II. La esposa y la madre, sol y gozo del hogar doméstico
11 de Marzo de 1942
En el curso de
vuestra vida, amados recién casados, el recuerdo que conservaréis de la casa
del Padre Común y de su Bendición Apostólica, os acompañará como dulce consuelo
y augurio en el camino que comenzaréis con tantas rosadas esperanzas, bajo la
protección divina, en un tiempo tan revuelto como el presente, hacia una meta
que apenas os deja adivinar la oscuridad del futuro.
Pero ante estas
tinieblas vuestro corazón no teme; os impulsan el ardor y la audacia de la
juventud; la unión de los espíritus y de los deseos de los pasos de la vida, el
mismo sendero que pisáis, no os turban la tranquilidad del espíritu, sino que
os la renuevan y dilatan. Sois felices dentro de las paredes domésticas; no
veis oscuridad; la familia tiene un sol propio: la esposa.
Oíd cómo de ella nos
habla y razona la Escritura: “La gracia de la mujer hacendosa alegra
al marido y le llena de jugo los huesos. La buena crianza de ella es un don de
Dios. Es cosa que no tiene precio una mujer discreta y amante del silencio y
con el ánimo morigerado. Gracia es sobre gracia la mujer santa y vergonzosa. No
hay cosa de tanto valor que pueda equivaler a esta alma casta. Lo que es para
el mundo el sol al nacer, en las altísimas moradas de Dios, eso es la gentileza
de una mujer virtuosa para el adorno de una casa”.
Sí; la esposa y la
madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y sumisión, con su
constante prontitud, con su delicadeza atenta y providencial en todo lo que
sirve para alegrar la vida al marido y a los hijos. Difunde en torno suyo la
vida y el calor; y, si suele decirse que un matrimonio es feliz cuando uno de
los cónyuges, al contraerlo, pretende hacer feliz, no a sí mismo, sino a la
otra parte, este noble sentimiento e intención, aunque toca a los dos, es, sin
embargo, virtud principal de la mujer, que nace con las palpitaciones de madre
y con la madurez del corazón; aquella madurez o entendimiento que, si recibe
amarguras, quiere solamente devolver alegrías; si recibe humillaciones, no
desea restituir sino dignidad y respeto, del mismo modo que el sol, que alegra
la nebulosa mañana con sus albores y dora las nubes con los rayos de su ocaso.
La esposa es el sol
de la familia con la claridad de su mirada y con la llama de su palabra; mirada
y palabra que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enternecen y la
levantan lejos del tumulto de las pasiones, y llaman al hombre a la alegría del
bien y de la conversación familiar, después de una larga jornada de continuo y
a veces penoso trabajo profesional o campestre, o de imperiosos negocios de
comercio o de industria. Su ojo y su boca arrojan una luz y un acento, que en
un rayo tienen mil fulgores y en un sonido mil afectos. Son rayos y sonidos que
brotan del corazón de madre, crean y vivifican el paraíso de la infancia e
irradian siempre bondad y suavidad, aun cuando adviertan o reprendan, porque
las almas juveniles, que sienten con más fuerza, recogen con mayor intimidad y
profundidad los dictámenes del amor.
La esposa es el sol
de la familia con su cándida naturaleza, con su digna simplicidad y con su
cristiano y honesto decoro, tanto en el recogimiento y en la rectitud, del
espíritu cuanto en la sutil armonía de su actitud y de su vestido, en su adorno
y en su porte, reservado a un tiempo y afectuoso. Sentimientos tenues,
encantadoras señales del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, un
condescendiente movimiento de cabeza, le dan la gracia de una flor escogida y,
sin embargo, sencilla, que abre su corola para recibir y reflejar los colores
del sol. ¡Oh, si supieseis qué profundos sentimientos de afecto y de gratitud
suscita e imprime en el corazón del padre de familia y de los hijos esta imagen
de esposa, y de madre! ¡Oh ángeles, que custodiáis sus casas y escucháis sus
oraciones, impregnad de perfumes celestiales aquel hogar de felicidad cristiana!
