martes, 5 de abril de 2022

EL SANTO ABANDONO. CAPITULO 3: EJERCICIO DEL SANTO ABANDONO

 


1. OBJETO DEL ABANDONO EN GENERAL

No estará de más recordar la distinción entre la voluntad de

Dios significada y su voluntad de beneplácito, ya que en esto

está el nudo de la cuestión.


Por la primera, Dios nos significa claramente y manifiesta

de antemano y de una vez para siempre, «las verdades que

hemos de creer, los bienes que hemos de esperar, las penas

que hemos de temer, lo que hemos de amar, los

mandamientos que se han de observar y los consejos que se

han de seguir». 

Las señales invariables de su voluntad son los

preceptos de Dios y de la Iglesia, los consejos evangélicos, los

votos y las Reglas, las inspiraciones de la gracia. A estas

cuatro señales puede añadirse la doctrina de las virtudes, los

ejemplos de Nuestro Señor y de los Santos.


Ahora bien, el beneplácito de Dios no es conocido de

antemano, y por regla general está fuera del dominio de

nuestros cálculos, y con frecuencia hasta desconcierta

nuestros planes. Solamente nos será manifestado por los

acontecimientos, ya que los elementos que constituyen su

objeto no dependen de nosotros sino de Dios, que se ha

reservado su decisión. Por ejemplo, dentro de cierto tiempo,

¿estaremos sanos o enfermos, en la prosperidad o en la

adversidad, en la paz o en el combate, en la sequedad o en la

consolación? Es más, ¿quién podrá asegurarnos que

viviremos? Sólo conoceremos lo que Dios quiere de nosotros, 

a medida que se vayan desarrollando los acontecimientos.


Nada más a propósito para la voluntad del divino

beneplácito que el santo abandono, puesto que todo él se

funda en una espera dulce y confiada, en tanto que la voluntad

de Dios se nos manifiesta, y en una amorosa aquiescencia,

desde el momento que aquélla se da a conocer. Supone

además, como preliminar condición, la indiferencia por virtud,

pues nada tan necesario como esta universal indiferencia, si

se quiere estar apercibido para cualquier acontecimiento. Por

otra parte, mientras no se declare el divino beneplácito, no

cabe sino esperar confiada y filialmente, pues quien ha de

disponer de nosotros es Nuestro Padre celestial, la Sabiduría

y la Bondad por esencia. Y desde el momento que los

acontecimientos no están en nuestro poder, una espera

pacífica y sumisa nada tiene de quietista y hasta se Impone,

salvo lo que en otra parte hemos dicho acerca de la prudencia,

de la oración y de los esfuerzos en el abandono.


Diversa ha de ser nuestra actitud ante la voluntad de Dios

significada. Nos ha manifestado con toda claridad «que tales y

tales cosas sean creídas, esperadas y temidas, amadas y

practicadas». Lo sabemos, y por lo mismo no tenemos ya el

derecho de permanecer indiferentes para quererlas o no

quererlas. Como de antemano nos ha manifestado su voluntad

de una vez para siempre, no hay para qué esperar nos la

explique de nuevo en cada caso particular. Las cosas de que

se trata dependen de nuestro albedrío, y a nosotros

corresponde obrar con la gracia por nuestra propia

determinación. 

Ante la voluntad de Dios significada, no nos

queda sino someter nuestro querer al suyo, por lo menos en

todo lo que es obligatorio, «creyendo en conformidad con su

doctrina, esperando sus promesas, temiendo sus amenazas,

amando y viviendo según sus mandatos».


Se darán casos en que los acontecimientos no se

sustraigan por completo a nuestra acción, pudiéndose prever y

proveer de alguna manera, y en este caso convendrá añadir al

abandono la prudencia y los esfuerzos personales, porque en

el fondo, tales acontecimientos serán una mezcla de la

voluntad de Dios significada y de su beneplácito.


Por consiguiente, no tiene lugar el abandono en lo concerniente 

a la salvación o a la condenación, a los medios

que nos ha prescrito o aconsejado tomar para asegurar lo uno

y lo otro; como son la guarda de los mandamientos de Dios y

de la Iglesia, la huida del pecado, la práctica de las virtudes, la

fidelidad a nuestros votos y Reglas, la obediencia a los

superiores, la docilidad a las inspiraciones de la gracia. Dios

nos ha manifestado su voluntad sobre todas las cosas, y para

asegurar su fiel ejecución, ha hecho promesas y lanzado

amenazas, ha enviado a su Hijo, establecido la Iglesia, el

sacerdocio, los Sacramentos, multiplicado los socorros

exteriores, prodigado la gracia interior. Evidentemente la

indiferencia no tiene ya razón de ser; la obediencia se requiere

en las cosas obligatorias, y en cuanto a las de consejo, es

preciso al menos estimarlas y no apartar de ellas a las almas

generosas.


