miércoles, 2 de diciembre de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 22 Y 23)

 


(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 22

LA SANTA CASA DE NAZARET

“Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto ”(Lc 2, 51)

Al encontrar a Jesús en el Templo, María había exclamado:  Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros?  Pregunta que incluye a José. Y como si temiese que el niño pensara que era ella la única en amarle y en sufrir por su amor, insiste: tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.

Al responder que si no sabían que debía ocuparse primero en las cosas de su Padre, Jesús no desautorizaba a su madre, que acaba de llamar a José padre suyo, sino que eleva su pensamiento hacia su Padre eterno, en cuyos intereses debe aplicarse por completo. Es la primera vez que menciona a su Padre celestial, pero ¡con qué claridad!

Ni María ni José le preguntan nada más, aunque, como nos dice el Evangelio, no comprendieron del todo el sentido de sus palabras. Ni siquiera en el camino de vuelta se atreven a interrogarle, aunque conservaron en su corazón lo que les había dicho, para meditar sobre ello.

Como María, José se mantiene en la reserva de la reflexión. Comprende que la trascendencia del niño acaba de fulgurar. Quizá más que María, sentía la necesidad de penetrar esta respuesta, que parecía querer desviar la atención de él, pobre carpintero, para evocar el pensamiento del otro "padre". Tal vez se reprochaba el haber tratado a su hijo demasiado familiarmente. Captó enseguida que Jesús era ante todo del Padre de los cielos, a quien pertenecía infinitamente más que a sí mismo.

Sin embargo, la respuesta de Jesús, que parecía querer subrayar la distancia que los separaba, se va a ver seguida de una emocionante sumisión. El encuentro en el Templo esclarece el misterio de José, como las bodas de Caná iluminarán el de María. En Caná, el rechazo aparente de Jesús — ¿Qué nos importa a ti y a mí?... Aún no ha llegado mi hora— se verá seguido de un maravilloso milagro. Es como si Jesús hubiese querido exponer primero la imposibilidad de responder a la petición de su madre para hacer luego más patente el triunfo de su oración.

De manera semejante, en Jerusalén, las palabras que parecen dejar a José al margen fueron pronunciadas para hacer más admirable la frase del Evangelio que sigue inmediatamente: les estaba sujeto. Jesús empieza por mostrarse dueño y maestro de quienes tienen el encargo de enseñarle; afirma su filiación divina y por lo tanto su soberana independencia, pero sólo es para mejor poner de relieve la perfección de la obediencia con que nos dará ejemplo. Su ocupación continua va a ser obedecer exactamente en todo lo que se le mande. Obedecerá más especialmente a José, que le ha sido dado como padre, y que es cabeza de familia. Todos sus actos, sus actividades, su alimento, su reposo, todo, será reglamentado por las órdenes de José.

Cuando Jesús habla de "los asuntos de su Padre" quiere decir que busca su gloria sometiéndose en todo a sus padres ; a María, sin duda, pero también a José, "sombra de su Padre", que representaba en el hogar de Nazaret la primera autoridad. ¿No podemos asegurar que era a él al primero que obedecía en todo?

Si la obediencia de Jesús manifiesta su incomprensible humildad, subraya también la incomparable dignidad de aquella quien se sometía. Las palabras de Jesús van a incrustarse en el espíritu de José como una luz permanente que le ayudará a ajustar toda su vida a los designios divinos. Siente interponerse entre Jesús y él un misterio inaccesible, pero este pensamiento no le paraliza en absoluto. Antes al contrario, le ayuda a ejercer con más perfecta rectitud la función que le ha sido encargada cerca de Aquel que ha de considerar a la vez como su hijo según la naturaleza humana y su maestro según la naturaleza divina. Trata de conciliar esa incompatibilidad aparente de mandar sin apremio a quien adora como Dios. Lo hace, por lo demás, sin temor ni turbación, ya que así lo quiere Dios¡ viendo en el ejercicio de su autoridad la ocasión de ejercer el mandato que el Señor le ha confiado y, en consecuencia, de obedecerle.

