jueves, 30 de junio de 2016

UNA LECCIÓN DE SAN PABLO



  Para esclarecer la confianza absoluta que debemos poner en la Providencia, recojamos aquí una lección memorable del Apóstol San Pablo.

  Confiesa bien alto: “Para que la excelencia de estas revelaciones no me envanezca, dice, se me ha dado un estímulo en mi carne, un ángel de Satanás me abofetea, para librarme del orgullo”.

  No explica en qué consiste esta espina o púa. Lo cierto es que el Señor apretaba a su gran apóstol, con un freno misterioso, que le debía mantener en la modestia.

  Entonces hizo lo que nosotros hubiéramos hecho en su lugar, teniéndonos por avisados y prudentes delante de Dios.  “Tres veces, dice, he pedido al Señor que me libre”. A pesar del fracaso de sus oraciones anteriores, insiste en su demanda, ruega y defiende su causa cerca de Dios, tan seguro y convencido como estaba de que no oraba más que por el bien del Evangelio.

  Poco bastaría para que a nosotros nos pareciese leer aquí un capítulo de nuestra propia historia. También nosotros sufrimos o hemos sufrido alguna prueba física o moral, como una espina clavada en nuestra alma. También nosotros hemos suplicado a Dios que ponga fin a nuestro mal. Al principio teníamos una confianza tranquila en que Dios nos escucharía; no dudábamos del efecto de una oración tan buena y tan aceptable. ¡Ah! Y no nos fijábamos en que muy frecuentemente nuestra confianza descansa no en la bondad de Dios, sino en la bondad que atribuimos a nuestras razones. Pensamos que Dios no sería sabio si no se rindiera a nuestros motivos personales.  Nos parecería una irritante injusticia que Dios no nos escuchara. Por eso nos armamos de una confianza intrépida y consciente. Ahora bien, lo que nosotros llamamos con ese nombre no es más que la certeza de obtener lo que tan razonablemente le pedimos y como se lo pedimos; mientras que la confianza cristiana, es el crédito dado a Dios por un alma que se entrega de antemano  a su  disposición superior…

  Somos, pues, nosotros, los que decretamos de qué manera debe Dios respondernos; si nuestras súplicas no obtienen efecto, nuestra buena fe murmura y se impacienta por el retraso. Insistimos. Tres veces, diez veces volvemos a la carga, suplicamos al Señor que nos libre, aun cuando nos debería parecer que por fin su voluntad ha decidido dejarnos en la prueba.

  Probablemente, también San Pablo hubiera continuado por mucho tiempo sus insistencias, si Dios no las hubiese detenido un día con su autoridad. Al final del tercer conato, se produjo en aquella crisis un hecho decisivo: “El Señor, dice textualmente el Apóstol, me hizo entender: mi gracia te basta. Sufficit tibi gratia mea”.

  ¡Respuesta admirable de Dios a las llamadas reiteradas de su criatura! ¡Palabras fulgurantes y verdaderamente divinas! Nótese bien que el Señor no ha cortado duramente la oración de su Apóstol, diciéndole: Basta, no me importunes más, es inútil, yo soy el Señor, y he resuelto no oírte, sométete a la fuerza de mi voluntad como es tu deber… Responde, sin duda, con una negación definitiva, pero con cuatro palabras que corroboran a fondo la fe del hombre probado. Has recibido mi gracia, le declara, ella te basta, no te preocupes de lo demás. Y aun añade esta razón cuya divina trascendencia brilla y cuyo misterio debe calmar todas las aprensiones humanas: “En la debilidad(se sobreentiende de los instrumentos que yo empleo)se manifiesta enteramente mi fuerza”. 

Fe, humildad, confianza: volvemos a encontrar las virtudes fundamentales que la Providencia exige siempre de aquellos a quienes conduce.

  La lección que el Señor había dado entonces a su apóstol iba a servir para la formación de las generaciones cristianas. Todas estas podrían en adelante comprender que las oraciones no se pierden en el vacío, como a veces lo quieren hacer creer las apariencias. Oramos, y parece que Dios está lejos, distraído o desdeñoso. Continuamos orando a pesar de todo, igual que el Apóstol, quien, al ponerse por tercera vez a orar, bien debió pensar que Dios no le escuchaba. Queremos persuadirnos de que Dios acabará por dejarse ganar, pero nosotros somos los que acabamos por renunciar, con el corazón irritado o desengañado.  Y comienzan horas amargas… Y, durante este tiempo, la Providencia también parece en cierta manera conmovida. Habiendo pesado las necesidades y los intereses del infortunado, ha provisto a ellos desde toda la eternidad con diligencia y con amor. “Mi gracia te basta”, afirma el Señor: gracia que se ha recibido ya, como una respuesta inmediata durante la oración. Ella nos ha sido dada no como la primera moneda que se encuentra y arroja a un mendigo importuno, si no exacta, adaptada y en la medida que conviene a nuestra miseria. Y, puesto que Dios juzga que ella nos basta, ¿por qué creemos nosotros tener que pedir alguna cosa? Así, pues, no se había terminado aún nuestra oración, y ya la mano invisible de la Providencia había reunido y repartido sobre nosotros todos los socorros eficaces.

