciendo tan contentos como si hubiéramos tenido

abundantes consolaciones y no menos tranquilidad. Con tal

que ajustemos siempre nuestra voluntad a la de su divina

Majestad, permaneciendo en sencilla expectación y

preparados a recibir las disposiciones de su beneplácito con

amor, sea en la oración, sea en los demás acontecimientos. El

hará que todas las cosas nos sean provechosas y agradables

a sus ojos.»


En este sentido decía el Santo Doctor: «Yo deseo pocas

cosas, y lo que deseo las deseo muy poco; apenas tengo

deseos, pero si volviera a nacer, no tendría ninguno. Si Dios

viniera a mí -por las consolaciones-, iría también a El; pero si no

 quisiera llegarse a mí, me mantendría alejado y no iría a

El.» Y de hecho, «ejercitaba esta perfecta indiferencia en las

sequedades y en las consolaciones, en las dulzuras y en las

arideces, en las acciones y en los padecimientos». He aquí el

testimonio de Santa Juana de Chantal: «El decía que la

verdadera manera de servir a Dios era seguirle sin arrimos de

consolación, de sentimiento, de luz, sino sólo con el de la fe

desnuda y sencilla; por esto amaba tanto los olvidos, los

abandonos y las desolaciones interiores. Díjome en cierta

ocasión que no se preocupaba de si estaba en consolación o

en desolación: cuando Nuestro Señor le concedía mercedes,

recibíalas con toda sencillez, y si no se las concedía, no

pensaba en ellas. Es cierto, sin embargo, que, de ordinario,

disfrutaba de grandes dulzuras interiores, como lo daba a

entender su semblante.»


El ideal de nuestro Santo en la materia que nos ocupa era,

pues, el de permanecer como una estatua que no quiere ni

avanzar hacia las consolaciones, ni alejarse de las

sequedades, sino que permanece inmóvil en tranquila espera,

dispuesta a dejarse mover a gusto de su Maestro. A la verdad,

no exigía de Santa Juana de Chantal «que no amara ni

deseara las consolaciones, sino que no aficionara a ellas su

corazón. Un simple deseo no es contrario a la resignación,

sino que es una palpitación del corazón, un batir de alas, una

agitación de la voluntad». Ella puede «quejarse a Dios

amorosamente y con calma, y Nuestro Señor por su parte se

complace en que le contemos los males que nos envía, como

hacen los niños pequeños cuando su madre los ha azotado».

Mas debe conservar esa libertad de espíritu, que no se

adhiere ni a los consuelos ni aun a los ejercicios espirituales, y

que recibe las aflicciones con toda la calma que permite la

debilidad de la carne. De esta manera, «llegado el momento

en que habrá de apurar el cáliz y dar, por decirlo así, el golpe

decisivo del consentimiento, el alma conservará el equilibrio

necesario para decir a Dios: no mí voluntad, sino la vuestra».


Aún va algo más lejos el piadoso Doctor. «Deseáis, sí,

tener una cruz, mas queréis elegirla; y eso no puede ser. Yo

deseo que vuestra cruz y la mía sean en todo cruces de

Jesucristo. Que nos envíe tantas sequedades como le plazca, con tal

 que le amemos. Jamás se le sirve bien, sino cuando se

le sirve como El quiere; y quiere que le sirváis sin gusto, sin

deleite, con repugnancias y convulsiones de espíritu. A vos no

os satisface este servicio, pero a El sí; no es de vuestro

agrado, pero lo es del suyo. Imaginad que jamás os veréis

libres de vuestras congojas; entonces diríais a Dios: soy

vuestro, y si mis miserias os agradan, acrecentad su número y

duración. Confío en Nuestro Señor que diríais esto y no

pensaríais más en ellas, por lo menos no os agitaríais. Pues

haced ahora lo propio. Familiarizaos con vuestro trabajo como

si siempre hubierais de permanecer juntos, y ya veréis cómo

no pensando en vuestra libertad, Dios pensará en ella; y

cuando vos ya no os inquietéis, acudirá entonces con

presteza.»


En una palabra, el piadoso Doctor se inclina con

preferencia al sufrimiento, y en algunos lugares parece que

hasta lo pide, no sólo para su santa hija, sino también para él;

mas, en general, predica a todos una extrema indiferencia en

las variedades espirituales. Hubiera querido, por lo que a él se

refería, no tener deseo alguno para uniformarse más y más

con la adorable voluntad de Dios, que era su regla predilecta.

Tenía sin duda, como él mismo dice, deseos ardientes de la

salvación de las almas y de su propio progreso en la virtud,

por ser ésta la voluntad de Dios significada, y aunque estas

cosas las amaba, conformábase, sin embargo, plenamente

con la voluntad de Dios, pero sin alterar el orden ni medida

divinos.


