martes, 9 de agosto de 2016

PARA DESTERRAR LAS INQUIETUDES




Dios infinitamente grande, infinitamente perfecto, no cree degradarse cuando se ocupa de estos pequeños seres que somos nosotros; más bien nos invita a fiarnos filialmente de las más enigmáticas decisiones de su Providencia, y está seguro de no decepcionarnos. Pero sabe que la confianza no siempre llega a abolir todas las inquietudes de nuestro débil corazón.

  Sabe que sordos y tenaces temores continúan royendo a veces almas de buena voluntad que quieren sinceramente confiar en Él. En el alma del cristiano estas inquietudes son doblemente dolorosas.

  Cuando estés aguijada por el deseo de verte libre de algún mal, dice San Francisco de Sales, o de alcanzar algún bien,  ante todo pon tu espíritu en paz y tranquilidad, haz reposar tu juicio y tu voluntad; y luego, suavemente procura obtener el logro de tus deseos, tomando los medios más convenientes; sin apresuramiento, turbación e inquietud; de lo contrario, en lugar de obtener el logro de tu deseo, lo echarás todo a perder y te enredarás más todavía.

  Pero el Salvador en el Evangelio, nos da un consejo mejor que el de una actitud de mera prudencia humana. Intenta disipar nuestras inquietudes latentes.“No os inquietéis por el futuro”: tal es el tema principal, por no decir el único, del pasaje del Sermón de la montaña. Él como nadie nos conoce hasta lo más  profundo. Sabe que en cualquier momento encontrará siempre nuestro corazón más o menos preocupado, más o menos alarmado.

  El hombre inquieto es un hombre que ha perdido el sosiego. ¿Qué sosiego? El del alma. Puede uno llevar dentro de sí inquietudes mortales, y sin embargo guardar toda su calma exterior hasta engañar al más perspicaz. Por lo tanto, es el alma lo que se agita, es decir que el espíritu se atormenta; se atormenta porque no ve salida a su mal, o, más exactamente, porque se plantea cuestiones y más cuestiones, para las cuales no encuentra respuesta… El hombre se inquieta cuando percibe un peligro en el porvenir y no descubre ningún medio para defenderse de él; cuando el auxilio indispensable le parece tan imposible como al náufrago agarrado a los restos de la nave en medio del océano desierto…

  El hombre inquieto se horroriza ante algunas eventualidades en que ve su desgracia –como si él pudiese pronunciarse con certeza sobre su verdadero bien, y por consiguiente sobre su verdadero mal, siendo que éste es secreto exclusivo de Dios.

  El hombre inquieto tiembla ya a la sola idea de que se acercan sus pretendidas desgracias –como si Dios Nuestro Señor, antes de permitir que sucedan, no tuviese que hacerlas pasar primero por la criba de su amor paternal.

  El hombre inquieto se agita para ponerse a salvo de lo que tiene por un infortunio –como si pudiese impedir que la voluntad de Dios, siempre sabia y siempre bienhechora, dejase de cumplirse en todo momento.

  El cristiano inquieto piensa y se porta exactamente como si no creyese que Dios, para gobernar el mundo y juzgar de lo que nos conviene, posee una verdadera clarividencia, una bondad y un poder infinitos.

  El cristiano conoce a su Padre, se acuerda de Él, sabe que es todopoderoso y verdaderamente paternal, entonces, ¿Por qué se inquieta?

  Si uno quiere disipar al momento la inquietud, basta con reanimar la confianza. Mientras uno se fíe de Dios y le otorga crédito, nada podrá alterar la serenidad del alma.

  ¿Cómo guardar el equilibrio justo entre los cuidados de la vida y la confianza en la Providencia? O más bien, ¿cómo conservarse uno en la confianza, sin dejarse enredar por los inevitables cuidados de la vida?

“No os preocupéis del mañana, que el día de mañana tendrá también su preocupación: basta a cada día con su carga”.
Y creedme, basta él para vuestras espaldas y vuestro valor. ¡No vayáis, pues, a aumentar en balde su peso con perspectivas desalentadoras! No os finjáis dificultades imaginarias, y por consiguiente, inquietudes estériles. Mañana, ya se verá.

  El fatalista mira al pasado; el cristiano mira a Dios, que tiene en su mano el porvenir.
  El fatalista aguanta el presente, porque no puede sustraerse a él; el cristiano lo acepta como un don cargado de futuro.
  El fatalista deja caer los brazos diciendo: ¿para qué?; el cristiano abraza la voluntad divina, a quien reconoce amable en todas las cosas.

  Si olvidáis a Dios en vuestros cálculos, caeréis en la espantosa inquietud pagana o atea. Os vais a agitar, afanar, echar planes inciertos y frágiles, alarmaros por peligros hipotéticos, como si estuviérais solos, como si el Señor no fuera el único y gran dueño del futuro.

  Sólo el verdadero discípulo de Cristo posee el derecho de vivir al día. No ciertamente como un hombre aturdido, perezoso o ciego;ni que esté dispensado del esfuerzo, de la previsión o de la prudencia; ni tampoco que no deba medir el alcance de sus actos y sembrar cuerdamente para el futuro. Debe asumir con valentía el trabajo de “cada día”, la misma vida ordinaria hay que tomarla con garbo, pues la humilde vida de los trabajos enojosos es una obra que requiere mucho amor. Permanecer alegre cuando un día triste sucede a otro, ser fuerte.

  En los días monótonos como en los días trágicos, el hombre que se fía de la Providencia permanece animoso. Sabe que el mañana está en las manos de Dios, y que la felicidad o la prosperidad, si tienen que venirle en esta vida, vendrán cuando Nuestro Señor lo quiera.

El Cristiano ante la Providencia