lunes, 13 de marzo de 2023

LA IGLESIA OCUPADA (CAPITULO 4) LAMENNAIS O LA REVOLUCION POR MEDIO DE LA IGLESIA

 


Tanto por su carácter como por su espíritu, sólo podía detenerse cuando ya no quedaba nada por destruir. Lacordaire 

Tenemos continuamente ante los ojos, su rostro de condenado. León XII 

Chateaubriand a Lamennais: —Desearía veros Papa.


Escondida en medio del bosque, cerca de Combourg, La Chesnaie es una casa blanca de tejado puntiagudo, rodeada de árboles y agobiada bajo un cielo generalmente cargado de nubes. En esta morada se desarrolló a principios del pasado siglo un gran drama religioso, cuyas repercusiones han alcanzado nuestros tiempos. Fue en 1805, a la edad de veintitrés años, cuando Félicité de La Mennais se encerró en La Chesnaie con su hermano sacerdote Jean Marie de La Mennais. Su única distracción era la amplia biblioteca, formada por volúmenes que provenían de los monasterios devastados por la revolución y los paseos por el bosque y la landa. Los La Mennais, que pertenecían a la alta burguesía, habían alcanzado la nobleza en 1798, justo en vísperas de la Revolución. Era ya un poco tarde. Félicité, a quien llaman “Féli”, tuvo la desgracia de perder a su madre siendo joven. Aprendió el latín, el griego, se apasionó por Jean Jacques Rousseau y se ocupó sin entusiasmo de los negocios de su padre que era naviero. Lo que no cabe duda es que se aburrió mucho y lo confesará con un sarcasmo: “el aburrimiento nació en familia durante una velada de invierno”. En La Chesnaie desde 1805, la influencia de su hermano clérigo va a ser decisiva y le llevará al sacerdocio que nunca ha deseado, pero que aceptará porque parece que no hay otra salida a esta “soledad de tres: dos hermanos y la teología”. Félicité se convirtió a los veintidós años e hizo su primera comunión en 1804. En 1809 recibirá las órdenes menores y solamente siete años más tarde, a los treinta y cuatro años, será ordenado sacerdote. Durante todo este tiempo, arrastra los días sin alegría en La Chesnaie, entre los libros y el bosque:

“No puedo decir que me aburra, no puedo decir que me divierta, no puedo decir que esté ocioso, no puedo decir que trabaje... Mi vida transcurre en una especie de ambiente impreciso en medio de todas estas cosas, con una inclinación muy fuerte a una indolencia del espíritu y del cuerpo, triste, amarga, más fatigosa que cualquier trabajo y sin embargo insuperable”

Una vez, abandonó La Chesnaie, la landa y d bosque para ir a París, pero precisamente para encerrarse en el seminario de la rué du Bac. Allí no permanecerá siquiera un año:

“No tengo ánimo para nada —escribirá— el siglo es demasiado necio y además una nueva voltereta me parece tan inevitable que creo más prudente hacer mi equipaje que escribir libros”.

De los trabajos hechos en La Chesnaie, sin alegría, han salido los tres volúmenes de la Tradition de l’Eglise Sur l’institution des eveques (Tradición de la Iglesia SOBRE LA INSTITUCIÓN DE LOS OBISPOS) y las REFLEXIONS SUR LA SITUATION DE L’EGLISE EN FRANCE PENDANT LE XIIIe SIÈCLE ET SUR SA SITUATION ACTUELLE (REFLEXIONES SOBRE LA SITUACIÓN DE LA IGLESIA EN FRANCIA DURANTE EL SIGLO XIII Y SU SITUACIÓN ACTUAL). Estos libros no se venden bien y Lamennais anota melancólicamente: “no hay más que una opinión sobre la Tradición, todo el mundo la alaba pero nadie la compra”. Aparte de sus serios estudios, madurados en la soledad de La Chesnaie, Lamennais se había comprometido con un memorial contra la Universidad imperial. Al regreso de Napoleón de la isla de Elba tuvo miedo y marchó a Inglaterra. Allí, para subsistir, dio clases en un pensionado y conoció a un viejo sacerdote emigrado, el Padre Carrón, con el cual volvió a Francia al día siguiente de Waterloo. Se instaló en las Feuillantines, residencia del querido padre que había conseguido una enorme influencia sobre él, y después en el seminario de Saint-Sulpice. El 23 de marzo de 1816, Félicité de La Mennais era ordenado sacerdote. Obedeció al padre Carrón, pero pone interés en subrayar que su entrada en las órdenes no ha sido más que un acto de obediencia:

“decidiéndome, o más bien dejándome decidir por el partido que se me ha aconsejado tome, ciertamente no sigo ni mi voluntad, ni mi inclinación... creo, por el contrario, que nada en el mundo sería más opuesto a ello”.

Tres meses después de su ordenación confía a su hermano el sacerdote Jean Marie: 

"Desde ahora no soy y no puedo ser sino extraordinariamente desgraciado... No aspiro más que al olvido en todos los sentidos y ¡quiera Dios que pueda olvidarme de mí mismo !... Todo lo que me queda por hacer es· arreglarme lo mejor que pueda y, si es posible, adormecerme al pie del poste donde han remachado mi cadena”.

Sacerdote a pesar suyo, La Mennais en esta época de su vida es “un clericucho enclenque, desdichado, desmedrado, ceñudo”. Tiene una larga nariz, la frente surcada de arrugas, los ojos son hermosos pero atormentados. Lleva la cabeza inclinada, habla “frotando suavemente sus manos juntas una contra otra”. Es de pequeña, estatura, parece que es “el sacristán de la parroquia”. Tal es el autor de L’Essai sur VIndifférence en matière de religion (Ensayo sobre la indiferencia en materia religiosa), la “pesada cimentación teológica” que será el acontecimiento literario de la Restauración. M. Mourre dirá bromeando: “se izó al autor entre Pascal y Bossuet”, M. de Chateaubriand prometió la inmortalidad; Ampère recomendó a sus amigos que leyeran este libro, “ese libro que reanimaría a un muerto”

 según la opinión de M. de Frayssinous; Lamartine juzgó- que estaba “pensado como Maistre, escrito como Rousseau” y Maistre mismo saludaba a este “trueno bajo un cielo de plomo”. En fin, Hugo tuvo una frase insólita, pero la más justa de todas: “un libro con un porvenir temible”. Hoy sabemos que L’Essai no había sido escrito con alegría :

"Apenas avanzo en mi obra, me aburre —escribía La- Mennais en 1816—. Escribir es para mí un suplicio. Detesto París, detesto todo. Esta vida es para mí un infierno. He desperdiciado la ocasión de vivir según mr carácter y mi gusto. Esto no tiene remedio”.

El mismo año en que aparece Le Essai escribe lúgubremente : 

“¿Para qué sirven los libros? No conozco más que un libro alegre, consolador y que siempre se ve con placer, es un registro de defunciones. Todo lo demás es vano, no va a lo esencial”.

¿Cuál era el tema de este libro “con un porvenir temible” escrito con tedio, por ese “enclenque clericucho” bretón que parecía un sacristán? La Mennais descubriría en las tradiciones de los pueblos antiguos la idea de lo que debía un día constituir el cristianismo. Este aparecía como un vestigio persistente de la Revelación primitiva. “Los cristianos —escribía La Mennais— creen todo lo que creía el género humano antes de Jesucristo, y el género humano creía todo lo que creen los cristianos; puesto que las verdades de la religión se encadenan una a otra y se suponen mutuamente, estaban todas encerradas en la primera revelación, como las verdades que Dios reserva a los elegidos están encerradas en aquéllas que aquí abajo son objeto de su fe”. Con tal perspectiva, el cristianismo corre el riesgo de no presentarse más que como un momento de la Revelación en marcha a través de los tiempos. El sincretismo es el resultado fatal de esta visión: una religión única, universal, futura, reconciliando todas las culturas y en la historia de la cual la venida de Cristo es sólo un episodio. Para La Mennais, las otras religiones son un esbozo del CRISTIANISMO ESENCIAL. Si el primer tomo del Essai (Ensayo) había logrado un éxito fulgurante, tomándose tiempo para reflexionar, la brillantez del estilo no bastó para ocultar, sobre todo en los tomos siguientes, las aventuradas perspectivas del joven teólogo. Se hizo notar la hostilidad del clero y La Mennais mismo lo constata: “el clero está muy indignado contra mi libro”. 