Idéntica nota ofrece la doctrina de San Alfonso. Hela aquí

en resumen:

1º.- Cuando Dios nos consuela con visitas llenas de amor y

nos hace sentir la presencia de su gracia, no conviene

rechazar estos favores, como algunos falsos místicos lo han

pretendido, pues son más preciosos que las riquezas y los

honores del mundo. Es preciso recibirlos con fervientes

acciones de gracias, sin que nos pongamos a saborear su

dulzura con una especie de gula espiritual, ni creer que Dios

nos favorece porque es nuestra conducta mejor que la de los

otros. Este orgullo y esta sensualidad desagradarían a Dios, y

le obligarían a apartarse de nosotros y a dejarnos en nuestra miseria.

 Humillémonos poniendo ante nuestra vista los

pecados de la vida pasada. Consideremos que estos favores

son puro efecto de la bondad de Dios, que los concede para

disponemos a realizar los sacrificios que El exige, y quizá para

sobrellevar con paciencia las pruebas que nos va a enviar. En

la consolación preparémonos para la desolación:


«Ofrezcámonos, pues, entonces, a soportar todas las

penas interiores y exteriores que nos aguardan,

enfermedades, persecuciones, desolaciones espirituales,

diciendo: «Heme aquí, Señor, haced de mí y de cuanto me

pertenece lo que os plazca: dadme la gracia de amar y de

cumplir perfectamente vuestra santísima voluntad, no os pido

otra cosa.»


2º.- En la desolación espiritual es preciso resignarse. «No

pretendo yo que dejemos de experimentar alguna pena al

vernos privados de la presencia sensible de nuestro Dios,

pues es imposible no quejarse ni resentirse de pena tan

amarga, cuando el mismo Salvador se lamentó en la cruz.»


Mas es necesario imitar su amorosa resignación y la de los

santos. «Estos, por lo regular, han vivido en las arideces y no

en las consolaciones sensibles; lo que toda su vida han

procurado, no ha sido el fervor sensible en el gozo, sino el

fervor espiritual en las penas.» ¿Os encontráis en la aridez?,

sed constantes y no descuidéis de ningún modo vuestros

ejercicios ordinarios, especialmente la oración mental. No

imitéis a las almas poco sobrenaturales que, renunciando a su

piadosa empresa, mitigan sus austeridades, cesan de refrenar

sus sentidos y pierden los frutos de sus anteriores trabajos.


¿Os parece que las arideces son el castigo de vuestras

faltas?, aceptad humildemente este castigo misericordioso y

nada omitáis de lo que pueda hacer desaparecer las causas

de este triste estado, como son, por ejemplo, una afición

natural, vuestro escaso recogimiento, vuestro prurito de verlo

todo. Reconoced que habéis merecido no gustar ya alegría

alguna. Practicad sobre todo la resignación y confiad más que

nunca en la voluntad de Dios, pues entonces, mejor que en

cualquier circunstancia, trátase de haceros amable a vuestro

divino Esposo. Animo, pues, para continuar buscándole. Quizá

no se os presente con sus dulzuras: ¿qué importa, con tal de que os

 conceda la fuerza de amarle aun en este caso, y de

hacer todo lo que El quiere? «Un amor fuerte agrada a Dios

más que un amor tierno.» Sometámonos con humildad a la

voluntad divina «y la desolación nos será más ventajosa que

la consolación». He aquí la magnífica oración que el Santo

nos enseña:

«¡Jesús mío, mi esperanza, mi amor, el único amor de mi

alma! No merezco que me deis consolaciones y dulzuras;

reservadlas para las almas inocentes que os han amado

siempre. En cuanto a mí que siempre os he ofendido, me

reconozco indigno de ellas, no os las pido. Ved lo que

únicamente deseo: haced que os ame, haced que cumpla

vuestra voluntad en todo el curso de mi vida, y después

disponed de mí como os plazca. ¡Desdichado de mí! Otras

tinieblas, otros temores, otros olvidos hubiera de padecer para

expiar las ofensas que os he inferido; he merecido el infierno,

en donde, separado de Vos y rechazado para siempre,

debiera llorar eternamente sin poder amaros. ¡ Oh, Jesús mío!

Alejad de mí esta pena, a todo lo demás me someto... Dadme

la fuerza de vencer las tentaciones, de vencerme a mí mismo.

Quiero ser todo vuestro: os doy mi cuerpo, mi alma, mi

voluntad, mi libertad, que ya no quiero vivir para mí, sino para

Vos sólo. Afligidme como os plazca, privadme de todo, con tal

que me otorguéis vuestra gracia y vuestro amor.»

Pero, ¿no os será permitido al menos desear y hasta pedir

con instancia las consolaciones divinas, o el fin de las

desolaciones?


