miércoles, 18 de noviembre de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 20 Y 21)

 



(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 20

HALLADO EN EL TEMPLO

“Al volverse ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo echasen de ver” (Lc 2, 43)

Según lo prescrito en la Ley, todos los israelitas debían realizar una peregrinación al Templo de Jerusalén en cada una de las fiestas anuales de la Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Cuando vivían lejos —como era el caso para los de Nazaret—, bastaba con que acudieran durante una de las tres fiestas. La Ley no decía nada de las mujeres, pero la costumbre era que acompañasen a su marido. Ni qué decir tiene que José y María observaban puntualmente el precepto.

Cuando Jesús alcanzó la edad de doce años convirtiéndose de golpe en "hijo de la ley" tuvo que someterse también a esta observancia. Así pues, subió a Jerusalén con sus padres. Nos gusta representárnoslo en medio de una caravana, cantando por el camino el "Cántico de las Subidas": Como el ciervo suspira por las fuentes de agua viva, así suspira mi alma por ti, Señor. Los que confían en el Señor serán tan firmes como la montada sobre la que está construida Sión... ¡Qué bueno es y qué agradable para los hermanos el caminar todos juntos…!

En Jerusalén, durante una semana, los tres miembros de la Sagrada Familia María, Madre de la Iglesia universal, José, futuro protector de la Iglesia, y Jesús, Dios eterno y cabeza de esa misma Iglesia, perdidos entre la multitud, sin buscar el hacer prevalecer sus títulos para reclamar prioridades, aceptando más bien los empujones y los últimos lugares, asistieron a las ceremonias de culto en el Templo.

Una vez terminada la fiesta, las caravanas volvían a formarse con la confusión y la exuberancia que caracteriza habitualmente a las concentraciones orientales, luego, se ponían en camino.

Cuando la caravana de que formaba parte la Sagrada Familia había cubierto su primera jornada de viaje, María y José comprobaron, desconcertados, que Jesús no estaba presente. No hay por qué asombrarse de que tardaran tanto en darse cuenta. Jesús tenía doce años y por eso, la Ley, cuyo "hijo" ya era, le concedía una cierta libertad. Hubiese sido inoportuno que sus padres le vigilaran de manera demasiado estrecha. Por otra parte, podía escoger, dentro de la misma caravana, entre los grupos de hombres o de mujeres. Al no volver a su lado, José pensaría que estaba con María —y se alegraría por ella—, mientras que la Virgen, por su parte, se imaginaría el gozo que sentiría José al tener a Jesús junto a él. Incluso pudiera ser que Jesús hubiese dicho a María, al partir la caravana, que pensaba permanecer con su "Padre", y que Ella no hubiese comprendido de qué "padre" se trataba...Sea como fuere, una pesada angustia se apoderó de ellos. Mil suposiciones pasarían por su mente. ¿Se habría extraviado y caído en manos de unos malhechores? ¿Les habría abandonado para emprender su misteriosa misión? ¿Habría sonado la hora de la espada predicha por Simeón? Tal vez oyeran murmurar a su alrededor: "Si hubiesen estado más vigilantes, no le habrían perdido...".

Inmediatamente, regresaron a Jerusalén, recorriendo el mismo camino a la inversa. Tienen el corazón en un puño y caminan en silencio. La pena de José es tan viva como la de María. En el paraíso terrestre, Adán había acusado a Eva y ésta a la serpiente. Aquí, sin embargo, cada uno se acusa a sí mismo y excusa al otro. Ninguno de los dos piensa en hacer recaer en el otro la prueba que le humilla. José se pregunta si Dios no le ha castigado por cumplir mal su tarea, y se lo dice a María, la cual responde: 6 ' ¡No, no!... ¡Soy yo la que debía haber tenido más cuidado! ".

De regreso a Jerusalén, emprenden a través de las calles y callejas de la ciudad una búsqueda punzante, una especia de viacrucis que anticipa el que recorrerá su hijo un día, con la cruz en sus hombros...

Preguntan a los viandantes, describiendo a su hijo, pero nadie es capaz de informarles, nadie sabe nada. Y cuando divisan, aunque sea de lejos, un adolescente de la talla de Jesús, echan a correr para sufrir enseguida una nueva decepción.

Prosiguen su búsqueda él con el rostro contraído, ella curvada por el dolor, enseñando a las generaciones futuras cómo hay que comportarse cuando se tiene la desgracia de perder a Jesús.

