lunes, 29 de agosto de 2016

No hay sufrimiento más que en la vacilación en aceptar la Cruz



  El sufrimiento, la prueba, la cruz, forman la espléndida gradación de los dolores humanos.

  El sufrimiento siempre será odioso a la naturaleza. El hecho de sufrir, aislado en sí  mismo, siempre será odioso, bárbaro,  y cruel. Desgraciado aquel cuyo corazón no ve en él nada más y sufre a solas con su dolor como un verdugo. No hay en la tierra desolación más desgarradora que este suplicio solitario e inútil. El lenguaje cristiano emplea otro término. Más que sufrimiento se complace en llamarlo prueba. Si el hombre que sufre en su corazón o en sus miembros se sabe sometido a una prueba, ya no está tan espantosamente solitario en su mal. Alguien le mira, inclinado sobre él, alguien que espía las reacciones de su alma. Y este testigo atento no le mira despiadado, pues es Dios, el más amante y compasivo de los padres… Entonces el sufrimiento mismo, en lugar de corroer el alma y atormentarla inútilmente, toma un sentido, un valor, una razón magnífica: debe probar a Dios la virtud del hombre. Sufrir no es, pues, tan cruelmente estéril. El alma está en prueba… Y el valor le sube al corazón, porque el pobre ha aprendido, como luminosamente dirá San Agustín, a no perder la utilidad de su sufrimiento.

  La prueba aceptada eleva, pues, el alma, muy por encima del sufrimiento inhumano, a un  mundo trascendente en que el dolor encuentra, al parecer, su más alta perfección.

  Desde que el divino Maestro ha enseñado al hombre que debe llevar su cruz todos los días sobre los hombros, sobre todo desde que Él llevó la suya, la lengua cristiana, más que de la prueba, hablará de la cruz. Con esta palabra audaz y sagrada, traspasa, transfigura el pobre sufrimiento humano, lo diviniza uniéndolo al del Hombre-Dios. Propiamente hablando, el cristiano no sufre, lleva su cruz; se inmola voluntariamente con Jesús; no se resigna a sufrir, se crucifica con corazón grande junto con el Salvador. Una palabra basta para recordar al hombre que puede cambiar su eterna queja en una ofrenda de amor perfecto.

  Cuando por fin pronuncia su “Fiat” y consiente en el sacrificio, franquea la frontera del sufrimiento, y penetra en una paz repentina. No ha acabado aún de aceptar la cruz, y ya se siente extrañamente feliz. No ha rechazado su carga: al contrario, la ha cogido en lo que tiene de más crucificante. El enfermo continuará padeciendo en sus pobres miembros, pero se ha desvanecido la amargura de su dolor.“Sobreabundo de gozo en todas mis penas”,exclamaba San Pablo. Sólo la gracia que irradia la cruz puede crear esa incomprensible simultaneidad de dolor y la dicha. Cuántas personas martirizadas por la enfermedad, o desoladas por el luto, o perseguidas por la malicia de los hombres, han podido declarar con toda sinceridad: sufro, pero experimento, a pesar de todo, una alegría que me ilumina.  Me siento feliz y no quisiera cambiar mi suerte… Vemos así cumplirse a diario la promesa misteriosa que hizo Jesús a los suyos:“Os contristaréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo”.

Hay que aceptar la cruz, lo que implica que nos la ofrecen y que Jesús mismo nos la propone mirándonos a los ojos. Porque ninguna cruz se nos presenta por casualidad y sola. Consoladora visión: siempre que tengamos que cargar nuestras espaldas, estará presente Jesús, como lo está cuando luchamos y cuando vacilamos, ¡ay! en aceptarla.

  Todo cristiano está, pues, llamado a reconocerse en Simón de Cirene, el desconocido que se inmortalizó en la quinta estación del Via-Crucis. Aquel extranjero, indiferente al movimiento que agitaba las calles de Jerusalén, volvía del campo, cuando la comitiva salía de la ciudad. ¿Habrá que creer que en aquel momento acababa de desfallecer el Salvador? Sea lo que fuere, el centurión comprendió que el condenado no tendría ya fuerza para llevar su carga hasta el término. Por eso, requirió del transeúnte que cargara con la cruz. Simón no conocía a Jesús. Protestó contra esta contrata injusta que se añadía a la fatiga de su trabajo. El evangelista deja entender que fue preciso imponerle la orden. Aun bajo los ojos del divino Maestro, aquel desdichado se negaba, resistía, se indignaba; por fin hubo de agacharse, coger la cruz y llevarla; pero ¡era la cruz de Jesús!... ¡Oh bienaventurado Simón! Porque consintió, aunque protestando por ignorancia, sentía en su alma una profunda revolución. Rebelde e irritado hace un momento, se siente invadir por una paz milagrosa. Tras de algunos pasos llevaba la cruz con compasión para el condenado, luego aun con alegría. Cuando llegó, seguido del Salvador, a la cima del Calvario, el Cirineo era un santo y el precursor de cuantos luego llevarían la cruz del Señor.

