«La voluntad del hombre es por extremo suspicaz, de
suerte que por regla general sólo se fía de sí mismo y teme
siempre, por lo que atañe a si propio, del poder y de la
voluntad de otro. Lo que se posee de más precioso, fortuna,
honor, reputación, salud, la vida misma jamás se deposita en
manos de otro, a menos de tener una gran confianza en él.
Para el ejercicio de la caridad y del Santo Abandono, es, pues,
necesaria una plena confianza en Dios.» De donde se deduce
que no podrá hallarse el perfecto abandono de un modo
habitual fuera de la vida unitiva, porque sólo en ella la
confianza en Dios llega a su plenitud.
«La sabiduría del hombre es muy limitada en sus
horizontes; su voluntad es débil, mudable y sujeta a mil desfallecimientos y, por consiguiente, en vez de tener
confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos,
incluso de Dios, debiéramos suplicarle, importunarle para que
se haga Su voluntad y no la nuestra, porque Su voluntad es
buena, buena en sí misma, benéfica para nosotros, buena
como lo es Dios y forzosamente benéfica».
¿Quién es aquel que vela sobre nosotros con amor y que
dispone de nosotros por su Providencia? Es el Dios bueno. Es
bueno de manera tal, que es la bondad por esencia y la
caridad misma, y, en este sentido, «nadie es bueno sino
Dios». Santos ha habido que han participado
maravillosamente de esta bondad divina, y, sin embargo, los
mejores de entre los hombres no han tenido sino un riachuelo,
un arroyo o a lo más un río de bondad, mientras que Dios es
el océano de bondad, una bondad inagotable y sin límites.
Después que haya derramado sobre nosotros beneficios casi
innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su
expansión ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad
hasta lo infinito para poder gastarla. A decir verdad, cuanto
más da, más se enriquece, pues consigue ser mejor conocido,
amado y servido, al menos por los corazones nobles. Es
bueno para todos: «hace brillar su sol sobre los buenos y los
malos, hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores».
No se cansa de ser bueno, y a la multitud de nuestras faltas
opone «la multitud de sus misericordias» para conquistarnos a
fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es
infinitamente justo como es infinitamente bueno; mas, «en su
misma vida no olvida la misericordia».
Este Dios tan bueno es «nuestro Padre que está en los
cielos». Como estima tanto este título de Dios bueno y nos
recuerda hasta la saciedad sus misericordias, por lo mismo le
gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan grande y tan
santo y nosotros tan pequeños y pecadores, hubiéramos
tenido miedo de El; para ganarse nuestra confianza y nuestro
afecto, no cesa de recordarnos en los libros santos, que El es
nuestro Padre y el Dios de las misericordias. «De El deriva
toda paternidad en el cielo y en la tierra», y ninguno es padre
como nuestro Padre de los Cielos. El es Padre por
abnegación, madre por la ternura. En la tierra nada hay comparable al corazón de una madre por el olvido de sí, el
afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira tanta
confianza y abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa
infinitamente para nosotros a la mejor de las madres. «¿Puede
una madre olvidar a su hijo, y no apiadarse del fruto de sus
entrañas?, pues aunque se olvidara, yo no me olvidaré de
vosotros» «El que ha amado al mundo hasta el extremo de
darle su Hijo unigénito», ¿Qué nos podrá negar? Sabe mejor
que nosotros lo que necesitamos para el cuerpo y para el
alma; quiere ser rogado, tan sólo nos echará en cara el no
haber suplicado bastante, y no dará una piedra a su hijo que le
pide pan. Si es preciso que se muestre severo para impedir
que corramos a nuestra perdición, su corazón es quien arma
su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno,
enjugará nuestras lágrimas y derramará el bálsamo sobre la
herida. Creamos en el amor de Dios para con nosotros y no
dudemos jamás del corazón de nuestro Padre.
Es nuestro Redentor, que vela sobre nosotros; es más que
un hermano, más que un amigo incomparable, es el médico
de nuestras almas, nuestro Salvador por voluntad propia. Ha
venido a «salvar el mundo de sus pecados», curar las
dolencias espirituales, traernos «la vida y una vida más
abundante», «encender sobre la tierra el fuego del cielo».
