viernes, 3 de junio de 2016

DE LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS



El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou

   Todos, grandes, pequeños, sabios, ignorantes, ricos, pobres, dueños, servidores, todos son llamados a imitar el interior de Jesucristo, y todos pueden hacerlo. Sin tocar nada al exterior de las condiciones, de nosotros solos depende el ser humildes en  medio de la grandeza por un sincero desprecio de todo lo que nos distingue y nos eleva a los ojos de los hombres; o de estar contentos de la condición obscura en que Dios nos ha colocado, sin avergonzarnos de ello, sin aspirar a más alto, sin tener envidia a los que se hallan sobre de nosotros. En nuestra mano está el renunciar con el afecto a los grandes bienes que poseemos, creer que su propiedad pertenece a Dios, y que no somos sino sus administradores, obligados a usar de ellos con arreglo a sus intenciones, dándole de los mismos estrecha cuenta; o el de no quejarnos de nuestra pobreza, sino sufrir sus incomodidades con paciencia y aun con alegría, bendiciendo a Dios por la semejanza que en esta parte nos ha dado con su Hijo. De nosotros pende el mandar con dulzura y hasta con humildad, como si no hiciéramos más que intimar las órdenes de Dios de quien recibimos nuestra autoridad, y el imitar a Jesucristo en el ejercicio de la suya; u obedecer a los hombres, atendiendo a Dios a quien nos representan, sin murmuración, sin rebeldía interior, sin bajeza, sin respeto humano, con miras nobles y dignas de un cristiano, acordándonos que Jesucristo no vino para ser servido sino para servir. Todos tienen la gracia para conformarse de este modo a sus sentimientos interiores, para pensar y obrar cada uno en su estado como Él mismo hubiera pensado y obrado. De manera que somos inexcusables si no nos le parecemos, no pudiendo dudar que tal es su voluntad, y que nos da todos los medios necesarios para cumplirla.

   De nuestra conformidad con Jesucristo depende nuestra predestinación. ¿Y de qué conformidad puede hablarse, sino de la de los sentimientos? ¿Cuál es esta imagen a la que debemos parecernos, sino la imagen interior del Hijo de Dios, en donde se hallan delineadas todas sus virtudes? En nuestro interior pues debemos copiar el interior de Jesús, como copiándolo rasgo por rasgo, y procurando llegar en cada uno a la perfección posible. Cuanto más nos aplicáremos a este estudio, más motivo tendremos para esperar el ser del número de los predestinados; y cuanto más la descuidemos, más razón tendremos para temer el ser excluidos. Nosotros ignoramos enteramente el secreto de nuestra predestinación; y si cosa hay sobre la cual deseamos poder formar a lo menos alguna conjetura para tranquilizarnos, es esta sin contradicción. He aquí pues una, que sin ser una seguridad positiva, casi no puede engañarnos. Es cierto, que si Dios reconoce en nosotros la imagen de su Hijo, está asegurada nuestra predestinación. Si no podemos respondernos a nosotros mismos de que sea fielmente representada en nosotros, pues la humildad no permite semejante testimonio, nuestra conciencia puede a lo menos respondernos del deseo que de ello tenemos, y de los esfuerzos que hacemos para conseguirlo. Pongamos todo nuestro cuidado en imitar el interior de Jesús, y jamás tendremos inquietud alguna real sobre nuestra predestinación; antes al contrario, de tiempo en tiempo recibiremos de Dios las más consoladoras garantías, con las cuales sin embargo, en beneficio nuestro, no permitirá que nos contentemos.

   Jesús mismo es quien nos ha de juzgar, pues Dios lo hizo el juez de vivos y muertos. Nada más formidable por cierto que este juicio, que debe decidir de nuestra eternidad feliz o desgraciada. ¿Qué medio empero más seguro de no tener para que temerlo, que hacer de manera que Jesús no pueda pronunciar contra nosotros sin pronunciar contra sí mismo? Convirtámonos, cuanto en nosotros quepa, en otros tantos Jesucristos; encuentre Él en nosotros su espíritu, vea a lo menos delineados los principales rasgos de sus virtudes, represente nuestro interior el suyo, bien que imperfectamente: ¿cómo podrá condenarnos, ni aún dejar de darnos una favorable acogida?
   Él nos dijo que nadie podría arrebatar sus ovejas de su mano, no menos que de la de su Padre, añadiendo que sus ovejas escuchan su voz y le siguen. ¿Puede acaso escucharse esta voz que habla al corazón? ¿Podemos estar siempre dispuestos a escucharla y a obedecerla sin ser interiores? Y ¿Qué dice esta voz? ¿A qué conduce? ¿No es a la práctica de las virtudes de que Jesucristo nos ha dado ejemplo, y sobre todo de las virtudes interiores que tienen directamente a Dios por objeto, y que son el fundamento de las otras?
   Nuestra unión con Él es imprescindible, y por Él nuestra unión con Dios, el cual, siendo espíritu, os transforma de terrestres que somos en espirituales.