  San Pablo ha afirmado que Dios no permite las tentaciones, o las tribulaciones, sino en proporción con nuestras fuerzas. Hay un bello proverbio popular que dice: Dios da el frío conforme la ropa.

  La experiencia habrá podido enseñarnos que muchos sacrificios ante los que nos encabritamos, sólo se nos piden en perspectiva. Dios no tiene intención de imponérnoslos de hecho; mas, para que podamos evaluar nuestra virtud, nos presenta como próximos. Entonces nos trata como trató a Abraham , a quien ordenó la inmolación inmediata de su hijo, reservándose el detener su ejecución en el momento supremo. El pobre padre no podía preveer este viraje del último minuto; y consumó en su desgarrado corazón un sacrificio que creía total. Pero bien pronto el gozo de su liberación se vio duplicado con el mérito de una obediencia heroica. Cuando, pues, se nos vaya a pedir un sacrificio, en vez de protestar contra la Providencia, en vez de amedrentarnos, en vez de atormentarnos en la vacilación, aceptémoslo en un puro impulso de sumisión. Muchas veces ocurrirá que Dios nos pedía el sacrificio  de Abraham… Pero si el golpe se nos debe asestar, santamente preparados como estaremos, nos herirá con menos fuerza.

  Quizás nos hemos hecho desconfiados porque, habiéndonos ofrecido a Dios en un momento de fervor, la desgracia no se ha hecho esperar. Esta desgracia la veía Dios abalanzarse inevitablemente sobre nosotros, empujada por el juego de las causas segundas. Unos días, una horas más, y nos veríamos de pronto heridos, desbaratados y quizá trastornados por lo repentino del golpe. Y entonces, Dios, que nos ama, nos concede una gracia especial. Para disponernos a la prueba, oculta aún, pero inminente,  nos inspira el pensamiento de aceptar de su mano cuantas penas sobrevengan. Nosotros respondemos a la invitación de la gracia. Así creemos tomar la iniciativa de un ofrecimiento generoso, y aun ganamos mérito con ello. En realidad, es Dios quien paternalmente nos abre el corazón a un sacrificio que la vida está a punto de imponernos…

  Si queremos no vacilar ya en aceptar la cruz, no debemos esperar, para decidirnos, la hora difícil y probablemente imprevista, en que se nos ha de presentar. Cuando de pronto llegue a levantársenos en el camino, no debe sorprendernos y espantarnos, sino aparecérsenos como una amiga muy conocida y querida. Como la saludó San Andrés cuando fue conducido a un duro martirio. En cuanto divisó la cruz que le esperaba, el Santo Apóstol se detuvo, tendió hacia ella los brazos y exclamó: “¡Oh cruz buena, largo tiempo deseada, ardientemente amada,  sin cesar buscada, y por fin preparada a mi deseoso corazón! Recógeme de las manos de los hombres y devuélveme a mi maestro…”.

  Pocos cristianos se creerán llamados a una virtud tan consumada. Se equivocarían, Andrés se muestra aquí en el más puro espíritu del cristianismo: amar, desear, buscar la cruz de Jesús. Lo que más nos falta es esa larga y habitual generosidad de sentimientos en que se había mantenido el santo mártir.

  Si aceptamos cada una de las pequeñas cruces que la Providencia coloca en nuestro camino; si acogemos los sacrificios menudos que olvidamos en el minuto siguiente, pero que quedan archivados en la memoria eterna de Dios; si estamos prontos a entrar en las menores pruebas, aprenderemos poco a poco a amar la cruz. Cuando por fin se la ama, no se vacila en cargarla, y toda la aspereza del sufrimiento se desvanece de la vida.

El Cristiano ante la Providencia