Salvarnos, he aquí su misión; salir bien en esta misión, he
aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá El no sentir interés por
nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones, su cuerpo
surcado de heridas, su alma llena de dolor, el calvario y el
altar, todo nos muestra que ha hecho por nosotros locuras de
amor. «¡Nos ha adquirido a tan alto precio! » ¿Cómo no le
hemos de ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener
confianza, si no en este dulce Salvador, sin el cual estaríamos
perdidos? Por otra parte, ¿no es Él el Esposo de nuestras
almas? Abnegado, tierno y misericordioso para con cada una,
ama con marcada dilección a aquellas que todo lo han dejado
por adherirse sólo a El. Tiene sus delicias en verlas cerca de
su tabernáculo y vivir con ellas en la más dulce intimidad.
«Cuando os hallareis en la aflicción -dice el P. de la
Colombière-, considerad que el autor de ella es Aquel mismo
que ha querido pasar toda su vida en los dolores, para con ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel cuyo ángel está
siempre a nuestro lado vigilando por orden suya sobre todos
nuestros caminos; Aquel que ruega sin cesar sobre nuestros
altares y se sacrifica mil veces al día en favor nuestro; Aquel
que viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la
Eucaristía; Aquel para quien no existe otro placer que unirse a
nosotros. -Mas me hiere cruelmente, deja caer su pesada
mano sobre mí. -¿Qué podéis temer de una mano que ha sido
agujereada, que se ha dejado atar a la cruz por nosotros? -Me
parece andar por un camino erizado de espinas. -Pero si no
hay otro para ir al cielo, ¿preferirías perecer siempre antes
que sufrir durante unos momentos? ¿No es éste el mismo
camino que El ha seguido antes de vosotros y por vosotros?
¿Podréis encontrar una espina que El no haya enrojecido con
su sangre? -Me ofrece un cáliz lleno de amargura. -Sí, pero
recordad que es vuestro Redentor quien os lo presenta.
Amándoos como os ama, ¿podría resolverse a trataros con
rigor, si no hubiera para ello una utilidad extraordinaria o una
urgente necesidad?».
Siendo como es bueno y santo, no obra sobre nosotros
sino con los fines más nobles y beneficiosos. «Su objeto es y
será indefectiblemente uno»: la gloria de Dios. «El Señor ha
hecho todas las cosas para sí mismo», nos dice la Escritura, y
no hemos de lamentamos por esto, pues esta gloria no es otra
cosa que la alegría de darnos la eterna felicidad... Teniendo el
universo por fin la glorificación de Dios mediante la
beatificación de la criatura racional, síguese que en un plan
secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la tierra,
es la Iglesia católica, pues ella es la madre de la Salvación.
Todas las cosas terrestres, todas, hasta las persecuciones,
están hechas o permitidas por Dios para el mayor bien de la
Iglesia... Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras
al bien de los elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se
identifica con la salvación eterna del hombre, de lo cual hemos
de concluir que en un tercer plano, el término invariable de las
evoluciones y revoluciones de aquí abajo, no es otro que la
llegada de los elegidos a su eterno destino; tanto es así, que
tal vez nos sea dado ver en el cielo países enteros, removidos
por la salvación de un grupo de elegidos... ¿No es cosa loable ver a Dios gobernar al mundo con el único fin de hacer seres
felices y regocijarse en ellos? La voluntad de Dios es, por tanto, la santificación de las almas.
No existe un solo segundo en que, en un punto cualquiera
del universo, se le pueda sorprender ocupado en otra cosa.
He aquí la razón de todos estos acontecimientos grandes y
pequeños que agitan en diversos sentidos las naciones, las
familias. la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy
enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me
proporciona este encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me
hace chocar contra esta piedra y me entrega a esta tentación.
