sábado, 31 de diciembre de 2022
viernes, 30 de diciembre de 2022
Padezcamos ahora para gozar eternamente
¿Qué es la eternidad?
Es lo que no tiene fin. Es un mar sin riberas. Es un espacio sin
término. Un momento que nunca pasa. Bajada a un abismo sin fondo. Noche sin
nuevo día. Circunferencia que no se sabe dónde comienza y acaba. Reloj que sólo
señala esta hora: siempre.
¿Cuántos siglos tiene toda la eternidad? Todos. Pongamos el número mayor
de siglos que pueda concebirse. ¿Ha pasado ya el primer instante de la
eternidad? No, porque queda ella toda tan entera como antes.
Si un condenado derramase cada cien años una lágrima, ¿cuántos siglos
habrían de pasar hasta que sus lágrimas igualasen las aguas del océano?
Si todo el espacio fuese de papel y en él se escribiera la unidad
seguida de tantos ceros como caben en todo el cielo, ¿cuándo acabarían de pasar
los siglos representados por ese número?
Si hubiese un monte que llegara hasta las estrellas y un ángel quitara
un granito cada mil años, ¿cuándo acabaría de desaparecer ese monte?
Pues cuando todos esos siglos hubieran pasado, la eternidad no sólo no
habría terminado, sino ni siquiera comenzado.
Todo es mudable en la vida: sus penas se acaban, se alivian o acaban con
quienes las padecen. En el infierno serán sin alivio sin fin.
¡Qué despecho será para el condenado viendo que se acabaron las llamas
de San Lorenzo, la cruz de San Andrés, los ayunos de San Hilarión, las
disciplinas de Santo Domingo, y que sus propias penas ni se pasan, ni tienen
esperanza de que se acaben. Padezcamos ahora para gozar eternamente.
¿Qué será nuestra vida de cincuenta, sesenta, ochenta años, comparada
con la eternidad?
Por un instante que duró el pecado de los ángeles tienen ahora una
eternidad de condenación.
De la misma manera, pasada la vida pecadora del hombre le parecerá un
relámpago comparada con la eternidad.
Repitamos muchas veces ¡siempre! ¡Jamás! Siempre durará el infierno;
jamás se acabará. Siempre será el condenado odiado de Dios; jamás le perdonará.
Siempre blasfemará de la Virgen Santísima; jamás será mirado con misericordia
por Ella. Siempre tendrá los demonios por señores; jamás se verá libre de su
yugo. Siempre sentirá que le roe las entrañas su mala conciencia. Jamás tendrá
un instante de paz en su espíritu.
¡Oh, si los hombres pensaran estas verdades! No quieren…
Tengamos con ellos la inmensa caridad de hacerlos pensar; aunque no
quieran.
Ignacianas
Angel Anaya S.J.
viernes, 23 de diciembre de 2022
jueves, 15 de diciembre de 2022
LA POSESIÓN DIABÓLICA: causas y remedios
lunes, 12 de diciembre de 2022
miércoles, 7 de diciembre de 2022
LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
viernes, 2 de diciembre de 2022
martes, 29 de noviembre de 2022
Sermon sobre la Parusía y fin de los tiempos
El Evangelio de este Vigesimocuarto y último Domingo de Pentecostés presenta a nuestra consideración la Parusía, es decir, la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo: Verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.
El relato comienza con la señal de la misma: Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo.
¿Cómo se ha llegado a este anuncio profético? Al salir del Templo, Nuestro Señor había anticipado la destrucción de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos, San Pedro, San Andrés, Santiago y San Juan le interrogaron sobre su Parusía, a la cual se había referido hacia el final de dicho discurso.
En su respuesta, Nuestro Señor, después de detallar los sucesos anteriores a esta Segunda Venida, que constituyen el comienzo de los dolores, nos proporciona este signo, propiamente tal de su Regreso en Gloria y Majestad. A esto siguen los detalles del mismo, para terminar con la parábola de la higuera y la exhortación a la vigilancia.
Indicada la profecía de Daniel, Jesús amonesta a sus discípulos a que presten atención a ella, que la interpreten según los indicios que les da, y que sigan sus consejos.
Y para que no lo tomen como hipérbole, añade: Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla.