Lo podemos, a causa del fuerte apoyo que nos procuran

los favores divinos y a causa de la postración que las

continuas desolaciones pudieran dejarnos. El Espíritu Santo

en los Salmos, la Iglesia en su Liturgia ponen en nuestros

labios oraciones de este género, cuya legitimidad ningún autor

católico ha puesto en tela de juicio. Todos, empero, nos

encomiendan hacerlo tan sólo con intención pura, con corazón

desprendido y voluntad sumisa. Mas, si están de acuerdo

sobre el principio, no así en cuanto a la práctica. Álvarez Paz,

Luis de Granada y otros, aconsejan con interés hacer esta

petición. En cambio, San Francisco de Sales, aunque permite

a su Filotea «invocar a Dios para que haga cesar el cierzo infructuoso

que seca nuestra alma, y que nos devuelva el

viento benéfico de las consolaciones», nos invita por otra parte

a «una extrema indiferencia con respecto a las consolaciones

o desolaciones». San Alfonso se expresa en idénticos

términos: «¿Queremos decir con esto que os hará Dios sentir

de nuevo la dulzura de su presencia? Guardaos de pedirla, y

pedid más bien la fuerza necesaria para manteneros fiel.» En

esta divergencia de opiniones, cada cual es libre de seguir lo

que le plazca.


No estamos obligados a pedir las consolaciones o la

cesación de las desolaciones. Sentimos vernos precisados a

contradecir a algunos que al pronunciarse en esta cuestión por

la afirmativa, condenan a San Francisco de Sales y a San

Alfonso, estos dos grandes Doctores de la piedad que no han

conocido este precepto, y que han enseñado y practicado todo

lo contrario; condenan asimismo a esa multitud de santos que

han basado su conducta en una absoluta indiferencia en esta

materia. ¿Cuál sería, pues, el origen de esta obligación? Las

consolaciones, ya lo hemos dicho, no son ni la esencia de la

devoción, ni el único medio de llegar a ella, ni siquiera un

medio necesario. Las desolaciones no constituyen la

indevoción, y lejos de ser un obstáculo insuperable,

constituyen un remedio del que tenemos sobrada necesidad.

Parecen olvidar estos autores que, si es preciso alimentar el

amor divino, también es necesario que el amor propio sea

mortificado.


Se objeta que las desolaciones son una dolencia cuya

curación no se conseguirá sino a fuerza de pedirla. En nuestra

opinión, el verdadero mal, el fondo mismo de todos los males

es el orgullo y la sensualidad, y las desolaciones constituyen

su misericordioso castigo, el remedio providencial. Aquí, como

en tantas ocasiones, Dios cura un mal de culpa con un mal de

pena. ¿Por qué habríamos de estar obligados a estrecharle, a

importunarle para que cambie de tratamiento? Más valdría

orar por que El torne más sumisa nuestra voluntad y el

remedio produzca su efecto.


Se objeta también que se falta a la confianza no haciendo

esta petición; y es todo lo contrario. Con seguridad que, si se

piensa tener necesidad de consolaciones y se las solicita con la

simplicidad de un niño, esta confianza honra a Dios, con tal

de que vaya unida a la sumisión. Pero es mucho más

necesario para ponerse enteramente en manos de Dios,

conservarse en una expectación tranquila y resignarse de

antemano a todo lo que le plazca. Es al mismo tiempo una

prudencia superior, una generosidad más perfecta, todo lo

cual necesariamente ha de conmover profundamente el

corazón de nuestro Padre Celestial.



"NO ME DIGAS QUE NO QUIERES COMBATIR" (DONOSO CORTES)

 


“Y no me digas que no quieres combatir; porque en el instante mismo en que me lo dices, estás combatiendo; ni que ignoras a qué lado inclinarte, porque en el momento mismo en que eso dices, ya te inclinaste a un lado; ni me afirmes que quieres ser neutral, porque cuando piensas serlo, ya no lo eres; ni me asegures que permanecerás indiferente, porque me burlaré de ti, como quiera que al pronunciar esa palabra ya tomaste tu partido. No te canses en buscar asilo seguro contra los azotes de la guerra, porque te cansas vanamente; esa guerra se dilata tanto como el espacio, y se prolonga tanto como el tiempo. Sólo en la eternidad, patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque sólo allí no hay combate; no presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la Eternidad si no muestras antes las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente, y para los que van como el Señor, crucificados.”

lunes, 17 de julio de 2023

RESISTENCIA CATÓLICA: SAN JUAN FISHER

 


Al cardenal John Fisher, arzobispo de Rochester, Enrique VIII lo mandó decapitar en el siglo XVI por odio a la fe católica y al primado del Romano Pontífice. Fue compañero de martirio de Santo Tomás Moro y estaba completamente aislado.

En la Iglesia de Inglaterra hubo una defección general y uno de los aspectos más pavorosos de la protestantización de Inglaterra fue precisamente la apatía y la facilidad con que la masa de los católicos ingleses se pasó al protestantismo. Es decir, por un simple interés de carácter político, por una simple conveniencia personal y profesional, cambiaron infamemente de religión. Y esto normalmente, sin dramas de conciencia ni nada, lo que prueba que toda la estructura religiosa de Inglaterra estaba podrida. La iglesia inglesa se colocó cómodamente en manos del poder temporal. Con esto, hizo una especie de pacto con la indiferencia del mundo, con las ventajas del mundo, un pacto para aceptar la temporalización y laicización. Tomó una actitud pre revolucionaria, o sea que estaba completamente infestada del espíritu revolucionario cuando vino Enrique VIII e hizo el cisma contra el Papa. Y entonces la Iglesia en Inglaterra, ya preparada por una larga putrefacción anterior, se derrumbó.