Por fin, al tercer día, lo encuentran en una sala del Templo rodeado por los doctores judíos que, según la costumbre, en las fiestas de la Pascua organizaban una especie de congresos de teología en los que hacían gala de erudición y sutileza. Jesús estaba sentado en una estera, como un alumno, pero el asombro que manifestaban los que él interrogaba ponía de manifiesto que su inteligencia era magistral.

Ante tal espectáculo, María y José no pudieron ocultar su sorpresa. Era la primera vez que Jesús manifestaba un resplandor de su sabiduría increada. Por otra parte, ¿cómo era posible que él, que hasta entonces había dado ejemplo de todas las virtudes, se hubiera sustraído a su autoridad y guardara una calma tal, conociendo como debía conocer la terrible ansiedad de sus padres?...

Comprenden que deben decirle algo, pero José se coloca en un segundo plano, pensando que es María la que debe intervenir en este caso, por estar más comprometida que él en el misterio de la Encarnación.

Así, pues, ella deja escapar una exclamación en la que se manifiesta toda su alma maternal: Hijo mío, ¿Por qué has obrado así con nosotros? Queja amorosa y afectuoso reproche. Deseo también de conocer el motivo de una conducta tan contraria a las costumbres de un hijo siempre respetuoso y sumiso.

Jesús no se excusa ni pide perdón, sino que a la legítima pregunta de su madre, responde:  ¿Por qué me buscáis? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?

Esta respuesta de Jesús, acompañada sin duda de una sonrisa, puede entenderse de dos maneras. Según una, no les reprocha que le hayan buscado, sino que no hayan acudido enseguida al Templo, único sitio donde podía estar, ya que era la casa de su Padre; sin embargo, atenerse a ese único sentido sería tanto corno suavizar unas palabras de un alcance mucho más profundo y sublime. Según la otra, Jesús quiso, al salir de la infancia, recordar a sus padres su filiación divina y la trascendencia de su misión. Les advirtió que la obediencia que les tenía estaba subordinada a la que debía prestar a su Padre celestial. Era preciso que supieran que todo lo que sucediese en su vida estaría conforme con esa voluntad, en virtud de la cual se había encarnado. Habrá, por eso, cosas que les sorprenderán; quiso, pues prevenirles y prepararles para el "escándalo" de la Redención por la Cruz.

Antes de volver al silencio de Nazaret y a esa postura que el Evangelio resume con las palabras "les estaba sujeto", quiso enseñarnos  —Él, que diría que no llamáramos a nadie en la tierra nuestro padre, pues sólo tenemos uno, el que habita en los cielos— que nuestra principal ocupación, como la suya, debe consistir en buscar los intereses y la gloria de Dios.

Sus palabras, pues, no significaban que quisiera eludir la tutela de sus padres. Al contrario, les tenía un amor y una sumisión incomparables. Por otra parte, ¿cómo un Dios que dictó a los hombres con tanta solemnidad el precepto de honrar padre y madre no habría comenzado Él mismo por subrayar con su ejemplo la gravedad del mandamiento?…  Lo que quería decirnos era que nuestras obediencias, deben estar jerarquizadas y que el servicio de Dios debe anteponerse a los más legítimos afectos.

El Evangelio nos dice que ni María ni José comprendieron lo que Jesús quería decirles. Ciertamente, no podían engañarse en cuanto a su más profundo sentido, pero se preguntaban por qué Jesús, que hasta entonces había llevado una vida oculta hasta el punto de no haber mostrado nunca el menor signo de su divinidad, había querido evidenciar esta. actitud -misteriosa en tan singulares condiciones. Lo que no comprendían era que su hijo, todavía tan joven, rompiendo totalmente con su habitual actitud de sumisión, se mostrara bruscamente como Hijo de Dios y pareciera evadir, como molesta, la tutela de sus padres.

Su humildad les hizo confesar que no acababan de comprender las palabras de Jesús. Comprenderlas plenamente hubiese sido abarcar todos los misterios de la Encarnación y de la misma Trinidad. Pero José y María estaban sometidos, como toda criatura, a la ley del progreso. Jesús quería estimular su curiosidad religiosa y comprometerles en esa vía que señalará a quien quiera ser su discípulo: Buscad y hallaréis, Pedid y recibiréis. Llamad y se os abrirá...

 

Capitulo 21

LA TAREA PATERNAL DE JOSÉ

“Tu padre y yo, apenados, te andábamos buscando”  (Lc  2, 48)

San Lucas parece complacerse en dar a José el nombre de padre de Jesús y unirle al de María bajo la apelación común de "parentes eius", sus padres... Sin embargo, este evangelista, que había sido confidente de María, conocía más que ningún otro todo lo concerniente al nacimiento del Mesías y sabía perfectamente que José no era padre por generación carnal. Así pues, como hace notar Suárez, sólo por inspiración especial de Dios usó esos términos.