Todos estos procedimientos los determina su amor, su deseo
de mi mayor bien. ¿Con qué confianza y docilidad no
debiéramos dejarnos hacer y corresponder si
comprendiéramos mejor sus misericordiosos caminos? Tanto
más, cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal
bondad un poder infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en
efecto, el fin particular de cada alma, el grado de gloria a que
la destina en el cielo, la medida de santidad que la tiene
preparada. Para llegar al término y a la perfección sabe qué
caminos ha de seguir, por cuáles pruebas ha de atravesar, qué
humillaciones ha de sufrir. En estos mil acontecimientos de
que estará formada la trama de su existencia, la Providencia
es la que tiene el hilo y lo dirige todo al fin propuesto. Del lado
de Dios que lo dispone nada viene que no sea luz, sabiduría,
gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente
poderoso, puede todo cuanto quiere. El es el dueño, tiene en
su poder la vida y la muerte, conduce a las puertas del
sepulcro y saca de él. Hay en nosotros sombras y claridades,
tiempo de paz y tiempo de aflicción; hay bienes y males; todo
viene de El, no hay absolutamente nada de que su voluntad
no sea dueña soberana. Hace todo según su libre consejo, y si
una vez ha decretado salvar a Israel, nadie hay que pueda
oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle variar sus
designios; contra el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni
profundidad de consejos.
Bien es verdad que dispone de los seres racionales
respetando su libre albedrío. Pueden, pues, oponer su voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque. Mas en
realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son
conocidas desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al
determinar sus planes; halla en los recursos infinitos de su
omnipotente Sabiduría la mayor facilidad para cambiar los
obstáculos en medios, a fin de hacer servir a nuestro bien las
maquinaciones que el infierno y los hombres traman para
perdernos. «Lo que yo he resuelto, dice el Señor en Isaías,
permanecerá estable, mi voluntad se cumplirá en todas las
cosas». Obrad como queráis, es necesario que la voluntad de
Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro libre albedrío,
reservándose el dar a cada uno según sus obras; mas todos
los medios que podáis emplear para eludir sus designios, El
sabrá hacerlos servir para el cumplimiento de estos mismos.
«Entonces, ¿Qué podemos temer?, ¿Qué no debemos esperar
siendo hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y
en voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los
medios convenientes a este fin y tan moderado para
aplicarlos, tan bueno para querer, tan perspicaz para ordenar,
tan prudente para ejecutar?»
RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES
«Los pensamientos de Dios no son nuestros
pensamientos; tanto como el cielo se eleva sobre la tierra, los
caminos del Señor superan a los nuestros». De ahí surgen un
sinnúmero de malas inteligencias entre la Providencia y el
hombre que no sea muy rico en fe y abnegación. Señalaremos
cuatro.
1º La Providencia se mantiene en la sombra para dar lugar
a nuestra fe, y nosotros querríamos ver. Dios se oculta tras las
causas segundas, y cuanto más se muestran éstas más se
oculta El. Sin El nada podrían aquéllas; ni aun existirían; lo
sabemos, y con todo, en vez de elevarnos hasta El,
cometemos la injusticia de pararnos en el hecho exterior,
agradable o molesto, más o menos envuelto en el misterio.
Evita manifestarnos el fin particular que persigue, los caminos
por donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de
tener una ciega confianza en Dios, querríamos saber, casi
osaríamos pedirle explicaciones. ¿Acaso un niño se inquieta por saber adónde le conduce su madre, por que escoge este
camino en vez del otro? Por ventura, ¿no llega el enfermo
incluso a confiar su salud, su vida, la integridad de sus
miembros al médico, al cirujano? Es un hombre como
nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a causa de su
abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No deberíamos
tener infinitamente más confianza en Dios, médico
omnipotente, Salvador incomparable? Al menos, cuando todo
es sombrío en derredor nuestro y ni aun sabemos por dónde
andamos, quisiéramos un rayo de luz. ¡Oh, si supiéramos
siquiera darnos cuenta que la gracia es quien obra y que todo
va bien! Pero ordinariamente no se dará uno cuenta del
trabajo del divino decorador antes de que esté terminado. Dios
quiere que nos contentemos con la simple fe y que confiemos
en El, con corazón tranquilo, en plena oscuridad. ¡Primera
causa de la pena!