Con todo, hasta en aquel torbellino de la justicia, deja entrever Dios su misericordia: Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días.
A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre, seguirá la magnificencia de su personal Venida: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre.
Y en medio del universal terror y expectación, verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.
Termina Jesús las terribles predicciones con unas palabras de consuelo y aliento para los suyos: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención.
Los espantosos e imprevistos acontecimientos predichos por el Señor reclaman vigilancia asidua; de lo contrario nos encontrará desprevenidos.
Como enseñanza bien práctica para nosotros, debemos tener en claro que la cuestión de los “signos de los tiempos”, o sea la de las señales del Reino Mesiánico, era una controversia bien debatida en la antigüedad, como lo es en nuestros días. Las dos situaciones parecen análogas.
Las ideas que los fariseos se habían forjado sobre el Reino Mesiánico les impidieron verlo venir, y los llevó a la ruina. Imaginemos por un instante lo que aconteció con el rechazo de Jesucristo y, luego más tarde, al no reconocer los signos de la destrucción de Jerusalén.
Las señales valen también para nosotros, para la Segunda Venida; y, si no vigilamos, nos puede pasar exactamente lo mismo que a ellos. ¿Qué sucedería si no distinguiésemos los signos y nos quedásemos al interior de la ciudad antes de que se cierre al sitio?
Y, sin embargo, ¿qué se dice hoy en día acerca de la Segunda Venida de Nuestro Señor?
Los más grandes doctores y escritores católicos de los últimos dos siglos han vislumbrado el parecido de muchos fenómenos modernos con las “señales” que están en el discurso escatológico y en el Apocalipsis. Mas la herejía contemporánea cierra los ojos y levanta cortinas de humo.
En suma, es un entibiamiento de la fe, que tiene como consecuencia desvirtuar la Sagrada Escritura; lo cual, por otra parte, también está profetizado y constituye otro de los signos precursores del fin del mundo.
Por lo tanto, prestemos atención a las palabras de Nuestro Señor: Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones… Estad en vela, pues; orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre.
Ahora bien, la sociedad toda, tanto civil como religiosa, está en crisis. Y este conflicto muestra signos de una crisis final. A todo nivel, en todos los ámbitos, pueden observarse los signos de un deterioro acelerado, de una decadencia generalizada.
La Iglesia Católica, en particular, desde el Concilio Vaticano II es atacada por la vía jerárquica, tanto en su estructura externa como en su identidad interior. Es la consecuencia de la puesta en práctica de un vasto programa masónico, que cambia sutilmente la religión en un humanismo por medio de la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad, la revolución de la liturgia, la enseñanza catequética perniciosa, las directivas heréticas y subversivas dadas por aquellos que deberían por misión guiar a los fieles en la Fe…
Dada la extraordinaria importancia de la Iglesia para la conservación de la sociedad, desmenuzada aquella, la armazón social cae en ruinas. Y esto es, de hecho, lo que sucede. Es suficiente considerar lo acaecido en los sesenta últimos años en los países que eran oficialmente católicos…, hoy son Estados explícitamente apóstatas… Y a los Pontífices conciliares les cabe la gran responsabilidad.
Si a todo esto sumamos los trastornos y desastres naturales sin precedentes, la simple visión humana, no cegada por las pasiones o intereses mundanos, indicaría que nos encontramos en los últimos tiempos.
Si bien Nuestro Señor no nos ha predicho la fecha precisa de su retorno, que nadie conoce, ni siquiera los Ángeles del Cielo; si bien es cierto que la Iglesia prohíbe a los fieles avanzar fechas exactas, porque sólo el Padre la conoce; sin embargo, los cristianos de todos los tiempos tienen el deber de confrontar los signos de su tiempo con las señales dadas por Nuestro Señor para recocer la inminencia de su Segunda Venida.
Basta recordar las significativas declaraciones de los Papas, prácticamente durante un siglo entero, desde Gregorio XVI hasta Pío XII, sobre la proximidad del fin de los tiempos, considerándola como una realidad de su época. Los Sumos Pontífices no fueron reacios a fundamentar sus apreciaciones sobre los signos dados por Nuestro Señor para hacerlas valer.