La venta descendió y, en 1822, confiesa: “hace diez meses que no he visto un céntimo de mis libros, esto me fastidia bastante”. Va a ser necesario dejar París y volver a La Ches- naie bajo los grandes árboles. Sacerdote sin vocación, teólogo sin prestigio, no por eso La Mennais da menos que hablar. Es de esos personajes que se hacen notar, no por las luces que aportan, sino por la inquietud que siembran. Irritado, irritante, ha echado la culpa a todo el mundo. Por lo demás, tiene un mirada perspicaz para las faltas de los otros: esa monarquía que duda “entre Vol- taire y San Luis”, no puede ni terminar con la revolución, ni continuarla por su cuenta y, al comprobar la debilidad del Trono surge en La Mennais la idea de apoyar a la Sociedad sobre el único Altar. Mientras tanto, colabora en el ultra Conservateur y no está poco orgulloso de ello: “Cuando supieron que estaba en el Conservateur —dice— hablando de los ultras y que consentía en darles mis artículos, se mostraron encantados. Chateaubriand vino a verme, estuvo muy amable y me dijo que habíamos nacido sobre la misma roca y que habíamos escuchado las mismas olas, etc. ... ”. Pero, ¿veían las mismas cosas? Barres refiere que “contemplando una tempestad desde las murallas de Saint- Malo, La Mennais decía: todo el mundo mira lo que yo miro, pero nadie ve lo que yo veo”. Del ilustre Vizconde, La Mennais escribirá desdeñosamente : “su gloria pasará rápidamente. Como ciertos arbustos no se alimentó más que por las hojas”. Sin embargo, Chateaubriand se proclamó su discípulo. En 1824, La Mennais realizó su primer viaje a Roma. Es una maravilla. Descubre ese cristianismo italiano que ‘‘bajo todas sus formas, en todos los instantes está en contacto con el pueblo, se adueña de su pensamiento por los sentidos y se convierte, sin que él mismo se dé cuenta, en la parte principal de su existencia”. La acogida que le reserva León XII colma su vanidad. Refiere que el Papa no tiene en su habitación más que dos imágenes: una de la Virgen y otra... de La Mennais; que se le va a hacer cardenal; que León XII le ha ofrecido un apartamento en su palacio; que el Papa le ha recibido. En resumen, “tiene conmigo mil atenciones”. Al final La Mennais no se había alojado en el Vaticano, sino con el teatino Ventura y, en sus conversaciones bajo los claustros de San Andrés della Valle, “los innovadores” se exaltan y edifican “su” Iglesia. El 30 de agosto de 1824, el cardenal Bernetti escribía al duque de Laval-Montmorency, una carta reveladora de los verdaderos sentimientos que se vivían en Roma hacia el demasiado satisfecho autor de L’Essai sur l’Indifférence (Ensayo sobre la Indiferencia): 

“Tenemos en Roma al Padre La Mennais y me parece que no hay ninguna relación entre él y su inmensa reputación”. 

Al cardenal le había impresionado el aspecto físico del Padre: “Tiene en su fisonomía y en su porte algo de raquítico o de turbado que hace daño”. Y proseguía así: “En una de mis últimas audiencias, el Santo Padre me preguntó si había visto al padre La Mennais y lo que pensaba de él. No queriendo aventurarme en ese terreno y habiendo oído decir que el Papa se mostraba bien dispuesto hacia él, di una respuesta dilatoria. Pronto, me quedé asombrado, cuando el Santo Padre con voz tranquila y casi triste me dijo: 

“Pues bien, Nos, le habíamos juzgado mejor que ninguno. Cuando Nos le recibimos y conversamos con él, nos sobrecogimos de espanto. Desde ese día, tenemos continuamente ante los ojos su rostro de condenado. “El Santo Padre me decía esto tan seriamente que no pude evitar una sonrisa. ‘Sí, añadió mirándome fijamente, sí, este sacerdote tiene un rostro de condenado. Tiene algo de heresiarca en su frente. Sus amigos de Francia y de Italia desearían para él un capelo cardenalicio. Este hombre está demasiado poseído por el orgullo para no hacer que la Santa Sede se arrepienta de una bondad que sería justicia si no se consideraran más que sus obras actuales; pero estudiadle a fondo; precisad los rasgos de su rostro, y decidme si no hay en ellos una huella visible de la maldición celeste"

El cardenal invitó a cenar a La Mennais y no descubrió “nada infernal en aquel hombrecillo enclenque cuya conversación hace tan poco honor a su genio”, y apenas le encontró otro reproche que su manía de comparar las costumbres romanas y las de su país. “Me atreví —prosigue el cardenal riéndose— a comunicar al Santo Padre mis reflexiones... ‘¡ Ah!, me respondió, vos también, como Soglia, no veis la mano de Dios’ ”. La Mennais volvió a París a fines de septiembre de 1824. Se instaló en casa de su hermano, en la calle de Bourbon, en la Gran Capellanía de Francia, pero el príncipe de Croy, Gran Capellán, vio con malos ojos que este sacerdote discutido, querellado con el episcopado, se alojase en un edificio oficial de la Iglesia de Francia y ordenó le hicieran cambiar de alojamiento. La Mennais tomó su pluma y escribió al príncipe: 

“Monseñor, dentro de una hora habré salido del alojamiento que Vos me invitáis a abandonar rápidamente. Hace tres semanas, el Soberano Pontífice me pedía con insistencia que aceptase un apartamento en el Vaticano. Os doy las gracias por haberme pemitido, en tan poco tiempo, apreciar las diferencias de hombres y de países”

La nota era espiritual, pero insolente. A su vuelta de Roma, tiene un gran sueño; escribe a su hermano: “El mundo espera un gran Papa; en muchos aspectos podría suplir a los grandes reyes”. “La Nación —añade— está entregada a los hombres de dinero, y a poco que se sueñe con algún provecho, vendida acaso a algún judío”. Las monarquías se hunden, parecen no creer ya en su fundamento, viven al día, disputando a la opinión un resto de autoridad que se desmorona, con el respeto que desaparece. Entonces, La Mennais ofrece la Monarquía Universal al Papa. El Papa se calla. Pues bien, piensa La Mennais, prescindiremos del Papa. Después de todo la Religión no se ha terminado. Reléase L’Essai (El Ensayo). La revelación es una larga evolución. La razón general pertenece al género humano “por encima de Roma, está la autoridad del género humano... el cristianismo no está terminado, le falta una política”. Y La Mennais profetiza: “Tarde o temprano saldrá del caos actual una gran religión, inmutablemente una (...) y realizará entre los hombres una más amplia unidad que el pasado no ha conocido jamás”. Esta es la brecha por la cual va a pasar el modernismo. Si la religión no está terminada, no hay límites a la evolución de la Iglesia. Roma se calla. La Mennais escribe el 18 de marzo de 1826: “Asombra el silencio de Roma y nadie puede saber en qué se convertiría este asombro si se prolongase”. Y he aquí, que una palabra estalla de la pluma de La Mennais: ¡la Libertad!

“Veinte millones de hombres en Italia, como en España y en Portugal se levantarán de repente al primer grito de ¡ Libertad ! que saldrá de aquí... el género humano quiere otro estado, ¡no hay otra explicación!”.