La crisis actual de la sociedad y la apostasía general en la Iglesia provocada por el modernismo se asemeja a la apostasía de Inglaterra. ¡Cómo estas cosas vienen de lejos, y cómo son las sucesivas traiciones las que preparan después las grandes catástrofes! Antes de aparecer la herejía modernista hubo todo un enmohecimiento del elemento católico, derivado de una actitud de inercia frente a las posiciones de la Revolución Francesa. Adhesión sin restricciones a las formas democráticas más impregnadas del espíritu de Rousseau, adhesión a la separación entre la Iglesia y el Estado, adhesión perezosa y miope a toda la atmósfera moderna que fue invadiendo la sociedad. Con esto, un estado de atonía, de indiferencia doctrinal, de simpatía hacia toda especie de errores, un estado de cosas que después fue conduciendo naturalmente para una combustibilidad cuando apareció la primera llama del progresismo. Entonces, vemos hoy la masa de católicos sumergirse también en un cambio de religión, en virtud de concesiones que se habían preparado hace mucho tiempo. Es la historia que se repite, son los grandes procesos de atonía y tibieza, de decadencia, de indiferentismo, que preparan después a toda la masa católica para la apostasía actual.

Pero a pesar de la frialdad e indiferencia de la humanidad, la Iglesia como institucion Divina permanece santa.  Es en la Iglesia donde encontramos los mártires y los hombres de admirable carácter, que prefieren sufrir cualquier cosa a ceder ante el enemigo de Dios y de Su reino, como San Juan Fisher, exponiendo la propia vida para mantenerse fiel a la Iglesia y a sus dogmas.

Fuente



domingo, 9 de julio de 2023

"PROFECÍA" DEL APOSTATA ROCA

 

Card. Rampolla Mason

El plan masónico de la infiltración de la Iglesia para destruirla es real, los decretos del concilio Vaticano II son la consumación teórica y práctica de la revolución anticristiana en el plano religioso, planeada por los enemigos de Dios y de su Santa Religión. 

El modernismo, cloaca de todas las herejías, encuentra su falsa legitimidad en este concilio. Es falso creer que los prelados de la iglesia oficial tienen buena voluntad y que son la Iglesia Católica, eso sería negar la realidad misma de la que algunos se precian entender. La iglesia oficial y sus prelados no recogen con Cristo, solo desparraman; están contra Cristo y contra los dogmas de la religión Católica única verdadera. Quien no defiende a la verdadera Iglesia de Nuestro Señor esta en contra de ella.

El acuerdismo de la FSSPX, la traición de la Fraternidad San Pedro y de otras comunidades Ecclesia Dei son el ejemplo de aquellos que mediante concesiones al enemigo le facilitan la victoria, la cual para los modernistas, naturalistas, relativistas, humanistas, masones, comunistas; es el aniquilamiento de todo lo relacionado con la religión Católica. 

No nos hagamos ilusiones defendiendo a medias la Fé y a la Iglesia. Este el momento de decir junto con Santo Tomás vayamos también nosotros con El y muramos con El.

Tomas Moro

PROFECÍA DEL APOSTATA ROCA O ¿PLANES PRECONCEBIDOS?

El canónigo Roca (1830-1893), iluminista y excomulgado, habló en sus escritos de una reforma de la Iglesia por medio de un concilio en unos términos que describen con gran exactitud lo sucedido desde los años sesenta. Roca habla de una «iglesia iluminista y renovada», y predice: «la nueva iglesia, que no deberá conservar nada de la doctrina escolástica ni de la forma original y tradicional de la iglesia precedente, será objeto no obstante de consagración y jurisdicción canónica por parte de Roma». Sorprende la precisión con que predice la reforma liturgica posconciliar: «El culto divino, según las reglas específicas de la liturgia, los ritos y normas de la Iglesia Romana, no tardarán en ser transformados gracias a un concilio ecuménico que restablecerá la venerable sencillez de la edad dorada de los apóstoles, de conformidad con la civilización moderna y los dictados de la conciencia. [Mediante este concilio] se llegará a un acuerdo perfecto entre los ideales de la civilización moderna y el ideal de Cristo y su Evangelio. Será la consagración del Nuevo Orden Social, y el bautismo solemne de la civilización moderna.» Con respecto al Papado, escribe: «Se trata de realizar un sacrificio que representa un acto solemne de expiación. [...] El Papado caerá; será asesinado con el cuchillo consagrado que habrán forjado los propios padres del último concilio. El Papa-césar es una hostia (víctima) destinada al sacrificio.» Con términos igual de entusiásticos, Roca predice nada menos que «una nueva religión, un nuevo dogma, un nuevo ritual, un nuevo sacerdocio». Define cómo serán los nuevos sacerdotes «progresistas» y habla de la supresión de la sotana y del celibato sacerdotal.








miércoles, 5 de julio de 2023

SOLEDAD Y SUFRIMIENTO DE MARIA SANTISIMA

 


(Ntra. Sra. tiene a su Santísimo Hijo muerto en sus brazos…)

Es Viernes Santo. Son más de las 3 de la tarde.