Por otra parte, la expresión de que se sirve San Lucas la encontramos también en labios de María. Cuando encuentra a Jesús en el Templo, la oímos pronunciar estas palabras: ¿Por qué nos has hecho eso? Tu padre y yo, llenos de angustia, te andábamos buscando...  Al hablar de su esposo, no vacila en darle el título de "padre". Era, sin duda, el nombre que utilizaba habitualmente en la intimidad de su hogar de Nazaret, y que no teme ella, Virgen prudentísima pronunciarla públicamente ante los doctores de la Ley. Y es que, profundamente iluminada sobre el misterio de la Encarnación, no se cree con derecho a ocultar, en ocasión tan solemne, esta verdad: que José debe ser llamado, con toda sinceridad, padre de Jesús.

Conviene que sepamos de qué manera le corresponde este título y tratemos de descubrir la realidad oculta bajo esa palabra.

Se distinguen habitualmente dos clases de paternidad: la natural, que lleva consigo la transmisión de la vida, de la que resulta la venida al mundo de un nuevo ser, y la adoptiva, que es una simple atribución por la cual un hombre se compromete a reconocer y aceptar legalmente como suyo un niño engendrado por otro. Sin embargo, ninguna de estas dos paternidades convienen en absoluto a José. La primera dice demasiado y la segunda poco. Es histórica y teológicamente cierto que José, según el modo ordinario y natural, no fue padre de Jesús, el cual no tuvo padre humano. ¿Quiere decir esto que fue solamente su padre adoptivo o "putativo", según la expresión consagrada por el uso y sancionada por la liturgia de la fiesta del 19 de marzo?... "Adoremos a Cristo, hijo de Dios, que aceptó pasar en la tierra por hijo de José". Es el mismo término que utilizan los soberanos Pontífices en numerosos documentos oficiales.

Sin embargo, los teólogos se inclinan cada vez más unánimemente a declarar que las expresiones corrientes —padre adoptivo, padre putativo, padre nutricio— son minimizantes y no dicen más que una verdad incompleta. Esos títulos, por honorables que sean, sólo expresan una paternidad fáctica, ficticia, prestada: una especie de simple protección. Ahora bien, la realidad sobrepasa esos calificativos. La adopción, por ejemplo, supone esencialmente que un extraño, por afecto, escoge al que trata como un hijo. Pero en ningún momento José fue un extraño para Jesús, ni Jesús para José: desde que se encarnó en María, al hacerse divinamente fecunda, Jesús perteneció legítimamente a José, ya que el esposo y la esposa, según el orden querido y establecido por Dios, son una sola cosa y sus bienes comunes.

No es fácil desde luego, calificar la paternidad de José de una manera precisa; representa, si se puede decir así, un caso único en la historia de la paternidad, que requiere, si el vocabulario ofrece la posibilidad, un título nuevo, adaptado a la función ejercida.

Recordemos, de entrada, que la generación humana de Jesús en la genealogía que nos dan los Evangelios es la de José. El hecho merece ser subrayado. No dudemos en repetir la expresión de Bossuet, tomada por él mismo de San Juan Crisóstomo: «Dios ha dado a José todo lo que pertenece a un padre, sin detrimento de la virginidad». Dicho de otra manera: José no tuvo ninguna participación en el nacimiento natural de Jesús, pero exceptuando eso, su paternidad implica todos los privilegios, todos los deberes, todos los derechos que normalmente tiene en el hogar un padre de familia, de tal forma que el título que le conviene mejor es el de padre virginal de Jesús.

José es padre de Jesús por derecho de matrimonio. María, a consecuencia del contrato matrimonial, reconocido por la ley y sancionado por Dios, era el bien de José y, por lo tanto, todo lo que le podía suceder eventualmente a María, incluso milagrosamente, se convertía inmediatamente en propiedad de José, su esposo. En consecuencia, Jesús nacido de la carne de su esposa, la cual le pertenecía en razón del sagrado lazo y de la donación propia del matrimonio, tenía un necesario parentesco con José, y al revés. Además, al ocupar José un lugar insustituible al lado de María, había sido ese instrumento considerado indispensable por Dios para que el misterio de la Encarnación pudiese insertarse en el seno de una familia compuesta por las tres unidades habituales. No convenía que el hogar donde había de nacer el niño se viese desprovisto de su cabeza.