Consideremos algunos de esos Textos Pontificios:
1) Mirari vos, Gregorio XVI, del 15 agosto 1832:
“Tristes, en verdad, y con muy apenado ánimo Nos dirigimos a vosotros, a quienes vemos llenos de angustia al considerar los peligros de los tiempos que corren para la religión que tanto amáis. Verdaderamente, pudiéramos decir que ésta es la hora del poder de las tinieblas para cribar, como trigo, a los hijos de elección. Sí; la tierra está en duelo y perece, inficionada por la corrupción de sus habitantes, porque han violado las leyes, han alterado el derecho, han roto la alianza eterna.
Es el triunfo de una malicia sin freno, de una ciencia sin pudor, de una disolución sin límite. Se desprecia la santidad de las cosas sagradas; y la majestad del divino culto, que es tan poderosa como necesaria, es censurada, profanada y escarnecida.
De ahí que se corrompa la santa doctrina y que se diseminen con audacia errores de todo género. Ni las leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las santas enseñanzas están a salvo de los ataques de las lenguas malvadas.
De aquí que, roto el freno de la religión santísima, por la que solamente subsisten los reinos y se confirma el vigor de toda potestad, vemos avanzar progresivamente la ruina del orden público, la caída de los príncipes, y la destrucción de todo poder legítimo.
Debemos buscar el origen de tantas calamidades en la conspiración de aquellas sociedades a las que, como a una inmensa sentina, ha venido a parar cuanto de sacrílego, subversivo y blasfemo habían acumulado la herejía y las más perversas sectas de todos los tiempos.”
2) E Supremi Apostolatus, San Pío X, del 4 de octubre de 1904:
“Verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nosotros.
Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.
Esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.”
3) Caritate Christi compulsi, Pío XI, del 3 de mayo de 1932:
“Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual. Mas ante ese odio satánico contra la religión, que recuerda el mysterium iniquitatis de que nos habla San Pablo (II Tes. 2, 7), los solos medios humanos y las previsiones de los hombres no bastan”.
4) Pío XII, Mensaje Pascual de 1957:
“Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección, que no admita ya ningún dominio de la muerte (…) ¡Ven, Señor Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía a tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine con el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!”
Monseñor Marcel Lefebvre, en reiteradas oportunidades, hizo referencia a los signos apocalípticos.
1) Homilía del 29 de junio de 1987:
“… No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás. Es un combate que pide todas las fuerzas sobrenaturales de las que tenemos necesidad para luchar contra el que quiere destruir la Iglesia radicalmente, que quiere la destrucción de la obra de Nuestro Señor Jesucristo. Lo quiso desde que Nuestro Señor nació y él quiere seguir suprimiendo, destruir su Cuerpo Místico, destruir su Reino, y a todas sus instituciones, cualquiera que fueran. Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico, en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad. No nos atrevemos a declarar más el reino social de Nuestro Señor porque eso suena mal a los oídos del mundo laico y ateo. La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad. Ante esta situación totalmente excepcional, debemos tomar medidas excepcionales”.
Hay que estar en guardia con el advenimiento de una nueva iglesia falsa que abarcaría a todas, incluida la católica del oficialismo, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets.
Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno. Corremos el riesgo de ver llegar estas cosas. Debemos siempre prepararnos para ello.”
Mons Lefebvre:
2) Artículo Tiempo de tinieblas, publicado en octubre de 1987:
“Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción. Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido. No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal. Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa. Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones. La Iglesia no es más la Esposa de Cristo, que es el único Dios. Por el momento, es una apostasía más material que formal, más visible en los hechos que en la proclamación. No puede decirse que el Papa es apóstata, que ha renegado oficialmente de Nuestro Señor Jesucristo; pero en la práctica, se trata de una apostasía”.
Es muy importante ser conscientes de los tiempos que vivimos; porque no sólo el pasado, sino también el futuro explica el presente: la inminencia de la Parusía explica la magnitud de esta crisis y aporta la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos de calamidades.
Debemos deplorar la indiferencia, la liviandad y hasta el desprecio respecto de la escatología que se encuentran a menudo en la mayoría de los creyentes, muchos de ellos clérigos y religiosos.