Ahora La Mennais ha roto completamente con sus amigos monárquicos. Quiere un república francamente declarada. A sus ojos, es la resistencia del Trono la que da un pretexto a la agitación. En el fondo no está lejos de decir a Carlos X: “Marchaos, pues si no habrá que poneros a la puerta y esto creará algún desorden”. Esto es ya la teoría de la transición pacífica o no pacífica al nuevo poder sacado del “sentido de la historia”. Por lo demás se expresa en los siguientes términos:

“No creáis que se puede parar el movimiento que arrastra a la sociedad, ni adueñarse de su dirección por alguno de los medios que suministra la política. Este movimiento está en los espíritus que preocupados por las nuevas ideas, en parte falsas, en parte verdaderas, avanzan hacia un futuro tan desconocido como inevitable”.

Como todos los liberales del siglo xix, La Mennais ve que la Verdad avanza apoyada sobre el brazo de la Libertad: “Una inmensa libertad —escribe en 1828— es necesaria para que las verdades que salvarán al mundo, si debe ser salvado, puedan desarrollarse como deben”. El año 1828 es importante en la vida de La Mennais:
 funda la “Congregación de San Pedro” de la que desea hacer una especie de Compañía de Jesús democrática. En La Chesnaie reúne algunas inteligencias brillantes: Lacor- daire, Guéranguer, Gerbert, Salinis, Gousset. Lo que hay de preocupante en este clan lamenesiano es que organiza dentro de la Iglesia algo así como otra Iglesia. Puesto que Roma no responde a la llamada de La Mennais, él responderá por Roma. Funda un diario: L’Avenir, instalado el 16 de octubre de 1830 en la calle Jacob, n9 20. No se ha señalado convenientemente cuanta importancia iba a dar al joven clero el desarrollo de la prensa. Por el solo hecho de imprimir algo, cualquier cura resulta ser una autoridad, frecuentemente más escuchada que la Jerarquía. La Mennais, Lacordaire y Montalambert son las figuras más destacadas de UAvenir', “dos sacerdotes sin ministerio y un aristócrata vagabundo”. De hecho, unos hombres de ardiente imaginación, salidos de su ambiente y que han cesado de pertenecer a un cuerpo para entregarse a una idea. “La primera virtud hoy día, enseña Lacordaire, no es lia fe ¡ sino el amor sincero de la libertad!”. “La libertad —sostiene UAvenir— tiene su principio indestructible en la ley primera y fundamental, en virtud de la cual la humanidad tiende a desprenderse progresivamente de los vínculos de la infancia a medida que la inteligencia es liberada por el cristianismo creciente, y desarrollándose, los pueblos alcanzan por así decir la edad adulta”. Toda la herejía modernista está contenida en estas pocas líneas que anuncian el evolucionismo de Teilhard de Chardin, el progresismo cristiano de fines del siglo xx y esa idea de una Iglesia en vías de desarrollo, que escapa a la fijeza del dogma y conduce a los pueblos a “la edad adulta”. Es el Mito del Progreso, de un progreso ganado por la destrucción del pasado. Es la revolución dentro de la Iglesia, como en 1789 fue la revolución en la sociedad. La nueva legitimidad a la que debe vincularse la Iglesia, igual que la sociedad política, es la Democracia. “Las prerrogativas con las que los católicos creen investida sobrenaturalmente a la Iglesia —escribe L’Avenir— pertenecen naturalmente a la humanidad ; ella es la verdadera Iglesia instituida por Dios por el hecho mismo de la Creación y todas sus altas prerrogativas, sus divinos atributos, forman en su conjunto lo que se ha llamado la soberanía del pueblo. A él le pertenece el mando supremo, la última decisión sobre todas las cosas, EL JUICIO INFALIBLE: VOX POPULI, VOX DEl”. Para La Mennais, el cristianismo tal como lo entiende ahora, va a ser el motor de la Revolución; su desarrollo “suspendido desde hace siglos” va a continuar y va a fundar “el nuevo orden social”. ¡Qué decir de este desarrollo de la Iglesia “suspendida desde hace siglos” y que se habría vuelto a poner en marcha en la calle Jacob n*? 20, redacción de U Avenir! Desde 1831, el episcopado reacciona contra la nueva doctrina y lanza condenaciones. Los suscriptores de VAvenir disminuyen; de 3.000 su número ha pasado a 1.500; entonces La Mennais decide dar un gran golpe: irá a Roma para preguntar al Papa: “¿Estáis a favor nuestro o en contra?”. El 25 de noviembre de 1831, UAvenir anuncia que dejará de aparecer hasta la respuesta del Papa y La Mennais escribe: “Peregrino de Dios y de la Libertad, partimos para ir, como Israel en otro tiempo, a invocar al Señor en Silo”. UAvenir había durado un año y un mes. Realmente, “los peregrinos de Dios y de la Libertad” llegaban a Roma en un mal momento: los carbonarios habían aprovechado el interregno del Cónclave, a la muerte de Pío VIII, para proclamar la República romana. Cuando Gregorio XVI tomó la tiara en febrero de 1831, Bolonia, Ferrara y Ravena sublevadas, habían proclamado la prescripción de su dependencia y enarbolado la bandera verde, blanca y roja. La Romaña estaba en abierta rebelión, las ciudades se negaban a pagar el impuesto. Cuando La Mennais, Lacordaire y Montalambert llegan a Roma, el Papa acaba de enviar un cardenal y 5.000 hombres contra los sublevados. No hay pues de qué asombrarse si, quince días después de su llegada, los tres peregrinos de la Libertad no han sido todavía recibidos por el Papa. Sólo más tarde, por su correspondencia, es cuando se conoce verdaderamente a los hombres. Mientras La Mennais y sus amigos se consumen a la sombra del mudo Vaticano, el “enclenque clericucho” escribe a su amigo Gerbert: “Representaos a este anciano (el Papa) rodeado de hombres que llevan los asuntos y de los cuales varios no están ni siquiera tonsurados; hombres para quienes la religión les es tan indiferente como lo es a todos los gabinetes de Europa, ambiciosos, codiciosos, avaros, cobardes como un estilete, ciegos e imbéciles como eunucos del Bajo Imperio; este es el gobierno de este país, éstos son los que dirigen todo y los que sacrifican diariamente a la Iglesia a los intereses más miserables, concebidos neciamente, referentes a sus negocios temporales”. A fines de febrero, el Papa hizo saber a La Mennais y a sus amigos que podían regresar y que sus doctrinas serían examinadas. ¿Cómo se las arregló La Mennais? Lo cierto es que Gregorio XVI, el 13 de marzo de 1832, concedió la audiencia que había sido rechazada. Unicamente no habló de L’Avenir. Habló del padre Jean Marie de La Mennais, el hermano de Féli, de las obras piadosas de este primogénito del que se sirve como reproche indirecto. A Montalambert le habla de la piedad de su madre. Habla de las campanas de San Pedro que resuenan en el invierno romano. También habla de arte, hace admirar a La Mennais un reproducción del Moisés de Miguel Angel, le ofrece una toma de rapé, distribuye medallas de San Gregorio, bendice rosarios y despide a los tres “peregrinos de la Libertad”. La audiencia ha durado un cuarto de hora. “Ya no hay Papado, ¡así están las cosas!”, decreta La Mennais. Sin Monarquía, sin Papado, ¿qué queda? Queda el pueblo. En junio de 1832, La Mennais abandona Roma, “la gran tumba donde sólo se encuentran huesos”. Dejó el relato de su marcha: 

“Era el mes de julio, hacia el atardecer. Desde las alturas que dominan la cuenca donde serpentea el Tíber, lanzamos una triste y última mirada sobre la Ciudad Eterna. Los rayos del sol poniente inflamaban la cúpula de San Pedro, imagen y reflejo del antiguo esplendor del Papado”.

