jueves, 10 de diciembre de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 24 Y 25)

 


(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 24

TAMBIÉN JESÚS EDUCA A JOSÉ

“Y Jesús crecía en sabiduría, en edad  y en gracia” (Lc 2, 52)

Debemos representamos el taller de Nazaret como prolongación de Belén y preparación del Calvario. Se trata del mismo misterio de enseñanza, o, más bien, de enseñanzas que se complementan. En Belén aprendemos la necesidad del desprendimiento y la renuncia, en Nazaret la dignidad del trabajo, su valor santificador y redentor.

Es de lamentar que se repita a menudo, con inexactitud, que Dios, al venir a este mundo, se hizo obrero manual para escoger lo que hay de más bajo y despreciable. En realidad es todo lo contrario, ya que vino a enseñarnos todo lo que tiene de grande el uso de las fuerzas que nos ha dado; a decimos que el cumplimiento de cualquier tarea, por oscura que sea, es a sus ojos algo tan sagrado que no consideró indigno de su divinidad aplicarse él mismo a ella.

Jesús y José forman parte así de la llamada clase obrera, cuyo trabajo han santificado.

Externamente, nada distinguía su taller del de los demás, pero el amor que animaba a los dos artesanos resaltaba y sublimaba su labor, Cada uno de los movimientos de sus manos, afanadas de la mañana a la noche, es como una liturgia, como la ofrenda y la consagración de iodo su ser al Dios Creador.

¿Por qué escogió Jesús ser un obrero de la madera? Sin duda porque ésta es uno de los elementos más necesarios y más extendidos por la tierra: debía servirse de ella para realizar nuestra Redención, como la Iglesia debía servirse, siguiendo sus enseñanzas, de la piedra para los altares, del agua para el bautismo, del pan y el vino para la Eucaristía, del aceite para otros sacramentos.

Por la madera del árbol maldito del Paraíso terrestre, vino nuestra perdición; era preciso, pues, que se convirtiese en instrumento de salvación. Un pesebre de madera acogió al Mesías en Belén; un día, sobre el Gólgota, se alzará una Cruz de madera sobre la cual se extenderá, clavado con clavos, en un abrazo sangriento y mortal. En el intervalo, durante su vida oculta en Nazaret, pasa los años trabajando la madera y puliéndola con amor. Cuando pasa su mano por una viga de roble, de cedro o de olivo para palpar los nudos y las vetas, su gesto semeja una caricia a esa materia que va a permitirle salvar el mundo.Isaías había profetizado:

Un niño nos ha nacido,

un hijo se nos ha dado;

lleva sobre sus hombros el imperio.

Este imperio que pesa sobre sus hombros son, por el momento, las vigas de madera que lleva cuando trabaja. Todos los días, objetos de madera confeccionados por él salen de su taller. Porque pronto su voz va a proclamar que él es el pan vivo descendido del Cielo y el que come de mi carne y bebe de mi sangre tiene vida eterna, el trigo y la vid gozarán de una honra suprema en la futura Iglesia. Pero no hay que olvidar que serán necesarios arados para que se abran los surcos  y surjan de la gleba las espigas doradas y maduren las uvas bermejas. El tiempo de la siembra se acerca, pero hay que preparar los aperos que servirán para la siega...

Y los dos artesanos se afanan serenamente en su taller. Suelen permanecer en silencio, porque no tienen necesidad de palabras para hacerse comprender y sentir su corazón y su alma en armonía. Jesús admira a quien honra corno padre; detiene su mirada complacido sobre este hombre justo que trabaja junto a él y que es la ' más hermosa expresión de esa santidad que viene a traer al mundo. Le ve prudente, paciente, buen consejero, previsor, entregado; su alma es impermeable al orgullo y su corazón caritativo le empuja a darse constantemente a los demás. Interiormente repite lo que se dijo en los días de la Creación: Y vio Dios que era bueno... Jesús ve que José es una obra maestra, y da gracias a su Padre celestial por la grandeza moral y religiosa que se esconde en este justo, totalmente adaptado a la función que le ha sido encomendada y cuya alma es tan dócil y abierta a la gracia.

En el taller, Jesús es el aprendiz y José es el patrón, pero a menudo el patrón contempla a su aprendiz para aprender. Viéndole inclinado sobre el banquillo evoca  las palabras del Ángel en la Anunciación, que María le ha repetido tantas veces:  Será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos de los siglos. Y su reino no tendrá fin. Quizá les desconcierta que el "Hijo del Altísimo" se conforme con la oscura tarea de un artesano pueblerino. Sin darse cuenta claramente de su misión entre los hombres, adivina que lo que hace Jesús está relacionado con el nombre que él mismo, por mandato de Dios, le ha puesto: Jesús, es decir, Salvador, que coincide con lo que los Profetas, especialmente Isaías y Zacarías (Is 42, 2-4; Zac 9, 9), anunciaron del Mesías: la dulzura, la humildad, la mansedumbre de este elegido de Yahvé que no gritará, no alzará la voz en las calles, no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que todavía humea.

