martes, 5 de julio de 2022

SANTO TOMAS MORO MARTIR DE CRISTO

 





En 1535, bajo los golpes de la justicia inglesa, moría Tomás Moro, el que había sido miembro del Parlamento inglés, subgobernador de Londres, consejero del rey, canciller de Inglaterra, hidalgo, célebre escritor de su época, autor de la inmortal obra “Utopía” y gran amigo de Erasmo, el famoso humanista del siglo XVI.

Condenado a muerte, la sentencia del tribunal determinaba que le abriesen el vientre y le arrancasen las entrañas. Pero la “clemencia” de Henrique VIII transformó la pena en decapitación. El 6 de julio fue ejecutado, la cabeza rodó por tierra, estaba todo consumado. Pagaba así el “crimen” de ser católico.

Su vida fue siempre una brillante ascensión, en la que la gloria y el poder corrían a su encuentro, aunque los despreciase, volviendo sus ojos para otra felicidad, que la inconstancia de la política y la tiranía del rey no le podrían robar.

Aún joven, su alma noble se dejó atraer por el encanto místico de un monasterio benedictino, donde quiso comprometerse como soldado en la milicia sagrada del sacerdocio. Pero la Providencia lo impelió a otros rumbos y, se vio obligado a reducir el tiempo consagrado al estudio de la Teología, su materia predilecta, así como la Filosofía, a causa de la voluntad paterna, que le forzó a relegar a un segundo lugar estos estudios, para imponerle que emplease lo mejor de su tiempo a formarse en Derecho. Dócil, Tomás obedeció. Adquirió en la famosa Universidad de Oxford conocimientos jurídicos eminentes y se abrió ante sí las puertas de la política y del Parlamento. En la rápida ascensión que le guio a los más altos cargos del Gobierno, cualquier observador superficial podría imaginarse que en el jurista y el político habrían muerto definitivamente el filósofo y el teólogo, y que nada perduraría del estudiante idealista de otros tiempos. Pero fue lo contrario lo que ocurrió. Hombre la gran inteligencia, pudo adquirir a la par una ciencia jurídica notable y una profunda cultura filosófica. Sus obras le colocaron en la primera línea de los escritores europeos de su tiempo, valiéndole la admiración de reyes y príncipes. El político no mató en él al filósofo ni al teólogo, sino el filósofo y el teólogo gobernaron al político, iluminándole el camino, dictándole los horizontes y dirigiendo la acción.

Es justamente en ese momento que Enrique VIII le coge en lo más brillante de su carrera para imponerle un trágico dilema: la fe o la muerte, si no adhiere a la herejía protestante incurre en las iras del rey. Es el momento crucial de su existencia. Por una parte, la vida le sonríe, por otra la conciencia le señala el camino del deber. No duda. Entrega su dimisión y se retira a la vida privada.

Fue ahí cuando las iras reales le fulminaron. Conducido a prisión, fue sometido a diversos interrogatorios, en los cuales el soldado de los derechos del Papado mostró una energía, una grandeza de alma, un desprendimiento digno de los mártires de las primeras eras cristianas. Encarcelado en la Torre de Londres durante un año, enfermo, privado de los sacramentos, todo conspiraba contra su perseverancia, incluso los ruegos de esposa e hija. La familia se vio reducida a tal miseria que tuvo que vender los trajes de la corte para que él no muriese de hambre en la prisión. Finalmente, le quitaron los libros de piedad. Cerró, entonces, las ventanas de su cárcel, y se mantuvo en la oscuridad a meditar sobre la muerte, hasta que llegó el día en que debería beber la última gota del cáliz.

Caminó hacia el martirio con la naturalidad de quien cumple un deber y ni ahí le abandonó la cordura de espíritu que tan armónicamente se aliaba a su invencible energía. Lo mostró en un lance extremo de indefectible humor inglés. Como la escalera del cadalso estaba poco firme pidió al verdugo que le ayudase a subir. Añadió jocosamente, “para bajar ya me las arreglaré sólo”. Después de abrazar al verdugo, se arrodilló, oró y entregó su gran alma a Dios.