PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
CONSIDERACIÓN PRIMERA
Retrato de un hombre que acaba de morir
Polvo eres y en polvo te convertirás
Gn. 3, 19
PUNTO 1
Considera que tierra eres y en tierra te has de convertir. Día llegará en que será
necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal. 14, 11). A
todos, nobles o plebeyos, príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas, con el
último suspiro, salga el alma del cuerpo, pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se
reducirá a polvo (Sal. 103, 29).
Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver,
tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello,
todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas; el
rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el
cuerpo... ¡Tiembla y palidece quien lo ve!... ¡Cuántos, sólo por haber contemplado a un
pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado el mundo!
Pero todavía inspira el cadáver horror más intenso cuando comienza a
descomponerse... Ni un día ha pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un
hedor insoportable. Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto
lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que no
inficione toda la casa... Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no
servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice un autor.
¡Ved en lo que ha venido a parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!... Poco
ha, veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien
le mira. Apresúranse los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para que,
encerrado en su ataúd, se lo lleven y den sepultura... Pregonaba la fama no ha mucho el
talento, la finura, la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su
recuerdo se conserva (Sal. 9, 7).
Al oír la nueva de su muerte, limítanse unos a decir que era un hombre honrado;
otros, que ha dejado a su familia con grandes riquezas. Contrístanse algunos, porque la vida
del que murió les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte puede serles útil.
Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no
quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor. En las visitas de duelo se trata de
otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga:
“¡Por caridad, no me lo nombréis más!”
Considera que lo que has hecho en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la
tuya. Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda
y ocupar el puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada
duran. Aflígense al principio los parientes algunos días, mas en breve se consuelan por la
herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los regocija. En
aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde Jesucristo te habrá
juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos... Y tu alma,
¿dónde estará entonces?
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Gracias mil os doy, oh Jesús y Redentor mío, porque no habéis querido que muriese
cuando estaba en desgracia vuestra! ¡Cuántos años ha que merecía estar en el infierno!... Si
hubiera muerto en aquel día, en aquella noche, ¿qué habría sido de mí por toda la
eternidad?... ¡Señor!, os doy fervientes gracias por tal beneficio.
Acepto mi muerte en satisfacción de mis pecados, y la acepto tal y como os plazca
enviármela. Mas ya que me habéis esperado hasta ahora, retardadla un poco todavía.
Dadme tiempo de llorar las ofensas que os he hecho, antes que llegue el día en que habéis
de juzgarme (Jb. 10, 20).
No quiero resistir más tiempo a vuestra voz... ¡Quién sabe si estas palabras que acabo
de leer son para mí vuestro último llamamiento! Confieso que no merezco misericordia.
¡Tantas veces me habéis perdonado, y yo, ingrato, he vuelto a ofenderos! ¡Señor, ya que no
sabéis desechar ningún corazón que se humilla y arrepiente, ved aquí al traidor que,
arrepentido, a Vos acude! Por piedad, no me arrojéis de vuestra presencia (Sal. 50, 13).
Vos mismo habéis dicho: Al que viniere a mí no le desecharé. Verdad es que os he
ofendido más que nadie, porque más que a nadie me habéis favorecido con vuestra luz y
gracia. Pero la sangre que por mí habéis derramado me da ánimos y esperanza de alcanzar
perdón si de veras me arrepiento... Sí, bien sumo de mi alma; me arrepiento de todo
corazón de haberos despreciado.
Perdonadme y concededme la gracia de amaros en lo sucesivo. Basta ya de ofenderos.
No quiero, Jesús mío, emplear en injuriaros el resto de mi vida; quiero sólo invertirle en
llorar siempre las ofensas que os hice, y en amaros con todo mi corazón. ¡Oh Dios, digno
de amor infinito!... ¡Oh María, mi esperanza, rogad a Jesús por mí!