José no le comunica su asombro ante su tardanza en darse a conocer al mundo, ante el paso del tiempo sin que en apariencia aporte nada a la salvación anunciada. Sabe que todo lo que ve debe tener un sentido, y se entrega a la voluntad de Dios.

María vivirá más tiempo que él cerca de Jesús, pues morirá probablemente —lo veremos— antes de su manifestación al pueblo. Pero, mientras espera, es él el más favorecido, pues están juntos todo el día. A su lado trabaja, come, duerme... Con él reza.

Como el árbol plantado al borde de las aguas, del que hablan los Salmos, que conserva sus hojas siempre verdes y da frutos abundantes, así José, viviendo siempre cerca de la fuente de todas las gracias y de toda vida, vio su fe fortalecida, su amor enriquecido. El Evangelio se le manifestaba de manera concreta, familiar, continua.

Incluso antes de nacer Jesús, el amor que le tenía se había visto fecundado por las lágrimas y la angustia. Más tarde se desarrollaría con los cuidados que le prodigaba, con los temores y las privaciones que tuvo que sufrir por su causa, con la protección que le dio en el exilio. Al salir Jesús de la infancia y no tener necesidad de la misma solicitud, convertido ya en un compañero de su vida, José se aplicaría a conformar totalmente su voluntad con la de él. Nutre su vida espiritual con lo que ve y oye, cuyo recuerdo conserva fielmente en su memoria.

No vive más que para Jesús. El es el objeto de sus aspiraciones y de sus deseos.  Está a su lado. Eso le basta. Realiza el programa que más tarde San Pablo propondrá a los filipenses: Mihi vivere Christus est. Mi vida se resume en una palabra: Cristo. Y en la medida en que Jesús se le manifiesta, su obediencia a Dios se hace más sólida; su alimento, como el de Jesús, es hacer la voluntad del Padre.

 

Capitulo 25

LA "TRINIDAD" DE NAZARET

“Y los tres sólo son uno” (1 Jn 5, 7, Vg)

Nazaret no era en absoluto una ciudad famosa. Era más bien un pueblo insignificante; antiguo, sin duda, pero sin historia. Un proverbio de la época ridiculizaba su pequeñez. Está distribuido en anfiteatro en la ladera de una colina, rodeado de trigales, de huertos y de viñas y un tanto apartado de las vías de comunicación que discurrían a sus pies, como desdeñándolo.

La etimología más probable de Nazaret es En-Nazira, que quiere decir guardián, pero una tradición que parece tener su origen en San Jerónimo dice que significa "ciudad de las flores". Ciertamente, el espectáculo que ofrece en primavera, le hace merecedor de este nombre.

Sus calles eran más bien callejuelas que trepaban estrechas y sinuosas. Muchas de sus casas se adosaban a la ladera, como todavía algunas hoy.

En una de esas casas vivía la Sagrada Familia, que no se distinguiría en nada de las demás. La fachada sería de mampostería, pero la mayor parte del resto —no más de dos o tres piezas— estaría horadada en la roca calcárea. La habitación más grande, a la que daría acceso la puerta de entrada, serviría de comedor y cuarto de estar. En el interior, habría alguna más. La zona de la casa construida de mampostería estaría cubierta por una terraza, a la que se subiría por una escalera exterior.

Nada de lujo ni de confort. Sobre el suelo, de tierra batida, unas alfombras de esparto. El mobiliario, semejante al de las gentes de su clase: unas camas, unos arcones para la ropa, los utensilios de cocina, un ánfora, una rueda de molino, algunos tapices y cojines para los visitantes...

En esta humilde morada no hay —escribe Claudel— más que «tres personas que se aman y van a cambiar la faz del mundo». Son sólo tres, pero el mutuo amor que las anima, nunca desmentido, cada vez más íntimo, más tierno y más fuerte, las une en una unidad maravillosa que nos hace pensar en la Trinidad eterna, de la que diría San Juan: Et hi tres unum sunt, y los tres sólo son uno. El amor une sus almas en una sola y su corazón en un solo corazón. Su comunión es constante.

Los tres tienen distinta dignidad, pero el orden querido por Dios es perfectamente observado. José se somete a la voluntad divina, María está subordinada a José y Jesús obedece a ambos. La precedencia, pues, es inversa a su excelencia. El último de los tres en dignidad y grandeza es el primero en autoridad. Se trata de un orden conforme a la ley evangélica que quiere que los primeros sean los últimos y los últimos los primeros... Una lección de Dios que nos dice que el poder es más un servicio que un privilegio.