«Si la indiferencia cristiana -dice Bossuet- se excluye con

relación a las cosas que son objeto de la voluntad significada,

es preciso, como lo hace San Francisco de Sales, restringirla

a ciertos acontecimientos que están regulados por la voluntad

de beneplácito, cuyas órdenes soberanas determinan las

cosas que suceden diariamente en el curso de la vida.»

«Ha de practicarse en las cosas que se relacionan con la

vida natural: como la salud, la enfermedad, belleza, fealdad,

debilidad y la fuerza; en las cosas de la vida civil, acerca de

los honores, dignidades, riquezas, en las situaciones de la

vida espiritual, como sequedades, consolaciones, gustos,

arideces; en las acciones, en los sufrimientos y por fin en todo

género de acontecimientos». En lo que atañe al beneplácito

divino, esta indiferencia se extiende «al pasado, al presente, al

porvenir; al cuerpo y a todos sus estados, al alma y a todas

sus miserias y cualidades, a los bienes y a los males, a las

vicisitudes del mundo material y a las revoluciones del mundo

moral, a la vida y a la muerte, al tiempo y a la eternidad». Mas

Dios modifica su acción en conformidad con los sujetos: «Si se

trata de los mundanos, les priva de los honores, de los bienes

temporales y de las delicias de la vida. Si se trata de los

sabios, permite que sea rebajada su erudición, su espíritu, su

ciencia, su literatura. En cuanto a los santos, les aflige en lo

tocante a su vida espiritual y al ejercicio de las virtudes». 


¿Hay necesidad de indicar que, siendo el gozo y la

tribulación el objeto del abandono, ofrecerá esta última con

más frecuencia la ocasión de ejercitarse? Todos sabemos por

dolorosa experiencia, que la tierra es un valle de lágrimas y

que nuestras alegrías son raras y fugitivas.

Señalemos aquí dos ilusiones posibles:

1ª Ciertas almas forman grandes proyectos de servir a Dios

con acciones y sufrimientos extraordinarios cuya ocasión

jamás llega a presentarse, y mientras abrazan con la

imaginación cruces que no existen, rechazan con empeño las

que la Providencia les envía en el momento presente, y que,

sin embargo, son menores. ¿No es una deplorable tentación el

ser tan valeroso en espíritu y tan débil en realidad? ¡Líbrenos

Dios de estos ardores imaginarios, que fomentan con

frecuencia la secreta estima de nosotros mismos! En lugar de

alimentarnos de quimeras, permanezcamos en nuestro

abandono, poniendo todo nuestro cuidado en santificar

plenamente la prueba real, o sea, la del momento presente.


2ª Sería una ilusión muy perjudicial despreciar o tener en

poco nuestras cruces diarias, porque son pequeñas. Todas

son ciertamente muy insignificantes; mas, como son, por

decirlo así, de cada momento, por su mismo número aportan

al alma fiel una enorme mina de sacrificios y de méritos. Por

una parte, nada impide recibirlas con mucha fe, amor y

generosidad; y de esta manera la bondad de nuestras

disposiciones les dará un valor inestimable a los ojos de Dios.


Cierto que las grandes cruces, llevadas con amor grande

también, nos acarrearían más méritos y recompensa, pero son

raras. El orgullo y el buscarse a sí mismo se deslizan en ellas

más fácilmente y «de ordinario esas acciones eminentes se

hacen con menos caridad», mientras que el amor y las otras

santas disposiciones son las que «dan precio y valor a todas

nuestras obras». Estimemos, pues, las cruces grandes, pero

guardémonos de menospreciar las pruebas vulgares y

ordinarias, porque de ellas hemos de sacar más provecho.


«Practiquemos la conformidad con la voluntad de Dios -dice el

P. Dosda- en todos sus pormenores, por ejemplo: a propósito

de la humillación ocasionada por un olvido o por una torpeza,

a propósito de una mosca inoportuna, de un perro que ladra, de una

 luz que se apaga, de un vestido que se rompe.»


Practiquémosla sobre todo con las diferencias de carácter, las

contrariedades, humillaciones y los mil pequeños incidentes

en que abunda la vida de comunidad. Sin parecerlo, es un

poderoso medio de morir a sí mismo y de vivir todo para Dios.


Después de haber expuesto con detenimiento la

naturaleza, motivos y el objeto en general del Santo

Abandono, hubiéramos podido dejar al lector el cuidado de

hacer las aplicaciones prácticas. Mas, como las pruebas son

muy diversas, hemos creído hacer una obra útil estudiando las

principales, a fin de poder, según la naturaleza de cada una,

indicar los motivos especiales de paciencia y de sumisión,

resolver algunas dificultades, precisar lo que se refiere a la

oración, a la prudencia y los esfuerzos personales.


Recorreremos sucesivamente las pruebas de orden temporal,

las de orden espiritual en sus vías comunes y las de las vías

místicas.