La Mermáis no regresa directamente a París. Pasa por Munich donde cuenta con numerosos discípulos. Parece que confía en la decisión final de Roma y hasta escribe tranquilamente a su hermano el padre Jean Marie: “Nuestra misión aquí (en Roma) ya está cumplida. Las personas más destacadas ven como ganada nuestra causa cerca de la Santa Sede”. El 31 de julio, en Venecia, incluso había anunciado su decisión de reanudar la publicación de U Avenir cuando regresase a París. El 12 de agosto había llegado a Munich. Lo que La Mennais ignoraba, es que tres días antes, la Congregación de Cardenales había dado el último toque a la encíclica Mirwri Vos. Es en Munich, el 30 de agosto, en el transcurso de un banquete ofrecido en su honor cuando La Mennais recibió un pliego de la Santa Sede que contenía el texto de la Encíclica. La anécdota refiere que le fue llevado sobre una bandeja de plata. El hotel debía de ser de primera clase. La encíclica Miran Vos es un documento de considerable importancia: es la primera condenación hecha en contra de esta herejía difusa a la que se denominará sucesivamente: liberalismo católico, modernismo, sillqnismo, democracia-cristiana, progresismo e izquierda cristiana. Gregorio XVI, cuyo primer acto de su pontificado era éste, anunciaba que se estaba en la hora del poder de las tinieblas: “Las lecciones y los ejemplos de los maestros pervierten a la juventud —decía el Papa—; los desastres de la religión se acrecientan inmensamente y la inmoralidad más espantosa triunfa y se extiende. Así, una vez que han sido rechazados con desprecio los vínculos sagrados de la religión, los únicos que conservan los reinos y mantienen la fuerza y el vigor de la autoridad, yernos desaparecer el orden público, declinar la soberanía y todo poder legítimo amenazado por una revolución cada vez más cercana”. Y el Papa acusaba a las sociedades secretas de haber “por así decirlo, vomitado en una especie de sentina, todo lo que hay en su seno de licencioso, de sacrilego y de blasfemo”. Gregorio XVI sabía de qué hablaba. Había tenido en sus manos las Instrucciones de la Alta Venta de los Carbonarios, cuyo texto hará publicar Pío IX algunos años más tarde, en 1860 42. “El trabajo que vamos a emprender—escribían los conjurados— no es obra de un día, ni de un mes, ni de un año; puede durar varios años, acaso un siglo (...). Lo que debemos buscar y esperar, como los judíos esperan al Mesías, es un Papa según nuestras necesidades”. ¿Y de qué manera? “Ante todo se trata de prepararle, a este Papa, una generación digna del reino que soñamos (...). Que el clero camine bajo nuestro estandarte creyendo siempre que camina bajo la bandera de las Llaves Apostólicas (...). Habréis predicado una revolución de tiara y capa pluvial, caminando con la cruz y el estandarte, una revolución que no necesitará más qué ser ligeramente estimulada para prender fuego en todos los extremos de la tierra”. Uno de los jefes de la secta del que únicamente se sabe que era un banquero judío y que viajaba mucho, escribía a sus cómplices: “La revolución en la Iglesia es la revolución continua... ”. Tal es la coyuntura histórica en la cual conviene situar la encíclica Mirari Vos. “El lugar que Nos ocupamos —decía Gregorio XVI— nos advierte que no basta con lamentar estas innumerables desdichas, si Nos no hacemos también todos nuestros esfuerzos para secar sus fuentes”, y él comenzaba por establecer que “toda novedad abre una brecha en la Iglesia Universal”, que “nada de lo que ha sido convenientemente definido admite ni disminución ni cambio, ni adición y rechaza toda alteración del sentido e incluso de las palabras”. Condenación doctrinal y sin equívoco de todo AGGIOR- NAMENTO. “Puesto que, para servirnos de las palabras de los Padres de Trento —proseguía Gregorio XVI— es una verdad que la Iglesia ha sido instruida por Jesucristo y por sus apóstoles y que el Espíritu Santo, por su continua asistencia, jamás deja de enseñarle toda verdad, es el colmo del absurdo y del ultraje hacia ella pretender que una restauración y que una regeneración le sean necesarias para asegurar su existencia y sus progresos, como si pudiese creerse que ella también estuviese sujeta, sea al desfallecimiento, sea a la oscuridad, sea a cualquier otra alteración de este género. ¿Y qué quieren estos innovadores temerarios, si no dar nuevos fundamentos a una institución que ya no sería, precisamente por esto, más que la obra del hombre... volviendo a la Iglesia, que es divina, humana?”. Tal es la condenación que cae sobre los “innovadores”, sobre los de hoy, como sobre los de ayer, pues un error no deja de ser un error. Gregorio XVI condenaba a continuación a los que —ya entonces— reclamaban el matrimonio de los sacerdotes, la misa en lengua vulgar y la “libertad de conciencia”. A propósito de esto, recordaba lo que decía San Agustín: “¡Qué muerte hay más funesta para las almas que la libertad del error!”. Luego, venía la gran página donde Gregorio XVI se expresaba sobre la libertad de opinión. Página admirable por el estilo y por la profundidad del pensamiento. ¿Pues quién hoy en día se atrevería todavía a ir así hasta el fondo de las cosas? Cuanto más caminamos, más nos tapamos los oídos y más nos vendamos los ojos por miedo a escuchar y ver la verdad. He aquí la página de la que hablo:

“En efecto, viendo quitar así a los hombres todo freno capaz de retenerlos en los senderos de la verdad, arrastrados como ya lo están a su perdición por una natural inclinación al mal, es una realidad que Nos digamos que está abierto el pozo del abismo, del que San Juan vio ascender una humareda que oscurecía el sol y langostas salidas para la devastación de la tierra. De ahí, en efecto, la poca estabilidad de los espíritus; de ahí, la corrupción siempre creciente de los jóvenes; de ahí, en el pueblo, el desprecio de los derechos sagrados y de las cosas y de las leyes más santas; de ahí, en una palabra, la plaga más funesta que pueda devastar los Estados, puesto que la experiencia nos atestigua y la antigüedad más remota nos enseña que ciudades poderosas en riquezas, en dominación y en gloria, han perecido por este único mal: la libertad sin freno de las opiniones, la licencia de los discursos públicos, la pasión de las novedades”. 