2º La Providencia tiene distintas miras que nosotros, ya
sobre el fin que se propone, ya sobre los medios destinados a
su consecución. En tanto no nos hayamos despojado por
completo del amor desordenado a las cosas de la tierra,
querríamos encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él
por camino de rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que
está en razón, a la estima de gentes de bien, al afecto de los
suyos, a los consuelos de la piedad, a la tranquilidad interior,
etc., y que se saboree tan poco la humillación, las
contrariedades, la enfermedad, la prueba en todas sus formas.
Las consolaciones y el éxito se nos presentan más o menos
como la recompensa de la virtud, la sequedad y la adversidad
como el castigo del vicio; nos maravillamos de ver con
frecuencia prosperar al malo y sufrir al justo aquí abajo. Dios,
por el contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra,
sino hacer que lo merezcamos tan perfecto como sea posible.
Si el pecador se obstina en perderse, es necesario que reciba
en el tiempo la recompensa de lo poquito que hace bien. En
cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el cielo; lo
esencial, mientras aquél llega, es que se purifiquen, que se
hagan ricos en méritos. ¡Es tan buena la prueba con este fin!
No escuchando sino a su austero y sapientísimo amor, Dios
trabajará por reproducir a Jesucristo en nosotros a fin de hacernos reinar con Jesús glorificado. ¿Quién no conoce por
lo demás las bienaventuranzas anunciadas por el divino
Maestro? Así, la cruz será el presente que El ofrecerá a sus
amigos con más gusto. «Considera mi vida toda llena de
sufrimientos -dijo a Santa Teresa-, persuádete que aquel es
más amado de mi Padre que recibe mayores cruces; la
medida de su amor es también la medida de las cruces que
envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi predilección que
deseando para vosotros lo que deseé par mí mismo?»
Lenguaje divino y sapientísimo, mas, ¡qué pocos lo entienden!
Y ésta es la segunda causa de las equivocaciones.
3º La Providencia sacude recios golpes y la naturaleza se
lamenta. Hierven nuestras pasiones, el orgullo nos reduce,
nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente heridos por
el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro
gangrenado. Estamos persuadidos de que no hay para
nosotros remedio sino en la amputación, mas no tenemos
valor para hacerla con nuestras propias manos. Dios, cuyo
amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este
doloroso servicio. En consecuencia nos enviará
contradicciones imprevistas, abandonos, desprecios,
humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una enfermedad
que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los
que liga y aprieta el miembro gangrenado, le hiere la parte
más conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar
a lo vivo. La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha,
porque este rudo tratamiento es la curación, es la vida. Estos
males que de fuera nos llegan, son enviados para abatir lo que
se subleva dentro, para poner límites a nuestra libertad que se
extravía y freno a nuestras pasiones que se desbocan. He
aquí por qué permite Dios se levanten por todas partes
obstáculos a nuestros designios, por qué nuestros trabajos
tendrán tantas espinas, por qué no gozaremos jamás de la
tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán con
frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene
la naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos
sinsabores; los hombres, injusticias, y su carácter, tantas y tan
inoportunas desigualdades. A derecha e izquierda somos
acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra voluntad, que es demasiado libre, así probada, estrechada y
fatigada por todas partes, se despoje al fin de sí misma y no
busque sino la sola voluntad de Dios. Mas ella se resiste a
morir, y ésta es la tercera causa de los disgustos.
4º La Providencia emplea a veces medios desconcertantes.
« Sus juicios son incomprensibles»; no sabríamos penetrar
sus motivos, ni atinar con los caminos que escoge para
ponerlos en ejecución. «Dios comienza por reducir a la nada a
los que encarga alguna empresa, y la muerte es la vía
ordinaria por la que conduce a la vida; nadie sabe por dónde
pasa.» Y, por otra parte, ¿Cómo su acción va a contribuir al
bien de sus fieles? Nosotros no lo vemos y aun
frecuentemente creemos ver lo contrario. Mas adoremos la
divina Sabiduría que ha combinado perfectamente todas las
cosas, estemos bien persuadidos de que los mismos
obstáculos le servirán de medios y que llegará siempre a
sacar de los males que permite el invariable bien que se
propone, es decir, los progresos de la Iglesia y de las almas
para la gloria de su Padre.