Pero, ¿qué sucede
cuando la familia está privada de este sol? ¿Qué sucede cuando la esposa,
continuamente o en cada circunstancia, aun en las relaciones más íntimas, no
duda en hacer sentir que le cuesta sacrificios la vida conyugal? ¿Dónde está su
amorosa dulzura cuando una dureza excesiva en la educación, una excitabilidad
mal dominada y una frialdad airada en la vista y en las palabras, sofocan en
los hijos la alegría y el consuelo feliz que habrían de encontrar en su madre;
cuando ella no hace otra cosa que perturbar con tristeza y amargar con voz
áspera, con lamentos y reprensiones, la confiada convivencia en el ambiente de
la familia?
¿Dónde está aquella
generosa delicadeza y aquel tierno cariño, cuando ella, en vez de crear con una
sencillez natural y prudente una atmósfera de agradable serenidad en la mansión
doméstica, toma una actitud de inquieta, nerviosa y exigente señora, muy de
moda? ¿Es esto un esparcir benévolos y vivificantes rayos solares, o más bien
un congelar con viento glacial del norte el jardín de la familia? ¿Quién se
extrañará entonces de que el hombre, no encontrando en aquel hogar nada que le
atraiga, le retenga y consuele, se aleje lo más posible, provocando al mismo
tiempo el alejamiento de la mujer, de la madre, cuando no es más bien el
alejamiento de la mujer el que prepara el del marido; uno y otra, encaminándose
así a buscar en otra parte, con grave peligro espiritual y con perjuicio de la
trabazón familiar, el descanso, el reposo, el placer que no les concede la
propia casa? ¡En este estado de cosas, los más desventurados son, sin duda, los
hijos!
He aquí, esposas,
hasta dónde puede llegar vuestra parte de responsabilidad en la concordia de la
felicidad doméstica. Si a vuestro marido y a su trabajo corresponde procurar y
hacer estable la vida de vuestro hogar, a vosotras y a vuestro cuidado
pertenece el rodearlo de un bienestar conveniente y el asegurar la pacífica
serenidad común de vuestras dos vidas. Esto es para vosotras no sólo una obligación
natural, sino un deber religioso y un ejercicio de virtudes cristianas con
cuyos actos y méritos, crecéis en el amor y en la gracia de Dios.
¡Pero –dirá tal vez
alguna de vosotras– de esa manera se nos pide una vida de sacrificio! Sí;
vuestra vida es vida de sacrificio, pero no sólo de sacrificio. ¿Creéis, acaso,
que en este mundo se puede gozar una verdadera y sólida felicidad sin
conquistarla con alguna privación o renuncia? ¿Pensáis que en algún rincón de
este mundo se encuentra la plena y perfecta dicha del Paraíso terrestre? ¿Y
creéis tal vez que vuestro marido no tiene también que hacer sacrificios, a
veces muchos y graves, para procurar un pan honrado y seguro a la familia?
Precisamente, estos
mutuos sacrificios, soportados juntos y con recíproca utilidad, dan al amor
conyugal y a la felicidad de la familia su cordialidad y firmeza, su santa
profundidad y aquella exquisita nobleza que se imprime en el recíproco respeto
de los cónyuges y que los exalta en el afecto y en la gratitud de los hijos.
Si el sacrificio
materno es el más agudo y doloroso, lo templa la virtud de lo alto. De su
sacrificio aprende la mujer a tener compasión de los dolores del prójimo. El
amor a la felicidad de su casa, no la cierra en sí misma; el amor de Dios, que
en su sacrificio la eleva sobre sí misma, le abre el corazón a la piedad y la
santifica.
Pero –se objetará tal
vez todavía– la moderna estructura social, obrera, industrial y profesional,
empuja a muchas mujeres, aun casadas, a salir fuera de la familia y a entrar en
el campo del trabajo y de la vida pública. Nos no lo ignoramos, queridas hijas.