Junto a ese papel que se puede considerar negativo, José tuvo también otro activo en el nacimiento de Jesús. ¿No fue acaso el Hombre-Dios fruto de la virginidad de María? ¿No fue grata al Señor a causa de su pureza, por la que el Espíritu Santo pudo realizar en ella su divino designio? En cierto sentido, fue su virginidad lo que la hizo fecunda. Ahora bien, ¿no fue José el que, al respetar la virginidad de María, había como preparado las vías al Espíritu Santo y hecho posible esa fecundidad milagrosa?... Fue él, en efecto, quien conservó la virginidad de su esposa, estimada por Dios indispensable; y los dos, de común acuerdo, la habían ofrecido al cielo como un bien que fue aceptado, a cambio del cual recibieron ambos un hijo que les pertenecía por igual, ya que era como el fruto de su alianza virginal.

José, indudablemente, no dio a ese hijo su sangre, pero esa sangre tenía que ser alimentada, mantenida, enriquecida. Y fue el humilde carpintero quien, con el sudor de su frente, se encargó de hacerlo. Jesús comerá el pan que José ganará con su trabajo y gracias a él alcanzará la talla humana que necesitaba para salvar al mundo al ser clavado en la Cruz.

Con ese alimento, adquirido gracias al duro trabajo de José, Jesús llenará sus venas con la sangre generosa que derramará hasta la última gota y correrá hasta la consumación de los siglos en nuestros altares durante el Santo Sacrificio de la Misa. Así, José tuvo su parte activa en la sangre de la Redención.

Tenía, pues, derecho a llamar a Jesús “hijo” suyo y a considerarle como tal. Por eso los Padres de la Iglesia no dudan en verle junto a Jesús, como  «la sombra de Dios Padre», según una expresión consagrada. Fue, en palabras de Olier, «como un sacramento del Padre eterno bajo el cual Dios ha puesto, una vez engendrado, su Verbo, encarnado en María». Y porque el verdadero Padre de Jesús, que lo engendra desde la eternidad según su naturaleza divina, confió a José la misión de ser en la tierra su vicario de alguna manera, tuvo, al mismo tiempo, que poner en él algo del amor infinito que tiene al Verbo.

El ángel había precisado: Le pondrás por nombre Jesús. Dicho de otra manera: “El padre de este niño es Dios, pero El te transmite sus derechos.  Eres tú el designado para hacer de padre. Tendrás con él un verdadero corazón paternal y ejercerás sobre él tus derechos de padre”.

José pues, cuidó de Jesús, amándole a la vez como su hijo y adorándole como su Dios. Y el espectáculo que tenía constantemente ante los ojos de un Dios que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para amarle más y más y entregarse cada vez con más generosidad.

Amaba a Jesús como sí realmente le hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin reservas, de forma total, sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir su consagración cada vez mejor. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, apacible y ardiente, emotivo y tierno. Podemos representárnoslo tomando al niño en sus brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que se duerma, sonriéndole, paseándole, fabricándole graciosos juguetes, jugando él mismo con él como hacen todos los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y testimonio del más profundo afecto.

Dejemos a los. apócrifos imaginando un pequeño niño —prodigio ajeno a la verdadera infancia—, viviendo aparte como en un nimbo glorioso, con costumbres impropias de su edad  y una potencia milagrosa sobrecogedora. En realidad, el Hombre-Dios había escogido, al venir al mundo, aparecer como un niño corriente. No iba por delante de su edad, no hablaría —Él, que era el Verbo divino— antes que los demás niños. Y José, al cubrirle de tiernas caricias, se maravillaría precisamente de ver dormir al custodio de Israel, siempre vigilante, de ver llorar al que es la alegría de los elegidos, de ver jugar como un niño al Creador del universo.

Según las costumbres judías, el niño, en el hogar, estaba al cuidado de su madre hasta la edad de cinco años. Luego, el padre empezaba a ocuparse de él más activamente, enseñándole la Ley de Dios y los preceptos mosaicos. Grande sería la alegría de José cuando llegara el momento de realizar esa función paternal, constatando que su hijo crecía en sabiduría, en edad  y en gracia ante Dios y ante los hombres. De sus labios se elevarían silenciosamente al Señor, para expresarle su felicidad y darle gracias, las palabras del Cantar de los Cantares:

Mi amado es rubio y sonrosado,

se distingue entre diez mil.

Su persona emana encanto y gracia.

Mi amado es mío y yo soy suyo...