En consecuencia, si consideramos las cosas a la luz de
Dios, llegaremos a la conclusión de que muchas veces los
males en este mundo no son males, los bienes no son bienes,
hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que
son un castigo.
Citemos algunos ejemplos entre mil, para poner estas
verdades en todo su esplendor. Dios se compromete a hacer
de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las
naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo
de las promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente
que no: mas quiere probar la fe de su servidor y a su tiempo
detendrá el brazo. Se propone someter a José la tierra de los
Faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de sus
hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna,
conducido a Egipto, vendido como esclavo, después pasa en
la cárcel años enteros, todo parece perdido, y, sin embargo,
por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus gloriosos
destinos. Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su
pueblo del yugo de los madianitas, improvisa soldados que
apenas serán uno contra cuatro. En lugar de aumentar su número, el Señor despide a la mayor parte, no conservando
sino trescientos y, armándolos de trompetas, de lámparas, con
cántaros de barro, les conduce, ¿a dónde, diremos, a la
batalla o al matadero? Y con este inverosímil ejército es por el
que asegura a su pueblo una sorprendente y segura victoria.
Mas dejemos el Antiguo Testamento.
Después de las ovaciones y de los ramos, Nuestro Señor
es traicionado, prendido, abandonado, negado, juzgado,
condenado, abofeteado, azotado, crucificado y pierde su
reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la
herencia de las naciones? Triunfa el infierno y todo parece
perdido, no obstante, por ahí mismo nos viene la salvación.
Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo que es débil.
Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la
conquista del mundo; nada son, pero El está con ellos. Deja a
la persecución campear durante tres siglos, y, según su
palabra profética, aquélla apenas ha de cesar; renueva a la
Iglesia en lugar de destruirla y la sangre de los mártires es aún
hoy día semilla de cristianos. La impiedad de los filósofos, las
argucias de los heresiarcas se aprestan al asalto para
extinguir las estrellas del cielo; y con eso precisamente se
hace la fe más explícita y más luminosa. Los reyes y los
pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo, que es,
sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el momento
que El ha escogido, «el Hijo del carpintero, el Galileo»,
siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en un ataúd
y los citará a su tribunal. Mientras la tierra se agita en un sin
fin de revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta,
indestructible y luminosa sobre las ruinas de los tronos y de
las nacionalidades.
Quédanle medios propios suyos, medios inverosímiles, que
Dios escogerá para salvar a un pueblo, conmover las
muchedumbres, instituir familias religiosas.
Hubo un tiempo en que daba pena el reino de Francia;
para arrancarlo de una pérdida total e inminente, Dios va a
suscitar no poderosas armas, sino una inocente niña, una
pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil instrumento libra a
Orleáns y conduce triunfalmente al Rey a Reims para ser
consagrado. En nuestros días conmueve países enteros a la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote rural, y a
excepción de la santidad, hombre de menguado valer. Dios
quería nuestra Orden: suscita tres santos para fundarla y le
prepara las más abundantes bendiciones, y, sin embargo, la
persecución que se dejó caer sobre nuestros Padres en
Molismo los siguió a Cister. Se obliga a San Roberto por
obediencia a dejar su obra sin terminar. San Alberico durante
su gobierno y San Esteban durante algunos años apenas
reciben novicios. La muerte hace sus vacíos y una epidemia
arrebata la mitad de la pequeña Comunidad. Los
supervivientes se preguntan, no sin ansiedad, si llegarán a
tener sucesores o si su obra va a desaparecer con ellos.
¿ Querrá la Providencia divina destruir sus piadosos
designios? Todo lo contrario, quiere de este modo asegurarlos,
pero a su manera; propónese santificar a los fundadores, pone
en vigor todos los puntos de la Regla, establece sólidamente
la observancia y la vida interior. Una vez preparada la
colmena, atraerá las abejas por enjambres.
Dios revela a la venerable María Postel que ella ha de
fundar, en medio de muchas tribulaciones, una Comunidad
que será la más numerosa de la diócesis de Coutances.