Es muy dudoso si esa
condición de cosas constituye para una mujer casada lo que se dice el ideal.
Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho. Con todo, la Providencia,
siempre vigilante en el gobierno de la humanidad, ha insertado en el espíritu
de la familia cristiana fuerzas superiores capaces de mitigar y vencer la
dureza de semejante estado social y de prevenir los peligros que indudablemente
se esconden en él.
¿No habéis observado
tal vez cómo el sacrificio de una madre, que por especiales motivos debe,
además de sus deberes domésticos, ingeniarse para procurar, a costa de un duro
trabajo cotidiano, el sustento de la familia, no sólo conserva, sino que
alimenta y aumenta en los hijos la veneración y el amor hacia ella, y da
fuerzas a su gratitud por sus afanes y fatigas, cuando el sentimiento religioso
y la confianza en Dios constituyen el fundamento de la vida familiar?
Si es ese el caso en
vuestro matrimonio, unida la plena confianza en Dios, que ayuda siempre al que
le teme y sirve, unid, en las horas y días que podréis consagrar enteramente a
vuestros seres queridos, un doble amor y un celoso cuidado, no sólo para
asegurar el mínimo indispensable para la verdadera vida de familia, sino para
hacer que se desprendan de vosotras, hacia el corazón del marido y de los
hijos, rayos luminosos de sol que conforten, abriguen y fecunden, aun en las
horas de la separación externa, la trabazón espiritual del hogar.
Y vosotros, esposos,
puestos por Dios como cabeza de vuestras esposas y de vuestras familias, al
mismo tiempo que contribuyáis con vuestro trabajo a su sustento, prestad
vuestra ayuda también a la obra de vuestras mujeres en el cumplimiento de la
santa y elevada –y no raras veces fatigosa– misión. Colaborad con ellas, con
aquella solicitud y afecto que hace uno de dos corazones, y una misma fuerza y
un mismo amor. Pero sobre esta colaboración y sus deberes, y las
responsabilidades que se derivan, también para el marido, habría mucho que
decir, y por eso Nos lo reservamos para hablaros en otras audiencias.
Ante vosotros, recién
casados, que sucedéis a otros grupos semejantes que os han precedido delante de
Nos y han sido por Nos bendecidos, Nuestro pensamiento nos trae a la mente el
gran dicho del Eclesiastés: Pasa una generación y sucede otra; pero
queda siempre la tierra. Así corren nuevos siglos, pero Dios no
cambia; no cambia el Evangelio ni el destino del hombre para la eternidad; no
cambia la ley de la familia; no cambia el inefable ejemplo de la familia de
Nazaret, gran sol de tres soles, el uno de fulgores más divinos y más ardientes
que los otros dos que le rodean.
Mirad a aquella
modesta y humilde mansión, oh padres y madres: contemplad a Aquel que se creía hijo
del carpintero, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen esclava
del Señor; y confortaos en los sacrificios y en los trabajos de la vida.
Arrodillaos ante ellos como niños; invocadlos, suplicadles; y aprended de ellos
cómo las contrariedades de la vida familiar no humillan, sino exaltan; cómo no
hacen al hombre ni a la mujer menos grandes o queridos para el cielo, sino que
valen una felicidad, que en vano se busca entre las comodidades de este mundo,
donde todo es efímero y fugaz.
Terminaremos Nuestras
palabras elevando a la Santa Familia de Nazaret una ardiente súplica por todos
y cada uno de vuestros hogares, para que vosotros, queridos hijos e hijas,
cumpláis vuestro oficio a imitación de María de José, y así podáis educar y
hacer crecer a aquellos pequeños cristianos, miembros vivos de Cristo, que
están destinados a gozar con vosotros un día la eterna bienaventuranza del
Cielo.
Es lo que pedimos al
Maestro divino, mientras con todo el corazón os damos Nuestra paterna Bendición
Apostólica.
Su Santidad Pio XII