PUNTO 2
Mas para ver mejor lo que eres, cristiano –dice San Juan Crisóstomo–, ve a un
sepulcro, contempla el polvo, la ceniza y los gusanos, y llora. Observa cómo aquel cadáver
va poniéndose lívido, y después negro. Aparece luego en todo el cuerpo una especie de
vellón blanquecino y repugnante, de donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda,
que cae por la tierra.
Nacen en tal podredumbre multitud de gusanos, que se nutren de la misma carne, a
los cuales, a veces, se agregan las ratas para devorar aquel cuerpo, corriendo unas por
encima de él, penetrando otras por la boca y las entrañas. Cáense a pedazos las mejillas, los
labios y el pelo; descárnase el pecho, y luego los brazos y las piernas.
Los gusanos, apenas han consumido las carnes del muerto, se devoran unos a otros, y
de todo aquel cuerpo no queda, finalmente, más que un fétido esqueleto, que con el tiempo
se deshace, separándose los huesos y cayendo del tronco la cabeza. Reducido como a tamo
de una era de verano que arrebató el viento... (Dn. 2, 35). Esto es el hombre: un poco de
polvo que el viento dispersa.
¿Dónde está, pues, aquel caballero a quien llamaban alma y encanto de la
conversación? Entrad en su morada; ya no está allí. Visitad su lecho; otro lo disfruta.
Buscad sus trajes, sus armas; otros lo han tomado y repartido todo. Si queréis verle,
asomaos a aquella fosa, donde se halla convertido en podredumbre y descarnados huesos...
¡Oh Dios mío! Ese cuerpo alimentado con tan delicados manjares, vestido con tantas
galas, agasajado por tantos servidores, ¿se ha reducido a eso?
Bien entendisteis vosotros la verdad, ¡oh Santos benditos!, que por amor de Dios –fin
único que amasteis en el mundo– supisteis mortificar vuestros cuerpos, cuyos huesos son
ahora, como preciosas reliquias, venerados y conservados en urnas de oro. Y vuestras almas
hermosísimas gozan de Dios, esperando el último día para unirse a vuestros cuerpos
gloriosos, que serán compañeros y partícipes de la dicha sin fin, como lo fueron de la cruz
en esta vida.
Tal es el verdadero amor al cuerpo mortal; hacerle aquí sufrir trabajos para que luego
sea feliz eternamente, y negarle todo placer que pudiera hacerle para siempre desdichado.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡He aquí, Dios mío, a qué se reducirá este mi cuerpo, con que tanto os he ofendido: a
gusanos y podredumbre! Mas no me aflige, Señor; antes bien, me complace que así haya de
corromperse y consumirse esta carne, que me ha hecho perderos a Vos, mi sumo bien. Lo
que me contrista es el haberos causado tanta pena por haberme procurado tan míseros
placeres.
No quiero, con todo, desconfiar de vuestra misericordia. Me habéis guardado para
perdonarme (Is. 30, 18), ¿no querréis, pues, perdonarme si me arrepiento?...
Me arrepiento, sí, ¡oh Bondad infinita!, con todo mi corazón, de haberos despreciado.
Diré, con Santa Catalina de Génova: Jesús mío, no más pecados, no más pecados. No
quiero abusar de vuestra paciencia. No quiero aguardar para abrazaros a que el confesor me
invite a ello en la hora de la muerte. Desde ahora os abrazo, desde ahora os encomiendo mi
alma.
Y como esta alma mía ha estado tantos años en el mundo sin amaros, dadme luces y
fuerzas para que os ame en todo el tiempo de vida que me reste. No esperaré, no, para
amaros, a que llegue la hora de mi muerte. Desde ahora mismo os abrazo y estrecho contra
mi corazón, y prometo no abandonaros nunca... ¡Oh Virgen Santísima!, unidme a Jesucristo
y alcanzadme la gracia de que jamás le pierda.
