lunes, 21 de junio de 2021

Vacunas COVID-19 y experimentación con tejido fetal

 



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Aparte de otros adyuvantes y un universo de nanopartículas de dudoso origen y fines, las vacunas que se están administrando contra la COVID-19 contienen material genético de fetos abortados, dicho con palabras más claras, bebés en gestación a los que un médico abortista les arrebató la vida en la camilla de alguna de esas clínicas creadas para la ejecución de inocentes. Ninguna de las vacunas que están actualmente en el mercado –Moderna, AstraZeneka, Pfizer o Johnson & Johnson— para “salvarnos” de esta “mortal” enfermedad está libre de este material genético, conseguido, además, de manera muy poco honrosa. Hay que decir que el material genético que se utiliza en investigación no es de abortos espontáneos, sino de fetos vivos, tal como decimos a continuación.

Hace unos años, a raíz de la grabación con cámara oculta del oscuro negocio de la International Planed Parenthood IPPF con los bebés abortados se jaleó el tema en algunos medios de comunicación y, sobre todo, en las redes sociales. Muchos pudieron enterarse de algunos pormenores del sórdido mundo de la Cultura de la Muerte, pero fue una noticia más en una sociedad que ha perdido el norte hace tiempo. No era un tema nuevo. La IPPF, fundada por Margaret Sanger e íntima de Hitler, es la mayor promotora de abortos del mundo. Su manera de operar es siniestra e innoble, sobre todo hace unos años, porque muchas mujeres acudían engañadas a sus consultas.

Desde que en 1973 se implantó el aborto a petición en EE.UU., la experimentación con tejido fetal inició una carrera imparable que se vio reforzada con la derogación de las leyes que prohibían los experimentos con niños abortados, gracias a la administración Clinton, tan dispuesto siempre a favorecer a la cultura de la muerte. La Liga Nacional del Aborto (NARAL) y Paternidad Planificada son las organizaciones que más colaboran en promocionar estos oscuros experimentos.

Si el aborto es un negocio boyante, la investigación con fetos no le anda a la zaga. El instituto HANA, dedicado a estos menesteres publicita como reclamo para futuros accionistas los suculentos beneficios de su industria. Estamos hablando de miles de millones de dólares.

El Colegio Americano de Obstetricia y Ginecología (ACOG, por sus siglas en inglés), apoya estos trabajos y recibe varios millones de dólares al año para la investigación con tejido fetal.

El tejido fetal tiene cuatro características que lo hacen muy tentador para el trasplante en los adultos: 1) capacidad para crecer y multiplicarse. Con la edad, el cuerpo humano pierde esta cualidad; 2) capacidad de someterse a la diferenciación de células y tejidos; 3) capacidad de sintetizar factores de crecimiento. Estos factores aumentan la capacidad de las propias células fetales y estimulan el crecimiento y la supervivencia de otras células dañadas; 4) capacidad antigénica reducida, es decir, las células fetales tienen menos probabilidad de ser atacadas y destruidas por el sistema inmunitario del adulto.

Los primeros informes sobre la experimentación con fetos se remontan al año 1928. Desde el trasplante de huesos de conejo en humanos, citado por Shattuck, al tejido pancreático de tres fetos humanos en un joven de dieciocho años con diabetes, realizado por Fishera, o los trasplantes de tejido cerebral de fetos humanos en ratas de Willis, todos ellos un fracaso, se interrumpió la investigación durante bastante tiempo y no se reinició hasta finales de los años setenta cuando la fundación Krock, financiada por McDonald´s, costeó varias investigaciones que también fracasaron. El parkinson y la diabetes son las dos enfermedades que persiguen poder curar, sin que hasta la fecha hayan tenido éxitos sustanciales. En 1985, el doctor Kevin Lafferty de la Universidad de Colorado, volvió a trasplantar tejido pancreático fetal a tres adultos diabéticos y también fracasó.

En 1992 el New England Journal of Medicine publicó que los experimentos con tejido fetal humano para aliviar la enfermedad de Parkinson habían resultado exitosos. Tal afirmación la avalaba una nutrida colección de documentos científicos de las universidades de Yale y McGill, el Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado y el Hospital Universitario de Lund, (Suecia). El tratamiento consistía en trasplantar tejido fetal en el cerebro de los aquejados de la citada enfermedad. Como ya apuntamos, el tejido fetal es el más adecuado para trasplantes, pues produce menor rechazo porque el sistema inmunitario reacciona más débilmente.

Estos últimos experimentos, por un lado, hicieron concebir esperanzas a los enfermos de parkinson, y por otro, suscitaron un gran debate sobre la moralidad de experimentar con fetos humanos. A este respecto, el doctor Bernard Nathanson, aun reconociendo que esta utilización sea para bien, siempre se posicionó en contra argumentando que si los tejidos de los masacrados judíos se hubieran empleado para curar a los heridos de guerra, no quedarían justificados los horrendos crímenes.

Pero fueron falsas esperanzas una vez más, pues aunque se habían producido mejorías, al cabo de un año los enfermos estaban en el mismo estado.

Durante las últimas dos décadas es muy poco lo que ha trascendido sobre la experimentación con fetos humanos, lo cual no quiere decir que no se esté experimentando. El secretismo es debido a que la falta de ética de estas investigaciones supuestamente científicas es más que evidente.

Para los trasplantes, los fetos tienen que ser recién abortados. Para reponer el páncreas de un enfermo de diabetes sería necesario –en el caso de que funcionase la técnica—el tejido pancreático de ocho fetos abortados entre las catorce y las veinte semanas. Para obtener tejido nervioso y cerebral adecuado para tratar a un enfermo de parkinson son necesarios cinco fetos de entre nueve y doce semanas. Esto ha propiciado un mercado de fetos vergonzoso, que tiene entre otros protagonistas a la citada IPPF.

A los científicos no les importa saber cómo se obtienen los tejidos fetales para sus experimentos. El doctor B. Nathanson relata que: “las mujeres de entre 13 y 18 semanas de embarazo se colocan en una mesa de operaciones, se les dilata el cuello uterino, se les rompe la bolsa de agua, la cabeza del feto se guía inmediatamente por encima de la cérvix dilatada, se le perfora el cráneo y se coloca una bomba de succión en el cerebro. Luego se succiona el contenido cerebral y se almacena inmediatamente con hielo para preservar su viabilidad […] Procedimientos similares se usan para obtener páncreas fetal, fluido fetal, y timo fetal”.

Espero lector, que conserves la noble capacidad de escandalizarte ante prácticas como esta que denuncia el doctor Nathanson. Él sabía muy bien toda la sordidez que escondía el mundo del aborto y quiso regalarnos su testimonio.

Los fetos de abortos espontáneos no son válidos para la experimentación porque, primero, ya nacen muertos, y, como hemos expresado, es necesario que el tejido esté vivo. Tampoco sirven los fetos muertos por efecto de la RU 486. Segundo, porque los fetos de abortos espontáneos no son suficientes para satisfacer la demanda existente. El negocio del aborto nos lleva a un negocio igual o mayor: el de la experimentación fetal. Pensar en el horror al que todo esto nos está llevando es escalofriante. ¡Es hora de abrir los ojos!