Si se hubiese dejado llevar sólo por su fe, habría .exclamado como más tarde San Pedro: jamás permitiré que tú me laves los pies. Pero, haciendo callar su fe, acepta las atenciones que Jesús tiene con él, adorando esa obediencia inaudita que vino a traer a la tierra para dar ejemplo a los hombres. Espectáculo que es para él fuente inagotable de humildad.

Así pues, se encargó de educar al Verbo encarnado, proposición turbadora que, sin embargo, expresa una realidad. La unión hipostática, en efecto, dejaba a las dos naturalezas sin mezcla ni confusión alguna, de tal forma que Jesús, en cuanto Dios, poseía desde su concepción la plenitud de la sabiduría y de la ciencia. Ahora bien, en cuanto hombre, y desde el punto de vista puramente natural, estaba sujeto a la ley del desarrollo como los demás niños, a los que hay que enseñarles y explicarles todo. Su vida interior de pleno conocimiento quedaba oculta a la mirada de los hombres. No hacía nada que no conviniera a su edad: tenía que aprender a andar, a hablar, a leer, a repetir palabra por palabra los textos de los Libros Santos, a explorar el mundo y sus maravillas. Enseñarle todo eso fue la gran tarea conjunta de María y José.

José educó a Jesús, en primer lugar, con su ejemplo y su conducta. Hay en el alma de los niños una tendencia innata, una necesidad instintiva de leer en el rostro de quienes los rodean y reproducir sus maneras. El rostro de José fue, con el de María, el primer espejo de perfección para Jesús. Sus gestos, su conducta, su forma de hablar, fueron objeto de sus primeras observaciones. Los ojos del niño estaban fijos en José, el espectáculo de este varón piadosísimo y el contacto con su espíritu contemplativo constituyeron su primera lección.

Les estaba sujeto. Es decir, que no hacía nada sin contar con ellos. Se mostraba lleno de sumisión y deferencia respetuosas, de delicada cortesía, dé pronta abnegación, de docilidad total. Obedecía con una naturalidad desconcertante. Nunca, se vio joven más atento a los consejos de su padre, ni más modesto en las preguntas que hacía; honraba a José con un culto religioso y filial, viendo en él la imagen de su Padre celestial.

Fue José quien le informó de todo lo que su encargo paternal le inducía a enseñar a su hijo. Por él, Jesús se enraizó tan profundamente en la estirpe humana que más tarde podrá darse a sí mismo, con justicia, el título de "hijo del hombre".

José le explicó la Ley, le inició en el ritual, le enseñó la historia y las tradiciones de su pueblo, los proverbios de su raza. Pero sobre todo le enseñó a rezar, obligación que en Israel incumbía en primer lugar a los padres. Le repetiría las grandes consignas extraídas de los Libros Santos:

El Señor nuestro Dios es el único Señor.

Amarás al Señor tu Dios

con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.

A Dios pertenece el país,

a Dios su destino... 

Es el Señor nuestro Dios el que nos hizo salir de Egipto

para ser nuestro verdadero Dios...

Jesús prestaría una atención respetuosa a las palabras de José. Todas las mañanas y todas las tardes recitaría con él y con María —que nunca pensaría en abandonar su papel femenino, para dirigir la oración—, la profesión de fe del piadoso israelita.

En las jambas y en el dintel de la puerta, lo mismo que en todas las casas judías, una cajita de madera, colgada, guardaría un pergamino con textos de la Sagrada Escritura. Cuando José saliera de la casa, tocaría la cajita con gesto parecido al de un cristiano que, al entrar en la iglesia, moja sus dedos en el agua bendita. Es bonito imaginarle tomando a Jesús en sus brazos para que alcanzara e hiciera lo mismo...