Y Gregorio XVI mostraba el trabajo de zapa realizado por “una multitud inmensa de libros, de folletos y de otros escritos, pequeños en volumen es verdad, pero enormes en perversidad”. Y no se pretenda “que el diluvio de errores que de ahí se desprende está compensado con la abundancia suficiente por la publicación de algún libro impreso para defender, en medio de este montón de iniquidades, la verdad y la religión. Es sin duda un crimen, y un crimen reprobado por cualquier derecho, el cometer con propósito deliberado un mal real y muy grande con la esperanza de que acaso resulte de él algún bien; ¿y qué hombre sensato osará jamás decir que: está permitido difundir venenos, tomarlos con avidez bajo pretexto de que existe algún remedio que ha arrancado a veces de la muerte a quienes se han servido de ellos?”. A quienes han caminado demasiado tiempo en las: tinieblas, la luz demasiado viva les hiere la vista. La Encíclica terminaba con una llamada a la obediencia debida a los soberanos; en resumen, La Mennais no había sido nombrado una sola vez y en todas partes se apuntaba a él. ; La tarde del 30 de agosto de 1832, La Mennais, aturdido por el golpe que le habían dirigido, declara que sus amigos y él mismo se someten y que L’Avenir no reaparecerá. A fines de septiembre, La Mennais lleno de deudas, y a quien Guizot ha librado de la prisión y Montalambert ha concedido una renta de doscientos francos por mes, se retira a La Chesnaie. Lacordaire es el primero que va a romper. Comprendió muy bien que La Mennais no se había sometido realmente. Pues, ¿no había empleado en su declaración esta singular expresión: que sus amigos y él “abandonaban la lid”? Esto no quería decir que La Mennais aceptase la doctrina de Mirari Vos. Sencillamente, constataba que en la Iglesia la defensa de las ideas de VAvenir ya no era posible; pero, ¿fuera de la Iglesia? De noche, después de un esfuerzo supremo, Lacordaire huye de La Chesnaie, dejando una carta de despedida : “... Os dejo, con la convicción de que mi vida en adelante os sería inútil a causa de la diferencia de nuestros pensamientos sobre la Iglesia y la Sociedad”. Desde su regreso de Roma, La Mennais no ha publicado nada, pero mantiene una abundante correspondencia que nos permite reconstituir su estado de ánimo: “El catolicismo —escribe el 1? de noviembre de 1832— era mi vida, porque era la de la humanidad; •quería defenderlo, quería sacarlo del abismo en el que se va hundiendo cada día; nada era más fácil. Los obispos han visto que esto no les convenía. Quedaba Roma, he ido allí y allí he visto la más infame cloaca que jamás haya manchado la mirada humana. La cloaca gigantesca de Tarquino sería demasiado pequeña para dar paso a tantas inmundicias. Allí no hay otro Dios que el interés: allí se vendería a los pueblos, al género humano, allí se vendería a las Tres Personas de la Santísima Trinidad —una tras otra, o todas juntas— por un trozo de tierra o por algunas piastras”. “La carta del Papa, que no tiene ningún carácter dogmático, que no es, a los ojos de todos los que entienden esta clase de cosas, sino un acto de gobierno, bien podía imponerme momentáneamente la inacción, pero no alguna creencia” (15 de noviembre de 1832). El tono de sus cartas es cada vez más áspero. De Monseñor de Quélen, arzobispo de París, escribe: “Este hombre está afectado de una enfermedad extraordinaria: se levanta por la noche lanzando gritos, hace llamar a su médico, a su confesor, y el mal, según unos, está sólo en su inquietud, otros dicen que en su conciencia”. De Mons. de Frayssinous escribe que es “un obispo cismático” y que “cuando se haya sacado partido de este hombre se escupirá encima y estará hecho su epitafio”. Además, el cuerpo episcopal todo entero está formado por “lacayos tonsurados”. “Son gentes que ño quieren andar. iPam! una patada en el... que les empuja cien pasos”. Gregorio XVI no es más que “un cobarde e imbécil anciano”. Conclusión: “Que el Papa y los obispos se las arreglen como puedan y en lugar de hacernos campeones del catolicismo, dejemos a la Jerarquía y presentémonos simplemente como los hombres de la libertad y de la humanidad”. En la soledad de La Chesnaie, el Maestro enseña todavía a algunos fieles discípulos. Maurice de Guérin, que es uno de ellos, nos ha dejado esta descripción de los días en La Chesnaie en 1832:

“ El gran hombre es bajo, frágil, pálido, de ojos grises, cabeza alargada, nariz gruesa y larga, la frente surcada profundamente de arrugas que descienden por el entrecejo hasta el arranque de Ja nariz, vestido de gris de los pies a la cabeza, corriendo por la habitación hasta cansar nuestras jóvenes piernas, y cuando salimos a pasear, va siempre en cabeza, tocado con un mal sombrero de paja. “Nos levantamos a las cinco, después viene la oración, la meditación espiritual. Cenamos a las ocho. A las diez, todo el mundo está en la cama. La Mennais cena un caldo de patatas y una taza de chocolate, pero cuando hay forasteros, ‘la cena es mucho mejor, con café y licores’ y después ‘Féli’ narra su ‘campaña de Italia’, como él llama a su último viaje a Roma. “Después de cenar pasamos al salón. El (La Mennais) se echa en un inmenso sofá, viejo mueble de raído terciopelo carmesí, que se encuentra colocado precisamente bajo el retrato de su abuela; en él se observan algunos rasgos del nieto y parece mirarle con complacencia. Es la hora de la charla. Entonces, si entraseis en el salón veríais allí, en un rincón, una pequeña cabeza, nada más que la cabeza, el resto del cuerpo desaparece en el sofá, con ojos brillantes como carbunclos y girando sin cesar sobre su cuello, oiríais una voz, a veces grave, a veces burlona y de vez en cuando agudas y largas carcajadas: es nuestro hombre. “El 5 de abril de 1833, por última vez, La Mennais reunió a sus amigos. Era el día de Pascua, la puerta de la capilla se abrió, una pequeña sombra avanzaba hacia la pila del agua bendita y alguien se arrojaba de rodillas sobre el crujiente suelo, con una especie de anonadamiento. Después, todo volvía a quedar en silencio e inmóvil. F. de La Mennais rezaba ante el altar”.

La homilía que va a pronunciar ese día está sacada de San Mateo: “Y vosotros también os escandalizaréis por mi causa, porque escrito está: heriré al pastor y se dispersará el rebaño”. Y el grito de La Mennais es la escena romántica: 

"Ya no hay razón para estar con vosotros. Yo sería para vosotros sujeto de escándalo, os desviaría, a pesar mío y para vuestra desgracia, del camino que os he trazado. El pastor ha sido herido de ceguera, ¿cómo podría conducir su rebaño? Dispersaos, amigos míos, mis bienamados hijos, mis ojos se cierran y mis caminos se vuelven oscuros, permaneced en la luz que os he dado y dejad que los muertos entierren a los muertos”. 

Y La Mennais cae desvanecido contra el altar. Cuando se leen las cartas que La Mennais escribía entonces, se comprende que interiormente ya había abandonado la Iglesia —si alguna vez estuvo en ella. “Ha llegado el tiempo de decirlo todo”, anuncia y profetiza:

“Dentro de pocos años, la Iglesia, liberada por acontecimientos extraordinarios se regenerará y hasta ese momento no debe esperarse nada. Las cosas se preparan para una reforma inmensa. “Las viejas Jerarquías, tanto políticas como eclesiásticas, desaparecerán juntas... ”. “¿Qué será la nueva Iglesia?”. “Lo ignoro —responde La Mennais—. No se sabía más cuando la Sinagoga expiró, o, mejor dicho, cuando sufrió la transformación profetizada”. 

La Mennais parece tener razón cuando predice que se verá una nueva Iglesia. En efecto, estamos en ello, pero la “reforma inmensa” no es más que el resultado •de un complot. Algunos hombres lo han concebido y proseguido durante años. Que otros hombres lo desenmascaren y arrojen toda la luz sobre sus intrigas subterráneas, su objetivo verdadero, y entonces, la historia dará la vuelta inmediatamente. Hay reacción. Se vio bajo San Pío X. Por lo demás, La Mennais no está todavía tan seguro •del futuro. Desearía ganar tiempo, no romper inmediatamente con Roma, esperar que los progresos de la Revolución lleven a Roma a un arreglo. Asegura su sumisión a los actos de la Santa Sede y proclama su resolución “de permanecer en el futuro, en sus escritos y en sus actos, totalmente apartado de las cosas que se refieren a la Iglesia”.

¡Pobre astucia del diablo! La Mennais olvida que es sacerdote y que anunciar que, en adelante, ya no hablará de las cosas que se refieren a la Iglesia, es abandonar de hecho su ministerio. El 4 de noviembre de 1833, el obispo de Rennes le retira sus poderes sacerdotales. El 11 de diciembre, La Mennais, acorralado, firma el texto siguiente: “Yo, el que suscribe, declaro en los mismos términos de la fórmula contenida en el breve del Soberano Pontífice Gregorio XVI de fecha 5 de octubre de 1833, seguir única y absolutamente la doctrina expuesta en la encíclica del mismo Papa y me comprometo a no escribir nada, ni a aprobar nada que no esté conforme con ella”. —He firmado, he firmado —dirá a sus amigos— ¡habría firmado que la luna había caído en China! Tres meses más tarde reanuda la guerra contra la Jerarquía que, dice, se ha puesto “fuera de lugar”. “Se trata de una transformación análoga a la que aconteció hace dieciocho siglos... ”, La Mennais está por excomulgar al Papa y a los obispos y anuncia un nuevo Mesías: el Pueblo.