El terremoto ya pasó. El velo del templo está rasgado.

La oscuridad de la tierra pasó. Sobre el calvario se ve una gran Cruz, está vacía.

Pero allí, allí en el lugar del calvario,

Se puede divisar a una mamá, está llorando,

Tiene a su Hijo muerto en sus brazos.

 

Sí, Ella llora y está sola, con su Hijo muerto en sus brazos.

Lo bajaron de la Cruz, y ahora ya descansa entre sus brazos.

¡Sí, su Hijo está muerto, está completamente destrozado!

¡ Su Hijo era inocente, hombres malvados se lo han arrebatado!

¡Y ahora miren, cómo se lo han entregado!

 

En la cabeza tiene una corona de espinas,

Manos y pies, completamente agujereados,

El costado lo tiene abierto,

El rostro, completamente desfigurado,

El cuerpo, ni decirlo, Dios mismo lo dijo:

“más que un hombre, parece gusano “

 

¡Sí, queridos fieles, sobre el Calvario se ve una Cruz,

Y una mamá que llora con el Hijo muerto en sus brazos!

 

* Comentario:

Queridos fieles, ¡Cuánto es el dolor de María!

¿Quién se podría imaginarlo?

La misma Iglesia le aplica estas palabras a nuestra dolorosa Madre Santísima:

 

“ ¿ a quién te compararé y asemejaré, Hija de Jesuralén?

¿ A quién te compararé para consolarte, Virgen Hija de Sion?

¡ Grande es, así como el mar, tu quebranto!” (Jer.2,13)

 

¡ Sí, grande es, así como el mar, tu quebranto!

La mamá llora, con su Hijo muerto en sus brazos.

 

Pero queridos fieles,

¿ Quién es el culpable de su dolor y quebranto?

¿ Quiénes son los hombres malos que se lo han arrebatado?

¡ Queridos fieles, somos todos nosotros, por nuestros enormes pecados!

 

Si nosotros no hubiésemos pecado,

¡ Su Jesús no hubiese sido crucificado!

¡ Y ahora no estaría su Hijo muerto en sus brazos!

 

Queridos fieles, ¡tengamos valor, tengamos valor!

¡Vayamos con esa mamá que llora,

Con su Hijo muerto en sus brazos!,

¡ Sí, vayamos tímidamente y digámosle! :

 

“ Madre mía, yo no quisiera,

Ni mirarte ni mirarlo,

En Belén, tú me lo entregaste Niño,

Todo hermoso, todo sano,

Y ahora te lo devuelvo,

Todo muerto y destrozado”

 

“ Madre mía, yo soy el culpable,

Te lo confieso llorando,

¡ Mis pecados, mamá,

mira cómo te lo han dejado!

 

Es cierto, yo nunca podré pagarte

Lo que hicieron mis pecados,

Por eso me entrego a ti,

Como tu perpetuo esclavo,

¡ haz conmigo lo que quieras, Madre mía,

Eso es lo que estoy deseando!

 

Si quieres ahora soy yo tu hijo,

Como tu Jesús amado,

Y te amaré por siempre,

Y siempre estaré a tu lado.

 

Ya sé que nunca nadie será,

Como tu Jesús amado,

Déjame al menos amarte

Y consumirme a tu lado.

 

*Comentario:

¡ Sí, queridos fieles, vayamos y digámosle esto de todo corazón a nuestra mamá del cielo,

Que tiene al Hijo muerto en sus brazos!

Digámosle esto de todo corazón y no duden escuchar de sus labios estas poquitas palabras:

 

“ Hijo, no sigas llorando,

Así como Jesús,

Yo también te he perdonado,

Ahora tú eres mi hijo,

No te alejes de mi lado”

 

¡Sí, queridos fieles, no nos alejemos más de María,

No la dejemos sola, a partir de este momento y hasta la muerte,

estemos siempre con Ella, seamos siempre buenos hijos, más devotos,

amemos rezar con Ella su amadísimo Rosario.

 

 

 

Así es , queridos fieles, Es Viernes santo, ya ha caído la tarde,

Sobre el calvario se ve una gran Cruz,

Y una mamá, con su Hijo muerto en sus brazos.

Ella llora, sí, pero ya no esta sola,

Estamos nosotros, allí con Ella a su lado.