Gracias a la Sagrada Escritura, aquello que podría convertirse en desesperación, se torna en viva Esperanza. Conservemos, pues, esta Esperanza en la proximidad del Reino de Cristo, anunciado, precisamente, por el hecho de esta confusión eclesial sin precedentes y por las victorias luciferinas en todo el mundo.
La Sagrada Escritura es categórica en este punto: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación… Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. (Luc XXI.).
lunes, 28 de noviembre de 2022
¿POR QUE DEBEMOS REZAR A NUESTRA SANTA MADRE ?
Petición: Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.
Por qué cosas te pedimos ruegues:
Ignacianas
viernes, 25 de noviembre de 2022
EL SANTO ABANDONO. Capítulo 5: EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN. (Artículo 2º.- Las humillaciones)
Artículo 2º.- Las humillaciones
La humildad es una virtud capital y su acción altamente
beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los
peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y
orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a
los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores;
es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace
adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su
autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido
con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,
«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad
personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al
humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el
humilde se inclina y le colma de gracias, y después del
abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus
secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La
palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será
ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será
humillado».
Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un
tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto
de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la
humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes
no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo
convendría esforzarse por descender. Cuánto convendría
meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño
Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en
todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis
decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no
llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una
elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en
el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer
rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.»
Muchos son los caminos que conducen a la humildad.
Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según
esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación
conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio
a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es
verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o
retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas,
empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen
realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la
perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad?
-concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la
humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis
ser elevados a la humildad.»
Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de
practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al
beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del
abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios
significada. La mayor parte de las personas no quieren sino
ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y
no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio
a medio.
Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar
siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a
nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones.
San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí
mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del
corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado
orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como
humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al
puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina
sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad».
Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para
abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros claustros
será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros
superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los
doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito, se
fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de
esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión
de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose
obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad?
Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente,
sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente
humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente;
porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se
hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de
Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se
considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la
plebe y la escoria del mundo.» Humillación excelente es
también descubrir el fondo de nuestros corazones y de
nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos,
dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras
malas inclinaciones y, en general, de todos los males de
nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse
ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo
Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las
penitencias usadas en nuestros Monasterios. Además de
estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas.
San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas,
porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e
imperceptiblemente, y ponía en sexto grado procurarse las
abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».
El santo estimaba mucho las humillaciones que no son de
nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que
nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de
que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar
nuestro amor propio.
Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos
digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir
todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en
nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya
nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y
oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma
razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a
ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la
Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la
corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por
aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra,
utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes
y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en
caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino
instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o
recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no
viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo
por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para
la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y
bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario,
éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y
dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz,
dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las
faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el
remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y
méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el
precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra
perfección».
La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con
indignación o se sufre murmurando; y esto explica cómo «se
hallan tantas personas humilladas que no son humildes». Sólo
será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la
medida en que la reciba humildemente como si fuera de la
mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la
necesito y bien la he merecido. Y si una ligera ofensa, una
falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente
para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el
orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar
de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi
remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber
agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor
propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera
humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo
después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los
humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y
nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos
de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y
ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía la confusión, se lo
agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a
trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias
de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la
vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en la
presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han
quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es
menos merecido.
San Pedro mártir, puesto injustamente en prisión,
quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he
cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el divino
Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia
en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor,
solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre», y
con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que
le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le
condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al
suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el
más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es
maltratada con bofetadas, manchada con salivazos. No
aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de
reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre
y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque
se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles
criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con
deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y
recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la
Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no
suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones?
¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una
vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a
Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría
derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado,
tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás
siendo todavía sensible a los desprecios»?
Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto
amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto
y hasta se considera uno dichoso en compartir las
humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el amor «nos hace considerar como favor
grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias,
vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace
renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado
Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la
abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no
queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas
del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio
que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los
sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más
gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».
Al hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus
propias disposiciones. En medio de la tempestad, de los
desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a
ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin
conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión
para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si
alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le
hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que
enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca
infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es
precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro
Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios
de mi confusión! Si descaradamente somos insultados,
magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a
montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a
vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los mismos
sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su
compañero: «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que
ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los
lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»