El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou
Si yo escribiese ahora para las gentes del mundo, seguiría a Jesucristo
en los diversos tribunales a que fue conducido: en el tribunal de los judíos,
en que la prevención y la pasión le condenaron; en el tribunal de Herodes y de
su corte, en donde la impiedad le despreció como un insensato; en el tribunal
de Pilatos, en donde la política sacrificó su reconocida inocencia a intereses
temporales; y haría ver que en todos tiempos, y en el día más que nunca,
Jesucristo y su doctrina son reprobados del mundo, o prevenido, o apasionado, o
impío y libertino, o interesado y político. Ahora me limito a la conducta que
observó Jesucristo delante de sus acusadores y de sus jueces.
Los sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo presididos por
Caifás, habiendo pronunciado ya desde mucho tiempo en su corazón el decreto de
muerte contra Jesucristo, no procuraron sino cubrir con algunas formalidades la
notoria injusticia de esta sentencia. Sobornaron pues dos falsos testigos,
cuyas deposiciones no andaban acordes. Parecieron dos por fin que le acusaron
de haber dicho del templo lo que había dicho de su cuerpo, que si se le
destruyese, después de tres días lo reestablecería. Sobre lo cual habiéndole preguntado el
príncipe de los sacerdotes, porque nada respondía a sus acusaciones, guardó
silencio. Fácil le hubiera sido sin duda el confundir a sus acusadores con solo
abrir la boca, si hubiese reconocido rectitud y equidad en sus jueces, y que
solo necesitaban ser instruidos. Pero sabía que hubiera sido inútil cuanto
dijese en su defensa, y que estaban resueltos a perderle. Calló pues, y se dejó
juzgar como un criminal, viendo que se quería a toda costa que lo fuese.
Hay en el mundo cristiano, y aun entre los mismos devotos, gentes
decididas a condenar la vida interior y a los que la han abrazado. Según el
modo con que de ella hablan, con mezcla de calumnia y de exageración, según el
tono de pasión con que lo dicen, y su terquedad en no querer escuchar razones,
el silencio es el único partido que hay que tomar con tales gentes. Preciso es
dejar que condenen los caminos espirituales, a las personas que los siguen y a
nosotros mismos, sin soltar una sola palabra de justificación, que solo
serviría para irritarles más y hacerlos más culpables. Creemos deber hablar
porque la gloria de Dios nos parece interesada en ello. Mas ¿lo fue nunca tanto
en apariencia, como en la causa de Jesucristo? Él no despegó siquiera sus
labios, porque era realmente para la gloria de Dios el que callase y que fuese
víctima de su silencio. Callemos pues a ejemplo suyo, aunque en ello nos vaya
la reputación y la vida.
No obstante, cuando el príncipe de los sacerdotes le manda en nombre de
Dios vivo, que declare si es el Hijo de Dios, no duda en decir que lo es en
efecto. El responderle era una atención debida a la autoridad, y un testimonio
solemne que a la verdad debía prestar, y se lo prestó realmente, por más que
supiese que por su respuesta iba a ser condenado a muerte por aclamación como
un blasfemo. Así pues como hay circunstancias en que se debe enmudecer, hay
otras en que es preciso hablar; y son, cuando la autoridad legítima nos
pregunta, y se trata de una materia importante a la religión o a la buena
moral. No debe atenderse entonces ni a la malignidad harto conocida de sus
intenciones, ni a los fatales resultados que puede acarrearnos nuestra
confesión; sino que se debe declarar la verdad francamente y con una santa
intrepidez, teniendo a muy alto honor el ser inmolado por ella.
Herodes, príncipe impío y voluptuoso, manchado ya por la muerte de Juan
Bautista, deseaba ya desde mucho tiempo ver a Jesús, no para instruirse y
convertirse, sino para satisfacer su curiosidad con la vista y conversación de
un hombre extraordinario. Esperaba también que Jesús haría algunos milagros en
su presencia. Le hizo pues un gran
número de preguntas, cuales podían esperarse de una persona sin religión, que
sólo deseaba divertirse. Pero Jesús no se dignó contestarle. ¿Qué le importaba
el ser condenado por semejante príncipe? Oprobio hubiera sido para Él en cierto
modo, que le hubiese absuelto antes de despedirle. Herodes pues le despreció,
como toda su corte; y para manifestar que le tenía por un mentecato, le hizo
conducir a Pilatos vestido de blanco.