 

Queridos fieles, preguntémosle lo que ha sentido,

Su corazón desgarrado,

Al ver a su Hijo morir

En esa Cruz crucificado

¡ Sí, preguntémosle lo que sintió cuando oyó

De Jesús sus últimas siete palabras:

 

Mamá, yo sé que sufres,

Por este tu Hijo amado

Que está muerto entre tus brazos,

Y quisiera no preguntarte,

Y sólo llorar a tu lado,

Pero dime lo que Él ha dicho

Al estar crucificado,

Así con estas palabras aprenderé

A amar más al Amado.

 

 

Hijo, aunque prefiero también

Estar callada y llorando,

Te digo sólo un poquito

De lo que oí de sus labios,

Sí, de lo que le oí decir,

Cuando estaba allá en lo alto :

 

 

1ª.Palabra:

 

Era más de mediodía, mi Jesús estaba

Clavado y agonizando:

Su rostro, con la terrible corona.

La sangre llenaba sus ojos,

Su boca estaba entreabierta

Y su cuerpo todo desgarrado;

 

Los hombros, codos y puños estaban tendidos

Hasta ser dislocados,

La sangre corría por sus brazos,

Su pecho estaba bien hinchado;

 

Sus muslos y su piel,

Sufrían tensión tan violenta

Que fácilmente podían

Contarse todos sus huesos.

 

 

Ya se habían repartido

Los vestidos de mi Hijo,

Y comenzaron los verdugos otra vez

A lanzarle imprecaciones:

 

Vinieron también fariseos y escribas,

Saduceos y algunos ancianos,

Y a mi Hijo con gran rabia

Lo insultaron echando fuego:

 

“ ¡ embustero, le decían,

Destruye el templo y levántalo en tres días!

¡Ha salvado a otros

Y a sí mismo no puede salvarse !”

 

Y con gran rabia continuaban:

“ ¡ si eres Hijo de Dios, baja de la Cruz,

Y reían, y escupían y se burlaban!”

 

Y entonces, hijo mío,

Mi Jesús, todo dolorido y ultrajado,

Abriendo su boca dijo

Su dulce primera palabra:

 

“! Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”

 

Hijo mío, yo cuando lo escuché,

¡ ya no pude contenerme,

Y corrí hacia la Cruz,

Corrí hacia donde estaba mi Niño,

El centurión que cuidaba,

Me dejó el paso abierto!

 

Cuando llegué junto a Él,

Mi corazón exclamaba :

¡ Oh, mi Jesús bueno y dulce,

Eres pura misericordia ¡

 

Y tú hijo debes también aprender

A perdonar a tu prójimo,

No importa lo que te hayan hecho,

Ya sea mucho ya sea poco,

Si a Jesús me lo clavaron

En una Cruz entre risas y blasfemias,

Y aún así perdonó

Con un corazón muy tierno,

 Tú también deberás perdonar,

Así te hagan otro tanto.

Y nunca has de olvidar

Que algún día, fuiste también culpable,

Y fuiste también perdonado.

 

*Comentario:

 

¡Sí, queridos fieles, aprendamos de esta primera palabra de Jesús a perdonar las ofensas!,

Recuerden siempre las palabras de Jesús :

 

* “ Si amáis sólo a vuestros amigos ¿qué recompensa tendréis?, ¿no hacen esto también los paganos?

 * “Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen y calumnian,

Devolved bien por mal”

* “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”

* “Perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”

* “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”

 

 

Pero volvamos a preguntarle

 a nuestra querida Madre Santísima,

qué más ha dicho nuestro Jesús amado:

 

“ ¡ Madre mía Santísima, dime ,

¿ qué más ha dicho nuestro Jesús amado?

 

2ª.Palabra:

 

Hijo mío:

El cielo se obscureció,

Las estrellas aparecieron,

Y despedían luz tan ensangrentada

Que asustaban a todos

 

Muchas personas se daban

Grandes golpes de pecho

Y Jesús , en medio de sus dolores,

Volvió los ojos hacia ellos

 

Las tinieblas aumentaron,

Muchos salieron corriendo,

Y entonces Dimas, levantando la cabeza,

A mi Jesús, con esperanza le dijo:

 

“ ¡Señor, acuérdate de mí cuando entres en tu reino!”

 

¿ Y qué crees que respondió mi Jesús,

A quién sólo pedía un recuerdo?

Mi Hijo le dijo:

“ ¡En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso!”

 

 

 

 

 

 

 

 

Hijo, por más que seas pecador,

Y aunque ya te estés muriendo,

No dejes de confiar en Jesús,

No dejes de confiar y reza,

Reza y pide mucho, mucho,

Pues aunque no lo creas,

Todo lo que pides es nada,

Es nada para mi Jesús generoso

Que te quiere dar el cielo en un instante,

¡ Sí,  en un instante y esto es poco!

 

* Comentario:

Sí, queridos fieles, no dejemos nunca de rezar,

Quien reza se salva, quien no reza se condena.