  Comprendámoslo: detrás de los silencios de Dios se esconde una acción amplia, profunda, misteriosa, que se sirve de la prueba misma bajo la cual gime el hombre. Detrás de las inmovilidades de Dios, se desarrolla todo un plan y comienza a dibujar sus líneas. Dios se dignó, es verdad, levantar un poco el velo al Apóstol. Le hizo comprender, pero sin precisar más, que su enfermedad, lejos de constituir un obstáculo, no haría sino hacer brillar más el poder interno del Evangelio, si este era predicado en condiciones tan precarias. Este es un nuevo misterio, tan desconcertante, tan impenetrable como el precedente, pero un misterio que el cielo esclarecía, como todos los que nos propone la religión.  Sin embargo, ante esta razón oscura, el Apóstol se hubiera podido negar a someterse al incumplimiento de su legítimo deseo.

  Se dirá, quizás, que habiendo oído a Dios que le habla, le era mucho más fácil conformarse con sus disposiciones, y que si nosotros tuviéramos la dicha de recibir, en nuestras ansiedades, una seguridad tan formal, no seríamos menos diligentes que él.  Pero nunca la voz de Dios ha llegado a nuestros oídos; jamás hemos oído la palabra clara que conforta; jamás lo sobrenatural se ha manifestado cerca de nosotros. Y cuando oramos, nos sentimos siempre terriblemente solos.

  Ahora bien, nada nos obliga a creer que Pablo tuviese conciencia de recibir, a la tercera vez, como él dice, una revelación directa. Hasta es probable, ya que ésa es la manera habitual de Dios, que fuese simplemente iluminado por una luz súbita del espíritu, como nos sucede a nosotros frecuentemente en el momento de la oración o en el curso de nuestra vida. De repente, sin que nadie lo haya provocado, surge en nuestro corazón el pensamiento de que un cristiano debe fiarse de Dios en la prueba. O bien, leemos por casualidad un texto de la Escritura como el que ahora comentamos… La buena inspiración es la respuesta del Señor. Es la gracia divina y nosotros la rechazamos… El Apóstol tuvo el mérito de una fe pronta. Él puso fin a las súplicas. 

Toda la confianza que antes había puesto en la esperanza de curarse, la volvió hacia esta gracia que ya poseía, y que no podía comprender cómo le serviría para bien. Cambió su corazón. Pero no era de esas almas que se detienen a medio camino. Después de haberse afligido tanto tiempo con su miseria, no se contentó, ahora que conocía su precio, con aceptarla sin murmurar, sino que la bendecía alegremente, y llegó hasta amarla con una especie de orgullo. He aquí, en efecto, que para terminar exclama: “Me gloriaré en mis enfermedades, para que habite en mí la fuerza de Cristo”.  ¿Es este el sonido de una palabra humana? La alegría en el sufrimiento, el dolor radiante, el amor de la cruz: otras tantas paradojas, que hacen sonreír compasivamente a los espíritus fuertes, pero verdades ya familiares para el cristiano que tiene fe en la Providencia.

  ¿Puede haber un cristiano que desee todavía ser librado de su prueba, si puede creer que esta misma prueba suscita en él una gracia y labra en su vida algo divino? Sin duda nada sabemos nosotros, y la sumisión se nos facilitaría enormemente, si nos fuese dado colaborar con los designios de Dios a plan descubierto.  Hasta sería una alegría. Pero ¿Por qué querer siempre sustraerse del acto de confianza inevitable?... Bástenos saber que el Infinito ha concebido para nosotros una maravilla y que su gracia se ingenia en bordarla en el tejido de nuestra vida. Así trabajamos nosotros en este mundo, dóciles y sumisos a la voluntad de Dios, sin ver lo que El hace por medio de nosotros. Pero Él lo ve, lo sabe, Él, artista divino; y cuando, una vez acabada nuestra tarea, nos presente la obra de nuestra vida de trabajo y penas, nos extasiaremos en su presencia y le bendeciremos por haberse dignado aceptar nuestras débiles obras para colocarlas en las moradas eternas.

  San Ignacio de Loyola había ya anunciado la misma verdad: “Hay pocas almas, decía, capaces de comprender lo que Dios haría de ellas, si permitiesen a la gracia modelarlas a su gusto. Un tronco de árbol tosco e informe jamás sospecharía que puede llegar a ser una estatua admirable, la obra maestra de un escultor; de la misma manera, muchos que casi nada tienen de cristianos, están lejos de imaginar que llegarían a ser grandes santos, si no impidiesen a la mano del divino Artista darles la forma que desea”.

El CRISTIANO ante la PROVIDENCIA
Paul Dohet
(1947)