Si hacéis abierta profesión de pertenecer a Jesucristo, y de seguir sus
ejemplos y su doctrina, preparaos a pasar por un loco en el concepto de los
incrédulos y de los libertinos, y a ser el blanco de sus desprecios y de sus
irrisiones. No os comprometáis con ellos, ni respondáis a sus preguntas, pues
solo desean divertirse a vuestra costa y tornar en ridículo cuanto les
dijereis. En general, desde el momento en que se os hable en tono de mofa de
las cosas de Dios y de materias espirituales, guardad silencio, y despreciad el
juicio que se hará de vosotros. ¡Feliz
el que en tales ocasiones participa del oprobio de Jesucristo!
Pilatos reconocía la inocencia de Jesucristo, sabía que por pura envidia
le conducían a su tribunal, y después de haberles oído, declaró que no le
juzgaba digno de muerte. Hizo todo cuanto pudo para salvarlo, y con este único
objeto le puso en parangón con Barrabás, y lo mandó azotar. Pero este juez era
débil, político, temía que los judíos no le hiciesen un crimen ante el César de
haber perdonado a un hombre que se había declarado su rey; y viendo que
persistían en pedir su muerte a grandes gritos, se lo entregó, contentándose
con lavarse las manos delante de ellos, y protestando que era inocente de la
sangre del justo.
Como este gobernador romano, aunque débil, tenía rectitud, Jesús, a la
pregunta que le hizo de si Él era el rey de los judíos, no titubeó en
confesarle que lo era, pero que su reino no era de este mundo. Por este medio
ponía a Pilatos en camino de instruirse, si él lo hubiese querido. Añadió
Jesús: Yo nací, y he venido a este mundo
para dar testimonio a la verdad. Cualquiera que ama la verdad, escucha mis
palabras. Nada de esto podía entender un pagano, pero por esta misma razón
era natural que pidiese su explicación. Pilatos le preguntó, pero sin tomar
mucho interés: ¿Qué cosa es la verdad? Y
sin aguardar la respuesta, que hubiera sido decisiva para su instrucción, dejó
a Jesús, para ir a decirles a los judíos que no le hallaba culpable. He aquí la
primera falta que cometió Pilatos, y que le arrastró a todas las demás. Jesús quería ilustrarle, había ya empezado,
la luz hubiera crecido por grados si aquel hubiese continuado la conversación.
Pero la interrumpió, y se hizo indigno de que Jesús la renovase después. Porque
luego de acabado este primer diálogo, puso a Jesús en la misma línea de
Barrabás y le hizo sufrir enseguida una cruel flagelación. Por más que fuese
buena la intención de Pilatos, no podía excusar dos injusticias tan crueles.
Mostró a Jesús a los judíos para excitar su compasión, pero este sentimiento
había ya huido de su corazón. Gritaron más que nunca: Crucifícale, crucifícale. Y cuando les dijo que le crucificasen
ellos mismos, pues él no le hallaba causa alguna para matarle, respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según esta ley
debe morir, porque se ha titulado el hijo de Dios. Tal era realmente en su
concepto el verdadero crimen de Jesucristo.
Estas palabras de los judíos
debieron recordar a Pilatos las que le había dicho el Salvador, y hacerle
sospechar que aquel hombre era algo más que un hombre ordinario, por lo cual le
inspiraron sentimientos de temor. Volvió pues a entrar en el pretorio, y dijo a
Jesús: ¿De dónde sois? Más Jesús no
le dio la menor respuesta. No la merecía, después el abuso que acababa de hacer
de las luces que había recibido. Sin esto, su pregunta le hubiera abierto la
puerta de la verdad dando ocasión a Jesús para explicarle de dónde y porqué
había venido a la tierra, su procedencia eterna y su misión temporal.