La oración todo lo puede,

La oración todo lo alcanza,

No desesperen, tengan fe,

Recuerden las promesas de Jesús:

 

·         “En verdad, en verdad os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi Nombre, os lo concederá.”

·         “ Y no hay necesidad que Yo interceda por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque creísteis que salí de Él y me han recibido”

·         “ Hasta ahora nada habéis pedido en mi Nombre, pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea completo”

 

Madre mía Santísima, ayúdame a perdonar al prójimo que me ofendió,

Ayúdame a no dejar de rezar

Y a pedir mucho, mucho,

Pero ¿ qué más ha dicho Jesús,

Qué más ha dicho el Amado?

 

 

3ª.Palabra:

 

Hijo, lo que sigue tiene que ver,

Contigo y conmigo:

Estaba yo al pié de la Cruz

Contemplando a mi Hijo,

Y yo interiormente le decía:

¡ Hijo, déjame morir contigo!

 

Él entonces me miró

Con una ternura inefable,

Y mirando hacia San Juan me dijo:

“ ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”

Y después dijo a San Juan:

“ ¡hijo, ahí tienes a tu Madre!”

 

 

 

 

 

Con esto hemos de comprender

Que ahora, soy mamá de todos.

Por eso hijo mío, no te separes de mí,

Mira que ya eres mi hijo,

No dejes sola a tu mami,

Pues quiero cuidarte siempre,

Y cuidar que nunca nada te falte.

 

¡Sí, Madre mía Santísima, cuídame mucho

Temo no perseverar

El diablo me está acechando

Y me quiere devorar

No sea que cuando venga Jesús

Ya no me encuentre a tu lado

Y no sepas que decirle

A su corazón destrozado

Que pregunta por el hijo

Por quien murió crucificado.

 

Hijo, no te preocupes,

Sólo échate en mis brazos

Yo no perderé a ninguno

De los que Jesús me ha dado,

Si alguien alguna vez

Te separa de mi lado,

Al instante iré en tu busca

Con mayor furor y celo

Que el de la osa en el campo

A quien le han robado el cachorro

 

Dame sólo unos instantes

Y ya te habré recuperado,

Y el enemigo quedará

Totalmente destrozado

Le aplastaré la cabeza

Y será un eterno derrotado

 

Así cuando venga Jesús

Tú estarás entre mis brazos

Y entonces podré decirle

Lo que tanto he deseado:

“Jesús, aquí tienes a tu hijo,

El que me habías encargado,

Hijo, aquí tienes a tu Dios enamorado.

 

 

*Comentario

 

Queridos fieles, sobran palabras para comentar éstas líneas,

Amen mucho, mucho a la Santísima Virgen,

Nunca se separen de Ella,

Amen rezar con Ella su santo Rosario,

Y si nunca se han consagrado a Ella: Aún no es tarde,

Y si ya lo han hecho: Renueven su entrega con mayor amor,

 

Pues Ella más que nunca se preocupa por presentar ante Jesús a sus hijos,

Vivos, limpios y con sus almas hermosas,

Sí, para entregarle a Jesús sano y salvo el hijo que antes de morir,

Jesús le había encargado.

 

Queridos fieles, recuerden, ya es Viernes Santo,

Sobre el Calvario se ve una gran Cruz

Y a una mamá que está llorando,

Sí, es María, que tiene a su Jesús

Muerto en sus brazos.

 

Pero mamá, sígueme platicando,

¿qué más te ha dicho el Amado?

 

 4ª.Palabra:

 

Pues mira, hijo mío,

Allí en la Cruz,

Se sintió muy desamparado

Y desde arriba exclamó:

“ Dios mío, Dios mío,

Por qué me has abandonado?”

 

¿qué podía hacer yo,

Yo que lo estaba escuchando?

Mi corazón de mamá se sintió

Totalmente desgarrado,

Quise gritarle: ¡Jesús, hijo mío,

Aquí está tu mamá, a tu lado!

¡desde Belén te cuidé

Y ahora no te he dejado,

Aquí al pié de la Cruz estaré

Hasta que todo haya terminado!

 

Hijo mío, si Jesús murió,

De su Padre abandonado,

Fue para con eso expiar

Todos tus grandes pecados

Que por ellos merecías

En el infierno,

El eterno desamparo.

 

¿Mamá, qué debo yo hacer,

Para compensar tanto daño?

¡Mira cuánto sufrió Jesús

Y mírate a ti,

Con tu Hijo muerto en tus brazos,

Y todo por mi culpa, mami,

Ya me deshago de llanto

¡Ayúdame a amarlo,

Y a amarte a ti sin descanso.

 

Mira, Madre Santísima, ya viene

El José de Arimatea,

Y viene con una sábana en mano

Ya se lo quieren llevar

Al sepulcro bien cerrado

¡ que esperen un poco, mami,

Tú sígueme platicando,

Faltan sólo tres palabras,

Anda , dime

¿qué más te ha dicho el Amado?