También José, al despuntar el sábado, conduciría a Jesús a la sinagoga. Entrarían con la cabeza cubierta y babuchas en los pies. Escucharían las lecturas del texto santo (el comentario de la Ley), harían las postraciones acostumbradas y responderían a las letanías. Por la tarde, después de asistir a otra ceremonia, irían a visitar a los ancianos, a los enfermos, a los afligidos, a todos aquellos a quienes Jesús proclamaría bienaventurados en el Sermón de la Montaña. Otras veces darían juntos un paseo que se llamaba sabático —y por tanto necesariamente corto, dadas las exigencias de la Ley—.

José llevaría a Jesús y a María por los senderos florecidos de anémonas. Procuraría que su hijo se fijara en la belleza policroma de la Creación, y en todo lo que decía se notaba su interés por suscitar un pensamiento religioso. Le mostraría cómo en primavera la higuera produce sus primeros frutos, cómo hay que podar las cepas de la vid para que den más uvas. Dirigiría su atención hacia las ovejas errantes, hacia los halcones que se juntan para devorar su presa, hacia la solidez de las casas construidas sobre la roca, hacia los campos baldíos a causa de la pereza de sus dueños, hacia la belleza de los lirios del campo que, sin hilar ni sembrar, deben todo su esplendor a la magnificencia divina, hacia la cizaña que envenena el trigo, hacia la simiente que germina de una u otra forma según la calidad de la tierra... Le enseñaría a interpretar el aspecto del cielo, diciéndole: "Cuando al caer la tarde el cielo se pone rojo, al día siguiente hará bueno, pero si es por la mañana, amenaza tormenta". 0 bien: "Cuando una nube se alza por poniente, es que se acerca la lluvia. Y si el viento sopla del sudeste, hará calor".

Más tarde, Jesús hablará de todas estas cosas en su predicación (Mt 16, 2-3, Lc 12, 24-25). Pero no nos está vedado pensar que Jesús las oyera antes de labios de José. Y leyendo las parábolas del Evangelio, podemos ver en ellas, emocionados, esa ciencia experimental que, sin duda, debió recibir en sus primeros años de José.

 

Capitulo 23

JOSÉ Y SU APRENDIZ

“¿No es el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 3)

Ha pasado el tiempo en que María, ocupada en compras y en tareas fuera del hogar, dejaba al niño Jesús en el taller de José durante algunas horas; en que José, encantado, le veía divertirse, entre el serrín, con las virutas y trozos de madera caídos del banco de carpintero, o en las ensortijadas láminas surgidas de la garlopa o del cepillo.

Ha pasado el tiempo en que Jesús frecuentaba la escuela del rabbí y su voz se mezclaba con la de sus condiscípulos que recitaban en voz alta los textos de la Ley. El tiempo es ido en que, al caer la tarde, de vuelta al hogar, José se sentaba cerca de él y, a la luz de un candil, le hacía estudiar las lecciones y repetir lo que había aprendido...

Y es que Jesús ha crecido, Después de ayudar a su madre en las pequeñas tareas del hogar, ha ido pasando insensiblemente a depender de José, con quien sus relaciones son cada vez más directas y frecuentes. Ahora pasa el día en el taller de José.

Ha empezado por ver cómo trabajo su padre y ayudarle en pequeñas tareas: " ¿Quieres alcanzarme el martillo?" "¿No te importaría coger el serrín y llevárselo a tu madre?"... Una antigua estampa representa a José cepillando en el banquillo a la caída de la tarde, mientras Jesús, a su lado, sostiene un candil para alumbrarle.

Por fin llega el día en que José le permite utilizar sus herramientas. Su ancha mano cubre la del joven aprendiz para guiarlo con habilidad y precaución. Y bajo su dirección, el que había creado como en un juego el Universo esplendoroso, aprende a cortar planchas de madera, a ensamblar las piezas, a pulir los objetos... Quien más tarde dirá: tomad sobre vosotros mi yugo (Mt 11, 28), sabía por experiencia cómo se fabricaban.