José representa la autoridad divina. Se sabe muy por debajo de su hijo y de su esposa, y pensando en la distancia que le separa de Dios y de la más pura de las criaturas, su espíritu zozobra. Con todo, cuando llega la hora de ejercer su autoridad, no se inquieta ni vacila.

Con la misma espontaneidad, Jesús y María vuelven sus ojos hacia él como hacia el que ha sido designado por Dios para comunicarles sus consignas, y, lejos de sentirse frustrados al obrar así, comprenden que es para ellos el único medio de compenetrarse más y más con la voluntad de Dios.

Pero aunque mandan sobre Jesús y éste' les obedece, María y José 1e consideran su Maestro y su modelo. Hay en él tal santidad, que sienten un impulso irresistible de imitarle. Es el espejo de su ideal y tratan de grabar en ellos el sello de su perfección, como él mismo dirá más tarde que es la marca, la señal del Padre.

Los tres llevan una vida oculta. A ojos de sus compatriotas, no son más que unos israelitas piadosos, fervientes, fieles, observantes de la Ley. Su conducta es edificante, pero sus prácticas religiosas, aunque llaman la atención, no tienen nada de espectacular, de insólito, de especial. Nada hace transparentar las riquezas que desbordan sus almas. Nada dan a conocer del secreto divino, hasta tal punto que los parientes próximos de Jesús no sabrán descubrir en él al Verbo hecho carne.

Viven discretamente, sin tratar de prevalecerse de sus privilegios y de sus títulos. En apariencia, su vida es tan ordinaria, tan sin historia, tan sin brillo, que el Evangelio nada tiene que decirnos de ella. Se diría que se trata de una especie de acuerdo tácito el que los evangelistas silencien la vida que llevaba la Sagrada Familia en Nazaret.

Uno está tentado de lamentarse: "Señor, ¿no has dicho que no conviene poner la luz bajo el celemín? ¿Por qué tardaste tanto en manifestarte? Y si querías ocultarte Tú, ¿por qué no permitiste que el mundo conociera la santidad de quien elegiste como padre, y de tu madre?".

La hora de la revelación llegará un día. Mientras tanto, antes de predicar, hay que dar ejemplo. Antes de enseñar a los demás a guardar silencio, a desaparecer, a ser abnegados, humildes, es preciso que Jesús y los que sigan su camino comiencen por ofrecer a los hombres el espectáculo de todas esas virtudes. Es preciso que el mundo sepa que lo más provechoso, lo más útil, lo más evangélico, es lo que no tiene oropel, lo que se consume en el cumplimiento silencioso del deber cotidiano.

El ritmo de las jornadas de los tres miembros de la Sagrada Familia es, pues, el mismo de las demás familias de Nazaret. El Libro de la Sabiduría, al describir a la "mujer fuerte", dice que se levanta antes de que amanezca para preparar la comida de los suyos. Así obraría María. Presentaría a Jesús y a José sus asientos, les serviría la comida, se preocuparía por su trabajo. Y José, en la mesa, bendeciría los alimentos y, según la costumbre, sería el primero en partir el pan y beber el vino. Luego, mientras María pone orden en la casa, barre, da de comer a las gallinas, va a la fuente y al mercado, amasa el pan, enciende el horno y hace un bizcocho, los dos carpinteros trabajan en el taller. Cuando vuelvan a mediodía, todo estará a punto.

Por la tarde, María les esperaría sentada a la puerta y saldría a su encuentro al verles venir. Les mostraría su alegría y contemplaría con amor su rostro cubierto de polvo y sudor. Tomaría entre las suyas sus manos callosas, fatigadas para ella. En cuanto a ellos, le entregarían las ganancias del día. Escasas, sin duda, pues por concienzudo e intenso que fuera su trabajo, la clientela abusaría de su escrupulosa honestidad. Pero María sonríe y les dice que es más que suficiente; incluso les sugiere dar una parte a alguna familia del pueblo que pasa necesidad.

Las horas que siguen, a la caída de la tarde, son para ellos de descanso y de intimidad familiar. Todos y cada, uno se sienten felices de estar juntos y elevan al Señor sus alabanzas y acciones de gracias.

Son momentos de conversaciones piadosas, de efusiones ávidamente esperadas, en los que Jesús, antes de enseñar la buena nueva del Evangelio, ofrece las primicias a los que humanamente es tributario.

Y cuando llegara el momento de irse a dormir, María y José se preguntarían, como más tarde los discípulos de Emaús: ¿No arde acaso nuestro corazón cuando nos habla y nos explica las Escrituras?...