 

5ª.Palabra:

 

¡ Ay, hijo mío, la que sigue

Me desgarró toda el alma,

Yo que siempre le cuidé

Y le di sus alimentos,

Cuando dijo : “ Tengo sed”

¡ me quedé sin aliento!

 

No sabes lo que siente una mamá,

Al ver a su Hijo sediento

Y sin poder ayudarlo

Y verlo morir sediento,

Hijo su sed, no la podía yo apagar,

Estaba de almas sediento,

Pues en su corazón decía:

“ ¡No, almas, almas,

Eso es lo que quiero!”

 

Hijo, si quieres ayudar

A nuestro Jesús sediento,

Ten siempre un gran celo

Por la salvación de las almas:

Reza por los pecadores,

Da siempre un buen ejemplo,

Que haciendo esto, hijo mío,

Aunque tú no le veas,

Estás dando agua muy fresca

A nuestro Jesús sediento.


 

6ª.Palabra:

 

Poco después pronunció:

“ ¡Todo se ha consumado!”

Mi corazón se acercó

Al dolor más extremado,

¡ Mi Hijo a punto de morir,

Y yo lo estaba observando!

 

¡Déjame morir contigo, Hijo!

¡déjame morir a tu lado!

Pero no se haga mi voluntad

Sino siempre la tuya.

 

Hijo, tú que me escuchas,

Sé siempre muy obediente,

Jesús en todo cumplió

La voluntad de su Padre,

Haz siempre también lo mismo

Para que siempre le agrades.

 

Hijo, no hay cosa mayor

Para agradar al Amado,

Que cumplir su voluntad

Hasta que mueras amando

Y para que al fin de tu vida

Pronuncies como Él,

el “todo se ha consumado”.

 

Madre mía Santísima, allí sigue José,

El de Arimatea esperando,

Y mira, ya Nicodemo llegó

Con una mezcla de bálsamos,

Ya se lo quieren llevar

Al sepulcro bien cerrado.

¡Pero falta una sola palabra, mamá,

Y ya habremos terminado!

 

¡Anda, dime!,

¿qué fue lo último que dijo

Nuestro Jesús amado?

 

7ª.Palabra:

 

Mi Hijo desde la Cruz

Se fue poco a poco desangrando,

Ya no podía respirar,

Se le fue acabando el aire,

y yo, al pié de la Cruz,

¡lo mismo sufría por dentro!

 

De pronto se incorporó,

Agarró fuerza y frescura,

Y levantando sus ojos al cielo exclamó:

“!Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu!”

 

Y yo, con mi corazón,

Dije esto al mismo tiempo:

 

“Padre, en tus manos

Te entrego a mi Hijo,

Tú me lo entregaste,

Es tuyo,

Ahora te lo devuelvo,

La obra que le encargaste

Ya le ha dado cumplimiento,

 

Ahora regresa contigo,

Y contigo estará tiempo eterno,

Y no importa si ya estoy sola,

¡Señor, aquí tienes tu esclava!

 

Es Viernes Santo, ya ha caído la tarde,

Sobre el Calvario se ve una gran Cruz,

Y una mamá, con su Hijo muerto en sus brazos.

 

¡ Cuánto sufres, Madre mía,

Por la muerte de tu Amado,

Consumió toda su vida

Y ahora ya descansa entre tus brazos!

 

¡Mira, mami, sus heridas,

Y esa llaga del costado,

Cuanto amor siempre me tuvo

Y yo, que tanto lo he olvidado!

 

¡Ayúdame, Madre mía Santísima, a corresponder

A mi Dios enamorado,

Enséñame a realizar

Lo que siempre le ha gustado:

El sacrificio completo

Por amor a los hermanos.

 

Y ahora son muchos tus hijos,

Los que Jesús te ha dado,

Para que Tú se los cuides

Hasta que venga a buscarlos

 

Si quieres, mami, te ayudo

A cuidar a mis hermanos,

Hasta que entregue mi vida

Por ayudarte a salvarlos

Para que al fin mi cuerpo descanse

Como el de Jesús, en tus brazos.


FINAL

 

¡Mira, mami, ya se llevan a Jesús,

Al sepulcro bien cerrado!

¡Mira cómo le ponen

El bálsamo en su costado!

Lo envuelven con una sábana

Ya todo se ha terminado.

 

La piedra es grande,

Y la mueven sólo entre varios,

¡Mira, mami, ya ha quedado,

El sepulcro bien cerrado!

 

¡No llores, Mami,

No estás sola,

Aquí contigo,

Contigo estoy a tu lado

Esperemos un poquito, mami,

¡Y Jesús habrá resucitado!

 

¡Vámonos a casa, mami,

Necesitas descansar!

¡Mira cuánto has llorado, mami!

¡Sí, necesitas descansar!

 

AVE MARIA PURISIMA

SIN PECADO CONCEBIDA

MARIA SANTISIMA


R.P. BERNARDO ARIZAGA (2007)