Durante treinta años se la verá conducida por caminos
oscuros, sometida a todo género de pruebas, contradicha por
los acontecimientos, probada por repetidos fracasos. ¿Olvida
acaso el Señor su promesa? Muy al contrario, así es como
asegura su perfecto cumplimiento, elevando a la fundadora a
la más encumbrada santidad, imprimiendo a la Congregación
naciente el espíritu que deberá siempre animarla. San Alfonso
de Ligorio, ilustre Fundador de los Redentoristas, se vio en
sus últimos años indignamente acusado ante el Sumo
Pontífice por dos de los suyos; es condenado, privado de su
cargo de Superior General y hasta excluido del Instituto que le
debía su existencia. Animábase leyendo la vida de San José
de Calasanz, el Fundador de las Escuelas Pías, que fue como
él perseguido, expulsado de su Orden y cuyo Instituto fue
suprimido, y más tarde restablecido por la Santa Sede. Mas
San Alfonso predice: que Dios que ha querido la Congregación
en el reino de Nápoles, sabrá mantenerla en él, y que a
ejemplo de Lázaro saldrá de la tumba llena de vida, cuando él ya no exista. «Dios ha permitido la dimisión -decía- para
multiplicar las casas en los Estados Pontificios.» Y de hecho,
cuando el santo anciano haya apurado hasta las heces el cáliz
de las humillaciones y de los dolores, cuando haya sufrido su
martirio con la más inalterable paciencia, el cisma, causa de
este martirio, cesará como por ensalmo; la Congregación, más
floreciente que nunca, extenderá sus ramas por todos los
países. Así, aquella horrorosa tempestad que parecía iba a
aniquilar el Instituto fue el medio elegido por Dios para
propagarlo por el mundo entero, a la vez que consumaba la
santidad del Fundador. Y día llegó en que los perseguidores
del Santo fueron los más empeñados, según su predicción, en
pedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de
sus maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de
decepciones y de remordimientos!
Tratándose de la santificación individual, Dios sigue los
mismos caminos siempre austeros y a veces desconcertantes.
Nuestro Padre San Bernardo ama con pasión su soledad
llena por completo de Dios, «su bienaventurada soledad es su
única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de
pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le
arranca una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro,
lánzale en medio de un mundo que aborrece, en el tráfago de
mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios a sus gustos de
reposo en Dios.
No puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus
hermanos, y por eso, se inquieta. «Mi vida -dice- es
monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy la quimera
del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje
por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal.
¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos.»
Dios no le escucha, por lo menos en este sentido, y es
preciso bendecirle por ello. Porque el santo «aconseja a los
Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos, pone fin al
cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio de
tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse
una soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto
monje y no vuelve a su claustro sino acompañado de multitud
de discípulos. Es, no la quimera, sino la maravilla de su siglo.
Abrumado por el peso de los negocios, San Pedro
Celestino suspira por su amada soledad y abdica al Sumo
Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en
forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue
puesto en prisión. «Pedro -decíase a sí mismo entonces-,
tienes lo que tanto tiempo deseaste, la soledad, el silencio, la
celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y
bienaventurada prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha
satisfecho los deseos de tu alma de una manera más segura y
agradable a sus ojos que la que tú proyectabas. Quiere Dios
ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero de Loyola,
herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido
su porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este
accidente mil veces feliz a la maravillosa conversión de la que
había de nacer la Compañía de Jesús.
¿No es así como día tras día la mano de Dios nos hiere
para salvarnos? La muerte deja claros en nuestras filas y nos
arrebata las personas con las que contábamos; relaciones
inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros
actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la
confianza de nuestros superiores, abundan las penas
interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se
multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre
suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y
hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a
semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente
más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de
escuchar nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con
nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre
la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros
mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de
abandono; de verdadera santidad.
En resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios
para con nosotros. Creamos sin titubear en la sabiduría, en el
poder de nuestro Padre que está en los cielos. Por numerosas
que sean las dificultades, por amenazadores que puedan
presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la
Providencia exige, aceptemos de antemano la prueba si Dios
la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen Maestro,
y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en
bien de nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único
que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios
sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y de sumisión,
porque El no quiere violentar nuestra voluntad. Si nosotros por
nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de
misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el
tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto
a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien
que El deseaba hacernos.