Félicité de La Mennais ya no es en 1834 más que “un secularizado con un nombre ridículo que parece una burla del destino”. Acaba de publicar el manifiesto de la democracia cristiana: Las paroles d’un Croyant (Palabras de un Creyente) y, para indicar su “paso al pueblo”, en adelante firmará: Lamennais en una sola palabra, sin partícula, como esos nobles del tiempo de la Revolución aliados al nuevo régimen. Las paroles d’un Croyant (Palabras de un Creyente) están dedicadas al Pueblo: 

“Este libro ha sido hecho especialmente para vosotros. Es a vosotros a quienes lo ofrezco. ¡Ojalá pueda, en medio de tantos males que son vuestra herencia, de tantos dolores que os aquejan sin ningún reposo, animaros y consolaros un poco! Vosotros que lleváis el peso del día, querría que pudiese ser para vuestra pobre alma cansada lo que es al mediodía, en un rincón del campo, la sombra de un árbol, por raquítico que sea, para el que ha traba- j'ado toda la mañana bajo los ardientes rayos del sol”. 

Lamennais se dedica a explicar que no hay incompatibilidad entre el Evangelio y la Libertad, que ésta solamente existe entre la religión tal como Roma la enseña y las aspiraciones del pueblo. El libró es rico en imágenes de sombrío lirismo romántico, tal como la escena del banquete de los reyes bebiendo sangre en cráneos y confesando sus más secretos pensamientos: uno quiere abolir la religión porque ha abolido la esclavitud; otro propone ahogar la ciencia y el pensamiento, causas del despertar del pueblo; un tercero dice que hay que embrutecer al pueblo por la relajación de costumbres para que no note su miseria; el cuarto dice que hay que reinar por el terror y los suplicios, pero el último, más agudo, explica que basta con ganar a los sacerdotes, porque con ellos se será dueño de todo. Pero el Pueblo no puede nada si no está organizado: 

“Cuando un árbol está solo, es golpeado por el viento y despojado de sus hojas, y sus ramas, en lugar de elevarse, se inclinan como si buscasen la tierra. “Cuando una planta está sola, no encontrando defensa alguna contra el ardor del sol, languidece, se seca y muere. “Cuando el hombre está solo, el viento del poder le inclina hacia la tierra y el ardor de la codicia de los grandes de este mundo absorbe la savia que le nutre. “Así pues, no seáis como la planta y el árbol que están solos, sino unios unos a otros y apoyaos, y resguardaos mutuamente. “Dios no os hizo para ser el rebaño de unos cuantos hombres. Os hizo para vivir libremente en sociedad como hermanos. ' “Sed hombres: nadie es suficientemente poderoso para unciros al yugo a pesar vuestro; pero podéis pasar la cabeza por el collarón, si lo deseáis”.

Gregorio XVI ha visto el peligro de esta herejía de los tiempos modernos que sustituye la Revolución social a la revolución espiritual. El 25 de junio de 1834, condena Les paroles d’tm Croyant (Palabras de un Creyente), “ese libro pequeño de dimensiones, pero inmenso de perversidad, en el que por un abuso impío de la palabra de Dios, los pueblos son criminalmente empujados a romper los vínculos de todo orden público, a derrocar a esta y a aquella autoridad, a excitar, a alimentar, extender y fortificar las sediciones en los imperios, los disturbios y las rebeliones, libro que encierra, por consiguiente, proposiciones respectivamente falsas, calumniosas, temerarias, que conducen a la anarquía, contrarias a la palabra de Dios, impías, escandalosas, erróneas, ya condenadas por la Iglesia especialmente en los Husitas, los Valdenses, los Wiclefitas y otros herejes de esta especie”. No es lo menos interesante de esta encíclica (Singulari Vos) el subrayar la filiación de la herejía lame- nesiana. Lamennais no aparece como un “innovador” sino a los ojos de los ignorantes; su doctrina no es nueva, no es más que una mezcla romántica de los postulados de los husitas, valdenses y otros herejes de los tiempos pasados. Ocho ediciones en menos de un año, más de cien mil ejemplares vendidos, el consejo de ministros proyecta las medidas que debe tomar contra los posibles efectos de tal llamada a la rebeldía: Les Paróles dyun Croyant (Palabras de un Creyente) tuvieron un éxito enorme que pronto decayó. Sin embargo, este librito continuó inquietando los espíritus largo tiempo. Charles Maurras refiere como, en el Liceo de Aix, leyó estas fogosas páginas y el efecto fulminante que le produjeron: “El mundo se me apareció dividido en opresores y oprimidos, explotados y explotadores; todos los ricos, perversos; los pobres, divinamente buenos; cada uno de los signos del poder o de la riqueza se correspondía con algún cuerno de la Bestia, toda rebelión justificada y colmada de bendiciones; esta noción de espartaquismo, alimentada de sentimientos piadosos y de una noción exaltada de la justicia divina y de humanidad indomable, no permitía en absoluto más que un tipo de régimen: la teocracia revolucionaria. Me hice pues republicano teócrata sin pensar en las consecuencias: comunidad de bienes, igualdad absoluta de padres e hijos, de maestros y discípulos...”. Así pues, Maurras fue cierto tiempo demócrata cristiano, republicano teócrata, como dice más exactamente, porque hay en Lamennais un fondo de autoritarismo clerical mal encubierto por la demagogia de la prosa. A fines de marzo de 1834, retirado en La Chesnaie, aún embrolla el alcance de la encíclica de Gregorio XVI. No es más, dice, que “la opinión personal de Mauro Capellán”. Su orgullo alcanza tales alturas que a veces uno se sentiría tentado a hablar de locura. El anota en sus Cuadernos, con fecha del trece de julio: “Dicen que estoy solo. Cuando Cristo murió en la cruz, también estaba solo”. ¿Blasfemia? Seguro, pero no existe certeza de que Lamennais tenga conciencia de ello. “Quise comenzar una vida totalmente nueva”, escribe en enero de 1834. Esta vida nueva tiene algo de espantoso. Lacordaire lo narrará más tarde: 

“En los últimos tiempos en que le vi, cuando su alma estaba turbada por la decadencia de su partido y el abandono en que Roma le había dejado, yo le sorprendía en actitudes sombrías y espantosas, me recordaba a Saúl... Tanto por su carácter como por su espíritu, sólo podía detenerse cuando ya no quedaba nada por destruir”.

Después de Les paroles d’un Croyant (Las palabras de un Creyente) Lamennais se hunde en su error, buscando mediante libros cada vez más violentos, sublevar al pueblo predicando una “nueva sociedad”. Además, esto está de moda. En el gran vacío dejado por la desaparición de la Legitimidad y la perturbación de la Iglesia, cada cual aportaba su sistema. En los Affaires de Rome (Asuntos de Roma), que publica en 1837 y donde cuenta a su manera el viaje de los “peregrinos de Dios y de la Libertad” en 1832, también anuncia su Iglesia.

“Si los hombres acuciados por la imperiosa necesidad de reanudar, por así decir, su trato con Dios, de rellenar el vacío inmenso que la religión ha dejado en ellos al retirarse, se vuelven a hacer cristianos, que no se piense que el cristianismo al que se vuelven a vincular puede ser jamás el que se les presenta bajo el nombre de catolicismo. Hemos explicado el porqué, mostrando un futuro inevitable y ya cerca de nosotros, en el cual el cristianismo será concebido y el Evangelio interpretado de una manera por los pueblos, de otra manera por Roma; de un lado el pontificado, del otro la raza humana, esto lo dice todo”.