Jesús no hace nada sin preguntar a José. Ningún aprendiz se ha mostrado nunca tan atento a los consejos ni tan dócil a ellos. No hay por qué pensar que las primeras piezas salidas de sus manos fuesen perfectas, pues era conveniente que la Perfección, increada y creadora, al encarnarse, aprendiese en la escuela de una criatura. Sin embargo, no tardó en ser iniciado en todas las habilidades del oficio. Sus brazos jóvenes y vigorosos realizaron con seguridad y suavidad los más complicados trabajos. Supo dar, a pequeños hachazos, la forma de yugo a un trozo de madera o igualar un nudo. Supo manejar fácilmente el cincel y el mazo, sacar hábilmente el hilo del cáñamo que hace girar el berbiquí.

Pronto, cuando preguntara a José cómo hacer tal o cual cosa, éste le respondería: "Hazlo como te parezca...  Lo harás mejor que yo". En adelante trabajarán desde el alba al ocaso codo a codo, haciendo los mismos trabajos. Al despuntar el día, ya están en el taller. Abren de par en par la puerta para que entre la luz del sol; reina allí un penetrante y saludable olor a madera y a resina. El banquillo ocupa el centro, las herramientas están colgadas de las paredes. En espera de que María venga a recogerlos, el serrín y las virutas barridas el día antes forman un montón en una esquina. Empiezan por ponerse un delantal de cuero, ya que, en el trabajo, no llevan esa pesada y embarazosa túnica, cubierta de dorados, con que los representan las imágenes de las iglesias. Reemprenden su tarea donde la dejaron la víspera o inician una nueva.

Su taller de carpintería no se distingue de los demás. No hay corriente eléctrica que accionen las herramientas; sólo la fuerza de sus brazos. Un carpintero actual que visitara —si fuera posible— el taller de Nazaret, se asombraría de los toscos útiles de trabajo que vería allí.

Sus manos son duras y callosas. A veces se hieren con los instrumentos cortantes. Claudel habla de «un dedo de José que a menudo estaba envuelto en un trapo, como suele ocurrir con los que trabajan la madera». Sí así era, María sería la encargada de curárselo.

Trabajan sin pausa, envueltos en el chirrido monótono de la sierra y el golpear constante del martillo. La cuchilla del cepillo rechina y las virutas vuelan por los aires. De vez en cuando tienen que secarse con la manga remangada el sudor que perla su frente.

Inclinados sobre el caballete, ensamblan a mazazos los diversos elementos de un arado. Procuran también trazar una línea recta sobre la plancha de madera que van a partir en dos, hacer un marco de ventana y una celosía que encajen perfectamente, ya que es para la sinagoga y tiene que aumentar la sensación de recogimiento...

Casi siempre trabajan en silencio. De vez en cuando, entonan un salmo cuyos versículos alternan, como un oficio recitado a coro. Pero no hay que pensar que su taller fuera de una especie de celda monástica. Está abierto a todo el mundo. El mismo Claudel ha dicho que su «tienda debía ser muy visitada por los niños, como lo suelen ser todas las carpinterías». ¿Cómo pensar que le molestaran a quien más tarde diría dejad que los niños se acerquen a mí?...

Los viandantes y los vecinos entran también con frecuencia. Sus lenguas volubles se entregan a interminables lamentaciones sobre los tiempos que corren, e informan a los dos artesanos —ajenos a esas cotillerías— de "lo que se dice" en el pueblo o en los pueblos vecinos, así como de los rumores políticos. Jesús y José escucharían todo sin interrumpir su tarea y sin perder la serenidad. El padre dejaría hablar al hijo, ya que había en sus palabras una profundidad inaudita que asombrada a los visitantes y les dejaba desconcertados. Sin dejar de mostrarse fiel y respetuoso observador de la Ley, tenía una manera de pensar que rompía todos los esquemas hasta entonces admitidos.

