lunes, 7 de marzo de 2022

DOMINGO DE QUADRAGÉSIMA (2022)


 

DOMINGO DE QUADRAGÉSIMA

Jesús nos enseña a retirarnos a veces en la soledad, para atender mejor a los intereses de nuestra alma; para ayunar y hacer penitencia, para expiar nuestros pecados; finalmente para combatir al demonio y resistir con valentía todas sus insinuaciones y todos sus asaltos.

Es por esto que la Iglesia nos hace leer este relato evangélico al comienzo de la Cuaresma: retiro, oración, penitencia y lucha contra la carne y el demonio…

Agradezcamos a Nuestro Señor su bondad al instruirnos, tanto con su palabra como con su vida, y pidámosle que nos ilumine y fortalezca, a fin de que comprendamos bien y pongamos en práctica tan saludables lecciones.

Inmediatamente después de su Bautismo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu Santo, que acababa de descender visiblemente sobre Él en forma de paloma. Con esto quiere que veamos que obra en todas las cosas según la voluntad expresa de su Padre.

Nos enseña, además, a dejarnos conducir en todo por el mismo Espíritu divino, a no hacer nada por nuestro propio espíritu o según las impresiones de la carne, del mundo o del demonio.

Nuestro Señor, antes de iniciar su vida pública, se retiró, pues, al desierto para enseñarnos a refugiarnos muchas veces, como Él, en la soledad y el retiro, sobre todo antes de emprender algo por Dios, o cuando se trata de saber su voluntad sobre nosotros.

Y allí quiso primero ayunar durante cuarenta días por varias razones:

Para reparar el pecado de nuestros primeros padres, así como condenar desde el principio nuestras intemperancias y enseñarnos a expiarlas nosotros mismos con la abstinencia y el ayuno.

También, según San Juan Crisóstomo, “para enseñarnos qué gran bien es el ayuno, qué escudo nos ofrece contra el infierno y contra las tentaciones que a él conducen, y para que sepamos que, incluso después del Bautismo, debemos ayunar y no complacernos en los placeres”.

Este ayuno del Salvador fue completo y absoluto, y duró cuarenta días y cuarenta noches. Es para perpetuar su memoria que la Iglesia ha establecido el ayuno cuaresmal.

El número cuarenta aparece en la Sagrada Escritura como un número sagrado y misterioso: Moisés y Elías ayunaron cuarenta días; los israelitas estuvieron cuarenta años en el desierto; el Mesías fue esperado durante cuarenta siglos; cuarenta días fueron dados a los ninivitas para aplacar la ira de Dios; Nuestro Señor permaneció cuarenta días en la tierra después de su resurrección.

Al cabo de ellos tuvo hambre, y se le acercó el tentador, el demonio, Satanás, la serpiente antigua, que sedujo a nuestros primeros padres, el adversario de Dios, el enemigo implacable del hombre.

Pero, ¿cómo se atrevió a acercarse al Salvador? Sólo conocía vagamente los secretos divinos en relación con el Mesías; el misterio de la Encarnación permaneció oculto para él; y si algunas circunstancias de la vida de Jesucristo le hicieron pensar que podía ser el Mesías, otras lo dejaron en duda.

 

Acababa de oír una voz del Cielo proclamando a Jesús Hijo de Dios, y este ayuno de cuarenta días parece confirmar la palabra divina. Pero ahora, aquí está Jesús apremiado por el hambre… Entonces, se anima a tentarlo…

Y Nuestro Señor quiso ser tentado por el demonio por varias razones:

a) “Porque convenía, según San Ambrosio, que la obediencia y la victoria del segundo Adán vinieran a reparar la desobediencia y la derrota del primero”.

b) Para ser nuestro modelo en nuestras tentaciones.

“Jesucristo, nuestro general, dice San Agustín, se dignó dejarse tentar, para enseñar a sus soldados a combatir y vencer a Satanás, el enemigo perseverante del género humano, porque nuestra vida es una lucha continua contra él”…

c) Nuestro Señor, por su victoria sobre el demonio, nos instruye y nos obtiene las gracias necesarias para triunfar sobre él a nuestra vez.

 

De la tentación de Jesús resultó, pues, un triple efecto: una gloria inmensa para su Padre, ventajas preciosas para nosotros, humillación y confusión del enemigo capital de Dios y de los hombres.

Sin saber a ciencia cierta si Nuestro Señor es Dios, Satán duda y se pregunta: ¿quién es este personaje extraordinario? Y es entonces cuando se acerca para tentarlo y tratar de saber exactamente quién es.

Para tener éxito, le dirá dos veces: Si eres el Hijo de Dios.

Contra el nuevo Adán, Satanás usa las mismas armas con las que tuvo éxito contra el antiguo Adán, y que aún utiliza contra todos nosotros.

Estas tres tentaciones son ejemplares, pues encierran todas las tentaciones posibles: a partir de la atracción de las cosas sensibles, pasa por el amor propio, para llegar a crecida soberbia.