Esta idea de un cristianismo interpretado directamente por el pueblo, evolutivo, político, ganó a mediados del siglo xix muchas mentes. Generalmente se ignora que Chateaubriand fue al fin de su vida un discípulo de Lamennais. La inteligencia humana, piensa el ilustre Vizconde, se adentra cada vez más en el cristianismo con los siglos, “hace un inventario, lo deletrea, descubriendo hoy en él lo que no veía la víspera y que sin embargo estaba allí. La formulación es la que cambia y se precisa y se agranda a medida que el espíritu prosigue su obra explicativa. Y esta aparente “transformación” del cristianismo “encierra la transformación universal”. “La libertad (...) entregará a las naciones este Nuevo Testamento escrito en su favor y hasta ahora trabado en sus cláusulas”. “Todavía no se ha cumplido más que una muy pequeña parte de la misión evangélica”. “Lejos de estar a su término, LA RELIGIÓN DEL LIBERTADOR ENTRA APENAS EN SU TERCER PERÍODO, EL PERÍODO POLÍTICO: LIBERTAD, IGUALDAD, Fraternidad” 43. Chateaubriand no tuvo el ánimo taciturno de La- mennais, pero sabemos, por una carta de este último, que compartía su herejía. El 11 de febrero de 1846 Lamen- nais escribe a Marlón:

“ Jesucristo (...) no solamente no ha ligado la ley que anunciaba a ninguna concepción dogmática, sino que ha querido, muy expresamente, que no lo fuese (...) yo hablaba de ello últimamente con Chateaubriand, quien me respondió: — Está claro como el día” .

Espigando en los escritos de Chateaubriand, se hacen singulares descubrimientos: le vemos opinar que “los ornamentos del altar deben cambiar según los siglos”, considerar al cristianismo como “la verdad religiosa”, pero “no como Bossuet, haciendo del dogma un círculo inflexible, sino un círculo que se extiende a medida que las luces de la libertad se desarrollan”. Y es Chateaubriand quien escribirá un día a La- mennais:
“ Desearía veros Papa” . ¡Qué amable de su parte no pretender el puesto para él! Tanto más cuanto que Lamennais, mala lengua, dirá del Vizconde: “no conozco hombre más curioso, él solo es toda una comedia”. Lo que sí es cierto, es que el último acto de la comedia fue progresista. Chateaubriand no ha hablado de “sentido de la historia”, pero ya se encuentra en su pluma esta “fuerza de las cosas”, que otro imitando su estilo traducirá por la pesada frase: “siendo las cosas lo que son”. “¿ Queréis —escribe Chateaubriand— que la idea cristiana no sea la idea humana en progresión? Consiento en ello”.

Volvemos a encontrar aquí los grandes temas del MODERNISMO. No son pues ni nuevos, ni tan originales como querrían hacérnoslo creer. Tienen una edad de un siglo. Esto es molesto para los innovadores. ¿No sería mejor confesar que el error no tiene edad y no hace sino disfrazarse de siglo en siglo, con nuevas palabras? Es verdad que entonces ya no bastaría proclamarse moderno, haría falta justificar su verdad. Esto sería mucho más difícil. Esta “nueva Iglesia” con la que sueñan Lamennais y Chateaubriand, ya no es “romana”, suprime la tiara, no tiene ninguna justificación, sencillamente ha nacido del tintero de F. de Lamennais y de M. de Chateaubriand, dos bretones románticos que escribían bien. La crítica más pertinente que se haya hecho de este cristianismo democrático, es la de Charles Maurras en la Democratie réligieuse (Democracia religiosa): “Suprimido lo ‘romano’ —decía— y con lo romano abatidas la unidad y la fuerza de la Tradición, los monumentos escritos de la fe católica obtendrán necesariamente toda la parte de la influencia religiosa arrebatada a Roma. Se leerá directamente en los textos, se leerá sobre todo en ellos la letra, esa letra que es judía, actuará, si Roma no lo explica, al estilo judío. “Alejándose de Roma, nuestros clérigos evolucionaron cada vez más, como evolucionaron los clérigos de Inglaterra, de Alemania y de Suiza, incluso de Rusia y de Grecia. Convertidos de sacerdotes en “pastores” y en “ministros del Evangelio”, se volverán progresivamente al rabinismo y os harán virar poco a poco hacia Jeru- salén... Apartada de la Sede romana, en ausencia de las tradiciones y de las interpretaciones de la Iglesia, la letra hebraica de las Escrituras, los comentarios de los rabinos y su exegesis, en una palabra, el espíritu judío, ganan todo lo que pierde el espíritu del catolicismo”. Maurras escribía esto en 1906. Desde entonces las cosas han ido muy de prisa. A medida que transcurren los días, después de su ruptura con Roma, Lamennais se desprende de las cuestiones religiosas. Está dedicado totalmente a su nuevo mito: el Pueblo. Para él escribe en 1837, el Livre du Peuple (El libro del Pueblo). Divide la sociedad en dos: de un lado los privilegiados, del otro el Pueblo. El inmenso problema de la Caída, como decía Blanc de Saint-Bonnet, ni siquiera parece presentarse ya al espíritu del exclaustrado. Este hombre que, como sacerdote, habría debido penetrar en el fondo de las conciencias y reconocer en ellas el germen de los males de la Sociedad, se ha vuelto a convertir en el discípulo de Rousseau. Está dispuesto a decir que la sociedad es la que corrompe al hombre y que por lo tanto hay que cambiar la sociedad. No ve que la sociedad está corrompida porque está compuesta de hombres. En 1838, Lamennais publica la Politique a Vusage du Peuple (La política para uso del Pueblo). Anuncia en ella la República Universal. Hacia 1840, hace el papel de jefe del partido avanzado y publica ese año un violento panfleto contra Luis Felipe: Le Pays et le Gouver- nement (El País y el Gobierno) que le costará un año de prisión que cumple en Sainte-Pélagie donde Chateaubriand fue a verle “arriba, en la útlima habitación, bajo un techo rebajado que se puede tocar con la mano”, lo que nos ha valido una página sobre Lamennais en las Memoires de Outre-Tombe (Memorias de Ultratumba). 

“ Fiel que profesa la herejía, el autor de UEssai sur VIndifférence (Ensayo sobre la Indiferencia) habla mi lengua con mis ideas. Si después de haber abrazado la enseñanza evangélica popular, se hubiese quedado vinculado al sacerdocio, habría conservado la autoridad que sus cambios han destruido. Los curas, los nuevos miembros del clero (y los más distinguidos entre estos levitas) iban a él; los obispos se hubieran visto comprometidos en su causa si se hubiese adherido a las libertades galicanas, sin dejar de reverenciar al sucesor de San Pedro y defendiendo la unidad. “En Francia, la juventud hubiera rodeado al misionero en el que encontraba las ideas que ama y los progresos a los que aspirá; en Europa, los disidentes atentos no habrían puesto obstáculos, grandes pueblos católicos, los polacos, los irlandeses, los españoles, habrían bendecido al predicador que había surgido. Incluso Roma, habría acabado por darse cuenta que el nuevo evangelista hacía renacer el dominio de la Iglesia y proporcionaba al Pontífice oprimido el medio de resistir a la influencia de los reyes absolutos. ¡Qué potencia de vida! ¡La inteligencia, la religión, la libertad representadas en un sacerdote ! “Dios no lo ha querido: de repente, le faltó la luz a quien era la luz; al ocultarse el guía ha dejado al rebaño en la oscuridad. A mi compatriota, cuya carrera pública está interrumpida, siempre le quedará la superioridad privada y la preeminencia de los dones naturales; yo le emplazo a mi lecho de muerte para airear nuestras grandes discusiones ante esas puertas que sólo se traspasan una vez. Me gustaría que su genio derramase sobre mí la absolución que en otro tiempo su mano tenía derecho de hacer descender sobre mi cabeza. Hemos sido acunados por las mismas olas; que a mi ardiente fe y a mi admiración sincera les sea permitido esperar que volveré a encontrar aún a mi amigo reconciliado, en la misma orilla de las cosas eternas”.

