jueves, 24 de septiembre de 2015

SOBRE EL NÚMERO E INTENSIDAD DE LA DEFENSA DE LA VERDAD: Félix Sardá y Salvany


CAPÍTULO XXXVII DEL LIBRO: EL LIBERALISMO ES PECADO

Y, sin embargo, como hemos dicho antes, el sueño
dorado, la eterna ilusión de muchos de nuestros hermanos.
Creen éstos que lo que le importa principalmente a la
verdad es sean muchos sus defensores y amigos. [Nota del editor: Cualquier semejanza con la FSSPX y los grupos Ecclesia Dei es solo coincidencia].

Número paréceles sinónimo de fuerza: para ellos sumar, aunque
sean cantidades heterogéneas, es siempre multiplicar la
acción, así como restar es siempre disminuirla. Vamos a
esclarecer un poco más este punto, y a emitir algunas
últimas observaciones sobre esta ya agotada materia.

La verdadera fuerza y poder de todas las cosas, así en lo
físico como en lo moral, está más en la intensidad de ellas
que en su extensión. Mayor volumen de igual intensa
materia es claro que da mayor fuerza; mas no por el
aumento de volumen, sino por el aumento o suma mayor
de intensidades. Es regla, pues, de buena mecánica
procurar aumento en la extensión y número de las fuerzas,
mas a condición de que con esto resulten verdaderamente
aumentadas las intensidades. Contentarse con el aumento,
sin detenerse a examinar el valor de lo aumentado, es no
solamente acumular fuerzas ficticias, sí que exponerse,
como hemos indicado, a que con ellas salgan paralizadas en
su acción hasta las verdaderas, si algunas hubiere.

Es lo que pasa en nuestro caso, y que nos costará
poquísimo demostrar.

La verdad tiene una fuerza propia que comunica a sus
amigos y defensores. No son éstos los que se la dan a ella;
es ella quien a ellos se la presto. Mas a condición de que
sea ella realmente la defendida. Donde el defensor, so capa
de defender mejor la verdad, empieza por mutilarla y
encogerla o atenuarla a su antojo, no es ya tal verdad lo
que defiende, sino una invención suya, [NB: Acuerdos prácticos, aceptación del 95% del CV II] criatura humana de
más o menos buen parecer, pero que nada tiene que ver
con aquella otra hija del cielo.

Esto sucede hoy día a muchos hermanos nuestros, víctimas
(algunos inconscientes) del maldito resabio liberal. Creen
con cierta buena fe defender y propagar el Catolicismo;
pero a fuerza de acomodarlo a su estrechez de miras y a su
poquedad de ánimo, para hacerlo (dicen) más aceptable al
enemigo a quien desean convencer, no reparan que no
defienden ya el Catolicismo, sino una cierta cosa particular
suya, que ellos llaman buenamente así, como pudieran
llamarla con otro nombre.

 Pobres ilusos que, al empezar el combate, y para mejor ganarse al enemigo, han empezado por mojar la pólvora y por quitarle el filo y la punta a la espada, sin advertir que espada sin punta y sin filo no es espada, sino hierro viejo, y que la pólvora con agua no lanzará el proyectil. 

Sus periódicos, libros y discursos,
barnizados de catolicismo, pero sin el espíritu y vida de él,
son en el combate de la propaganda lo que la espada de
Bernardo y la carabina de Ambrosio, que tan famosas ha
hecho por ahí el modismo popular para representar toda
clase de armas que no pinchan ni cortan.

¡Ah! no, no, amigos míos; preferible es a un ejército de
esos una solo compañía, un solo pelotón de bien armados
soldados que sepan bien lo que defienden y contra quién lo
defienden y con qué verdaderas armas lo deben defender.
Denos Dios de esos, que son los que han hecho siempre y
han de hacer en adelante algo por la gloria de su Nombre, y
quédese el diablo con los otros, que como verdadero
desecho se los regalamos.

Lo cual sube de punto si se considera que no sólo es inútil
para el buen combate cristiano tal haz de falsos auxiliares,
sino que es embarazosa y casi siempre favorable al
enemigo. Asociación católica que debe andar con esos
lastres, lleva en si lo suficiente para que no pueda hacer
con libertad movimiento alguno. Ellos matarán a la postre
con su inercia toda viril energía; ellos apocarán a los más
magnánimos y reblandecerán a los más vigorosos; ellos
tendrán en zozobra al corazón fiel, temeroso siempre, y con
razón, de tales huéspedes, que son bajo cierto punto de
vista amigos de sus enemigos. Y, ¿no será triste que, en
vez de tener tal asociación un solo enemigo franco y bien
definido a quien combatir, haya de gastar parte de su
propio caudal de fuerzas en combatir, o por lo menos en
tener a raya, a enemigos intestinos que destrozan o
perturban por lo menos su propio seno? Bien lo ha dicho La
Civiltá Cattolica en unos famosos artículos.

"Sin esa precaución, dice, correrían peligro ciertísimo no
solamente de convertirse tales asociaciones (las católicas)
en campo de escandalosas discordias, mas también de
degenerar en breve de los sanos principios, con grave ruina
propia y gravísimo daño de la Religión."

Por lo cual concluiremos nosotros este capítulo trasladando
aquí aquellas otras tan terminantes y decisivas palabras del
mismo periódico, que para todo espíritu católico deben ser
de grandísima, por no decir de inapelable autoridad. Son
las siguientes:

"Con sabio acuerdo las asociaciones católicas de ninguna
cosa anduvieron tan solicitas como de excluir de su seno,
no sólo a todo aquel que profesase abiertamente las
máximas del Liberalismo, si que a aquellos que, forjándose
la ilusión de poder conciliar el Liberalismo con el
Catolicismo, son conocidos con el nombre de católicos
liberales".