Toca sucesivamente las tres grandes concupiscencias: la sensualidad o satisfacción de los apetitos, la vanagloria y la codicia, especialmente de poder. Pero, en el caso de Nuestro Señor, serán empleadas contra su misión mesiánica, pretendiendo apartarlo de la obra encomendada por el Padre y de la manera en que debía ser cumplida.

El Salvador le responderá con tres palabras de la Sagrada Escritura, que bastarán para desconcertarlo y ponerlo en fuga.

Notemos, con San Gregorio, que “el Salvador podía ser tentado por la sugestión, pero que el deleite del pecado no se apoderaba de su alma; y que por eso este triple asalto del demonio fue enteramente exterior, de ninguna manera interior”.

¿Cuál fue la primera tentación?

 

El demonio, al ver que Jesús tiene hambre, se acerca a Él, debajo de agradable apariencia, y, con hábil adulación mezclada con hipócrita caridad, le dice: Si verdaderamente eres el Hijo de Dios (como se declaró en tu bautismo), di que estas piedras se convierten en pan; es decir, si eres el Hijo de Dios, el Mesías anunciado, debes ser todopoderoso, y una sola palabra de tu boca bastará para convertir estas piedras en pan.

Oh Satán!, exclama San Jerónimo, necesariamente te equivocas; pues, si es lo bastante poderoso para convertir las piedras en pan, en vano lo tientas; y, si no puede, en vano sospechas que es el Hijo de Dios».

Y San Pedro Crisólogo rebate con energía: «Oh desgraciado, quieres tentar y no sabes cómo hacerlo… Es ante el que cree que se hacen los milagros, y no ante el que tiende emboscadas; su fin es la salvación de quien los pide, y no el perjuicio de quien los opera”.

Jesús responde simplemente con una palabra de Moisés: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

De este modo, Jesús, la Sabiduría infinita, triunfa sobre la soberbia y la perfidia de Satanás por la humildad y la palabra de Dios. Remitiéndose a la Providencia y al testimonio de su Padre, se niega a usar su poder divino para la gratificación puramente personal y para la curiosidad insidiosa y perversa de quien lo interpela.

Todas las artimañas del demonio se frustran y su perversa insinuación queda sin respuesta.

Por esta réplica, Nuestro Señor nos enseña:

a) que los intereses del alma deben anteponerse a las necesidades del cuerpo;

b) que nuestro alimento principal está en el cumplimiento de la voluntad de Dios, expresada por su palabra;

c) que debemos encomendarnos en todo a la divina Providencia.

El tentador, vencido, no se desanima; prueba otra señuelo más sutil y más peligroso, el del orgullo y la vanagloria. Lleva a Jesús a la Ciudad Santa, Jerusalén, y lo coloca en el pináculo del Templo.

Entonces Satanás le dijo: Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde lo alto; está escrito, que mandará los ángeles en tu defensa, y te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra.

Notemos el artificio de Satanás: habiendo sentido el efecto poderoso de la palabra divina, también él cita, como el verdadero mono de Dios que es, una palabra de la Sagrada Escritura en apoyo de la insinuación que hace a Jesús. Le insta, en efecto, a precipitarse hacia abajo, para que, sin sentir daño por su caída, haga creer a los judíos, reunidos en gran número ese día en el Templo, que Él es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado, y provoque sus aclamaciones y aceptación.

Satanás, verdadero padre de la mentira, «trunca el texto sagrado y lo malinterpreta», dice San Jerónimo.

 

“¡Oh Satán!, exclama San Juan Crisóstomo, has leído que el Hijo de Dios es llevado en manos de los Ángeles, ¿y no has leído que pisotea al áspid y al basilisco?, es decir, a él mismo, la infernal serpiente. Pero, por orgullo, cita la primera parte y, por engaño, oculta la segunda.

Observemos aquí cómo, por voluntad de Dios, se encadena el poder del demonio; en efecto, pudo transportar a Jesús al pináculo del templo; pero no tiene poder para precipitarlo. Por eso San Agustín lo llama “perro encadenado, que puede ladrar, pero sin morder a nadie, excepto a quien quiere acercarse y dejarse morder”.

Y Nuestro Señor responde a Satán con otra palabra que lo confunde aún más: También está escrito: «No tentarás al Señor tu Dios».

De nuevo niega al diablo el conocimiento de su origen divino; pues no dice, aplicándose a sí mismo el texto de Moisés: No me tentarás a mí, tu Señor y Dios.

Además, así como, la primera vez, no quiso hacer un milagro para su satisfacción personal, así, en esta segunda circunstancia, se abstiene de intentar un prodigio que hubiera sido sólo una vana ostentación de su poder, sin real utilidad, y más bien una presunción culpable y peligrosa.

En consecuencia, Satanás conoció poco y mal la infinita sabiduría de Dios, escondida debajo del velo de nuestra humanidad.