La bella prosa romántica rueda como los guijarros llevados por la ola y reprocha suavemente a Lamennais el haber abandonado la Iglesia, pues hubiera bastado permanecer en ella para deslizar insensiblemente sus ideas... La lección de Chateaubriand no se perderá para los sucesores de Lamennais. No abandonarán la Iglesia, la minarán desde el interior, engañando, ocultos como los carbonarios.
El último gran libro de Lamennais apareció en 1841, su título era: Du Passé et de VAvenir du Peuple (Del Pasado y del Porvenir del Pueblo). En él se encuentra una interesante crítica del comunismo que comenzaba a inquietar al “innovador” ya sobrepasado: “Habiendo sido abolida toda propiedad privada —escribía— no hay más poseedor de derecho que el Estado. Este modo de posesión, si es voluntario, es el del monje obligado por sus votos tanto a la obediencia como a la pobreza; si no es voluntario, es el del esclavo, donde nada modifica el rigor de su condición. Todos los lazos de la humanidad, las reacciones de simpatía, la entrega mutua, el intercambio de servicios, la libre entrega de sí, todo lo que hace el encanto de la vida y su grandeza, todo, todo ha desaparecido, desaparecido para siempre. De tal manera que todos los medios propuestos por los colectivistas para resolver el problema del futuro del pueblo van a parar a la negación de todas las condiciones indispensables de la existencia, destruyen, ya sea directa, ya sea implícitamente, el deber, el derecho, la familia, y no producirían, si pudiesen ser aplicados a la sociedad en lugar de la libertad en la cual se resume todo progreso real, más que una servidumbre a la que la historia, por mucho que nos remontemos en el pasado no ofrece nada comparable”. “Nada hay que oponer a esta lógica”, decía M. de Chateaubriand. Sí, una cosa; su democratismo, su sumisión a la ley del Número debía arrastrarla a aceptar las peores consecuencias de las pasiones populares, incluso la pérdida de la libertad. Una vez más, la Revolución de 1848, arrastra a Lamennais a los grandes movimientos populares. Es elegido diputado, se sienta a la izquierda y lanza un diario: Le Peuple Constituant. Pero si Lamennais marcha siempre con la revolución, apenas la revuelta ha instaurado un nuevo poder, una insatisfacción perpetua se levanta con tra éste. Es lo que también le sucede el 10 de julio de 1848; habiendo restablecido el gobierno la caución para contener la anarquía de la prensa, Lamennais hace salir su periódico enmarcado de negro y anuncia que en adelante dejará de aparecer. “Le Peuple Constituant —escribía— ha comenzado con la República, termina con la República, pues lo que vemos no es ciertamente la República, ni siquiera algo que se llame de alguna manera”. ¿Se da cuenta Lamennais que está en un callejón sin salida? ¿Que se ha equivocado sobre la monarquía, sobre la Iglesia y finalmente sobre la democracia? Alexis de Tocqueville nos ha dejado un retrato de Lamennais diputado, que permite situar al hombre al final de su vida: “Hay que considerar sobre todo a los sacerdotes secularizados —escribe Tocqueville— si queremos hacernos una idea exacta del poder indestructible y por así decir infinito, que ejercen el espíritu y las costumbres clericales sobre aquéllos que ya han estado sometidos a ellos. Por más que Lamennais llevase medias blancas, un chaleco amarillo, una corbata de colorines y una levita verde, no por ello dejaba de ser sacerdote por el carácter e incluso por su aspecto. Avanzaba con pasos cortos, apresurados y discretos, sin jamás volver la cabeza ni mirar a nadie, y así se deslizaba entre la multitud con un aspecto torpe y modesto, como si hubiese salido de una sacristía, y junto a esto un orgullo como para andar sobre cabezas de reyes y enfrentarse con Dios”. 
Después del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, Lamennais se recluye en la soledad, traduce la Divina Comedia y reúne sus pensamientos que aparecerán después de su muerte. ¿De qué vive? Crétineau-Joly refiere un hecho sin
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guiar: Lamennais había publicado con su nombre, en otro tiempo, opúsculos ascéticos y mientras sus grandes libros políticos no habían conocido más que un éxito efímero, tuvo asegurado el pan de su vejez por la venta regular de sus obras piadosas, “este pensamiento fue para él un tormento supremo”. Amargado, ya casi no veía a nadie y sólo visitaba todos los días a los animales del Jardín de Plantas. A comienzos de 1854 enfermó de pleuresía. Sintió llegar la muerte. Entonces tomó sus últimas disposiciones, nombró sus albaceas testamentarios, legó sus obras y sus manuscritos a un antiguo redactor del National, M. Forgues, y pidió a sus últimos amigos: Henry Martin, Carnot, Barbet y algunos otros, que “le pusieran al abrigo de los sacerdotes”. “Quiero ser enterrado en medio de los pobres —había dispuesto— y como lo son los pobres. No se pondrá nada sobre mi tumba ni siquiera una simple losa. Mi cuerpo será llevado directamente al cementerio sin ser expuesto en ninguna iglesia”. El 27 de febrero de 1854, unas horas antes de morir, Lamennais quiso hablar, pero no conseguía articular palabra, “entonces se volvió hacia la pared con un movimiento de impaciencia desalentada”. ¿Qué había querido decir? Sus funerales tuvieron lugar furtivamente el 1? de marzo. Se había adelantado la hora porque la autoridad temía disturbios, seis u ocho personas seguían el coche fúnebre del que la fuerza armada alejaba a la multitud. “El féretro fue bajado a una de esas largas y horribles zanjas donde se entierra al pueblo. Cuando se le recubrió de tierra, el enterrador preguntó: “¿Hay que PONER una cruz? M. Barbet respondió: No. F. de Lamennais había dicho: Sobre mi tumba no se pondrá nada”.

Un día de 1895, la dirección del Ami du Clergé recibió una carta de un lector que relataba las confidencias hechas por un jesuíta, el P. Bazin, a unos seminaristas de Rennes, hacia 1867: “El P. Bazin (...) predicaba un retiro a los estudiantes del Seminario Mayor de Rennes y en una plática les habló de Lamennais, del cual había sido discípulo. Afirmó que después de la defección de su maestro no abandonó jamás sus relaciones con él y que, hasta su muerte, le veía por lo menos una vez por semana. El P. Bazin durante una conversación le hizo esta pregunta:
 ‘Maestro, ¿recordáis que fuisteis vos quien me empujó a tomar el camino que ahora sigo?; he obedecido vuestros consejos. Hoy ¿qué me diríais?'. —‘Has hecho bien', respondió Lamennais. —‘Vos, Maestro, ya no estáis en el camino que habíais tomado al comienzo' y Lamennais, entonces, se limitó a bajar la cabeza”. Pero he aquí el hecho más importante que ha referido el P. Bazin: cuando el Maestro llegaba al final de su vida, dijo a su sobrina que fuese a buscar al P. Bazin; la sobrina obedeció y cuando volvió con el sacerdote, la puerta de la habitación estaba cerrada. El P. Bazin no pudo entrar, pero desde la habitación oyó la voz de su maestro que gritaba: “Quiero al P. Bazin... ¡dejad entrar al P. Bazin!” Los miserables guardianes dejaron la puerta cerrada y el Padre no pudo entrar. Pero pudo hablarle desde la antecámara y darle la absolución. “Esto es lo que el P. Bazin refirió a los seminaristas de Rennes en el año 1867 ó 1868”