PUNTO 3
En esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti mismo, y mira lo que
algún día vendrás a ser: Acuérdate de que eres polvo y el polvo te convertirás. Piensa que
dentro de pocos años, quizá dentro de pocos meses o días, no serás más que gusanos y
podredumbre. Con tal pensamiento se hizo Job (17, 14) un gran santo. A la podredumbre
dije: Mi padre eres tú, y mi madre y mi hermana a los gusanos.
Todo ha de acabar. Y si en la muerte pierdes tu alma, todo estará perdido para ti.
Considérate ya muerto –dice San Lorenzo Justiniano–, pues sabes que necesariamente has
de morir. Si ya estuvieses muerto, ¿qué no desearías haber hecho?... Pues ahora que vives,
piensa que algún día muerto estarás.
Dice San Buenaventura que el piloto, para gobernar la nave, se pone en el extremo
posterior de ella. Así, el hombre, para llevar buena y santa vida, debe imaginar siempre que
se halla en la hora de morir. Por eso exclama San Bernardo: Mira los pecados de tu
juventud, y ruborízate; mira los de la edad viril, y llora; mira los últimos desórdenes de la
vida, y estremécete, y ponles pronto remedio.
Cuando San Camilo de Lelis se asomaba a alguna sepultura, decíase a sí mismo: “Si
volvieran los muertos a vivir, ¿qué no harían por la vida eterna? Y yo, que tengo tiempo,
¿qué hago por mi alma?...” Por humildad decía esto el Santo; mas tú, hermano mío, tal vez
con razón pudieras temer el ser aquella higuera sin fruto de la cual dijo el Señor: Tres años
que vengo a buscar fruto a esta higuera, y no le hallo (Lc. 13, 7).
Tú, que estás en el mundo más de tres años ha, ¿qué frutos has producido?... Mirad –
dice San Bernardo– que el Señor no busca solamente flores, sino frutos; es decir, que no se
contenta con buenos propósitos y deseos, sino que exige santas obras.
Sabe, pues, aprovecharte de este tiempo que Dios, por su misericordia, te concede, y
no esperes para obrar bien a que ya sea tarde, al solemne instante en que se te diga: ¡Ahora!
Llegó el momento de dejar este mundo. ¡Pronto!... Lo hecho, hecho está.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Aquí me tenéis, Dios mío; yo soy aquel árbol que desde muchos años ha merecía
haber oído de Vos estas palabras: Córtale, pues ¿para qué ha de ocupar terreno en balde?...
(Lc. 13, 7). Nada más cierto, porque en tantos años como estoy en el mundo no os he dado
más frutos que abrojos y espinas de mis pecados...
Mas Vos, Señor, no queréis que yo pierda la esperanza. A todos habéis dicho que
quien os busca os halla (Lc. 11, 9). Yo os busco, Dios mío, y quiero recibir vuestra gracia.
Aborrezco de todo corazón cuantas ofensas os he hecho, y quisiera morir por ellas de dolor.
Si en lo pasado huí de Vos, más aprecio ahora vuestra amistad que poseer todos los
reinos del mundo. No quiero resistir más a vuestro llamamiento. Ya que es voluntad vuestra
que del todo me dé a Vos, sin reserva a Vos me entrego todo... En la cruz os disteis todo a
mí. Yo me doy todo a Vos.
Vos, Señor, habéis dicho: Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré (Jn. 14, 14).
Confiado yo, Jesús mío, en esta gran promesa, en vuestro nombre y por vuestros méritos os
pido vuestra gracia y vuestro amor. Haced que de ellos se llene mi alma, antes morada de
pecados.
Gracias os doy por haberme inspirado que os dirija esta oración, señal cierta de que
queréis oírme. Oídme, pues, ¡oh Jesús mío!, concededme vivo amor hacia Vos, deseo
eficacísimo de complaceros y fuerza para cumplirle... ¡Oh María, mi gran intercesora,
escuchadme Vos también, y rogad a Jesús por mí!