Pronto, además, los Ángeles buenos le mostrarán, después de su vergonzosa derrota, que es su función propia y su felicidad servir a Jesús.

Nuestro Señor nos hace comprender, por esta segunda tentación y por la forma en que la combate y vence, que, contando con la ayuda de Dios en las cosas que nos manda, no debemos tentarlo, es decir, ser tan ciegos como para esperar un milagro de Él, arrojándonos temerariamente al peligro en la próxima ocasión de pecado, o emprendiendo un trabajo demasiado difícil, sin necesidad, para satisfacer el orgullo, la vanagloria, y la ambición de aparecer.

Tengamos cuidado de las cosas y de los caminos extraordinarios; permanezcamos en la humildad y en la obediencia, cumpliendo bien nuestros deberes de estado, y entonces podremos contar ciertamente con el auxilio de Dios.

 

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Satanás, después de este doble fracaso, permaneciendo aún en la misma incertidumbre, espera obtener éxito recurriendo al cebo de la codicia. Se apodera, pues, por segunda vez de la adorable Persona de Jesús y la transporta a un alto monte, desde donde le muestra todos los reinos del mundo y su gloria. Entonces le hace esta promesa: Te daré todas estas cosas si, postrándote ante mí, me adoras.

En San Lucas se añade: Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero…

 

¡Qué mentira y qué engaño! Sobre todo, ¡qué descaro y qué sacrílega audacia!

Sin duda, la fragilidad y la complicidad culpable de los hombres han adquirido para Satanás un formidable imperio en el mundo, y por eso la misma Sagrada Escritura lo llama el Príncipe de este mundo.

Pero él, que acaba de citar al salmista, no ignora, sin embargo, que Dios no le dijo a él, a Satanás: Pídeme y te daré en herencia las naciones, serán propiedad tuya los confines de la tierra.

Así que piensa que puede imponerse a Jesús. Y, debido a que se desenmascara por completo y se presenta abiertamente como un rival de Dios, juzga que puede obtener de Jesús un acto de idolatría.

En verdad, esta tentación presenta un carácter tan grosero, tan evidente de malicia, que uno casi se asombra de que el mismo diablo tuviera tanta insolencia; porque después de todo, tenía que conocer, al menos, la santidad de Aquél a quien estaba tentando, y que era una locura esperar tener éxito por tales medios.

Todo se explica, sin embargo, si se observa que este ser orgulloso, justamente abatido y arrojado al abismo, nunca abdicará de sus ambiciosas pretensiones. Además, está demasiado acostumbrado a triunfar con los hombres y dominarlos con este miserable cebo de riquezas, honores o bienes terrenales. ¡Qué número lamentable de cristianos, todavía hoy, venden sus almas y adoran a Satanás, esperando obtener de él una parte de los bienes y grandezas del mundo!

Pero Jesús, rechazando con horror y desprecio este ofrecimiento diabólico, lo vence y lo pone en fuga con una sola frase: Retírate, Satanás, está escrito que adorarás al Señor tu Dios, y sólo a Él servirás.

Es la ley fundamental de la verdadera religión, es el primero de los mandamientos, que incluye todos los demás.

Quiera Dios que, siguiendo el ejemplo de Jesús, podamos repeler así los ataques del demonio cada vez que nos tiente, prometiéndonos los engañosos señuelos de los placeres de la carne, o los honores de aquí abajo, o los falsos bienes.

Resistamos valientemente y digámosle con Nuestro Señor: Vade retro, Satana.

Como dice San Juan Crisóstomo, “Tengamos por nuestra salvación el celo que este acérrimo enemigo despliega por nuestra ruina”.

Como bien dice el mismo San Crisóstomo, “El diablo no se retiró por obediencia a la palabra de Cristo, sino que lo rechazó lejos o la divinidad misma del Salvador o el Espíritu Santo que estaba en Él”.

Entonces los Ángeles, que habían sido espectadores del combate de Jesús, se acercaron, como siervos fieles, para honrarlo y servirlo.

 

Esta llegada de los Ángeles nos muestra los consuelos que siguen a una tentación vencida, como vemos en la vida de todos los siervos de Dios, por ejemplo, San Antonio, Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina de Siena, etc.

Dios recompensa cien veces más a los que le son fieles y luchan generosamente por Él.

¡Oh Jesús!, concédenos la gracia de seguirte al desierto, durante esta Santa Cuaresma.

Ayúdanos a santificarla con la oración, la penitencia y la mortificación, a abstenernos durante ella de todo pecado y a practicar todas las virtudes cristianas.

Sé nuestra fuerza, para que pongamos en fuga a Satanás, y para que merezcamos ser introducidos, desde esta vida, en las filas de tus benditos fieles servidores, que se acercan a Ti y que siguen trabajando a vuestro servicio y según vuestras órdenes, hasta la muerte.