En cuanto a los clientes, aunque siempre quedaban satisfechos del trabajo de los dos artesanos, solían discutir el precio, regatear incansables y retrasar el pago. Entonces José, recordando que tenía que ganar el pan con el sudor de su frente y velar por su familia, se mantenía firme. "El precio que le pido es justo. ¡Hay que amar la justicia!".

Cuando los clientes se llevaban los yugos, los arados o los toneles, ni siquiera sospechaban que habían, sido hechos por las mismas manos que forjaron la bóveda de los cielos. ¿Qué no daríamos nosotros por poseer uno de esos arados fabricados por Jesús? Pero tenemos algo mejor: el madero de la Cruz en que llevó a cabo su tarea suprema, hacia la cual se ordenaban todas las demás.

Ya se ha puesto el sol y ambos siguen trabajando. Retrasan la hora de regresar a casa porque tienen un trabajo urgente que hacer... Cuando eso ocurre, la silueta de María aparece en el umbral. Se admira de los bellos muebles de cedro o de sicómoro que salen de sus manos, pero, al mismo tiempo, les recuerda que es hora de cenar y que la sopa caliente aguarda en la mesa. Ellos, entonces, se excusan por la demora. "Es que ese arado tiene que estar para mañana..."  Y regresan a casa fatigados, pero contentos de estar juntos. Tantas horas de trabajo han hinchado sus manos y su espalda se curva de estar inclinados sobre el banco.

No siempre trabajan en el taller. A veces van al bosque para cortar algunos árboles que compran allí mismo; los talan, los trocean y los llevan a un cobertizo para almacenarlos.0 Otras, trabajan a domicilio. Salen, muy temprano en dirección a una granja para reparar un techo, montar una prensa, hacer un armazón o colocar una puerta. Marchan juntos, en silencio, con el saco de las herramientas al hombro y un cesto. de provisiones preparado por María en la mano.

Probablemente, dispondrían de un asno, ya que en Oriente sólo los mendigos carecen de tan humilde montura. En él cargarían todo lo que por su peso o su volumen no pudieran llevar a la espalda. También tendrían un trocito de tierra. En un antiguo documento egipcio se habla de un tal Pavetis, carpintero, que alquilaba una tierra cultivable, lo que hoy se llama "huerto del obrero". Cuando Jesús hable más tarde de siembras y cosechas, de terrenos fértiles o pedregosos, del trigo que crece, de la cizaña, de la higuera estéril, de precios en el mercado, del grano que brota por sí solo, de la gallina y los polluelos, de los obreros de la viña, del surco que abre el arado, de los lirios del campo, de la plantación inútil, se expresará con conocimiento de causa, hablándonos de cosas que ha visto y ha palpado con sus manos trabajando en el huerto familiar cultivado por él mismo.

Es posible también que cuando no tuvieran trabajo en el taller, Jesús y José fueran a buscarlo a los almacenes de Tariquea, en la ribera sur del lago de Genesaret, la más próxima a Nazaret. Allí, los martillos siempre sonaban, clavando las cajas y calafateando los barriles llenos de peces en salmuera.

Lo que parece indudable es que, lejos de limitarse a su oficio, practicaban ampliamente otros. Hacemos nuestras las reflexiones del Padre Bernard, autor de El Misterio de Jesús : «Los artesanos de los pueblos y ciudades pequeñas están muy ligados a los campesinos. Generalmente, no se sienten tan sujetos a su oficio ni especializados en su arte como para no prestar de buen grado ayuda a los agricultores, sobre todo en los momentos de más trabajo: en la siega, en la vendimia, en el vareo de los olivos. Jesús no podía mantenerse distante de aquellos a quienes venia a salvar. Quien un día contaría la parábola del buen samaritano y, antes de morir, diría que nos daba un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo os he amado, no podía por menos de darnos ejemplo...».