viernes, 3 de octubre de 2014

PRESENCIA DE SATAN EN EL MUNDO MODERNO: El santo cura de Ars y el Demonio


CAPITULO I
El santo cura de Ars y el Demonio

Un centenario notable
En momentos en que la Iglesia Católica entera, y más particularmente la Iglesia de Francia, celebra el centenario de la muerte del santo cura de Ars, es natural que busquemos primeramente en su caso las pruebas de la presencia del Diablo en el mundo. Todos sus biógrafos, al contar su vida, han tenido que tratar este tema. En este año del centenario se cree que tal vez le serán consagrados por lo menos veinte volúmenes. La serie ha sido brillantemente iniciada por monseñor Fourrey, obispo de Belley, la diócesis de la cual depende la parroquia de Ars. Debemos nombrar entre los autores que han hablado de él o se preparan a hacerlo al abate Nodet, de Ars, uno de los conocedores más penetrantes de todo cuanto concierne al santo cura; al R. P. Ravier, a escritores de renombre como La Varende, Michel de Saint Pierre, sin olvidar a los maestros como monseñor  Trochu, el autor de la vida del santo más reputada y de varios libros sobre él, o a Jean Fabréges, etc. Todos ellos nos dicen que es imposible hablar con alguna seriedad del cura de Ars sin nombrar al "Arpeo". Era el nombre que daba al Diablo. En el dialecto íde la provincia y de la época este nombre designaba una horquilla con tres dientes. ¿Por qué había elegido el cura de Ars esta palabra para apodar al demonio? Sin duda porque Satán trata sin cesar de arrojar las almas al infierno como se empuja el estiércol con una horquilla de tres dientes.

Es necesario antes de abordar el capítulo de las infestaciones diabólicas, presentar al cura de Ars? Su vida es harto conocida. Resumámosla brevemente hasta la entrada en escena del diablo.



El santo cura había nacido en Dardílly, diócesis de Lyon y a ocho kilómetros de esta ciudad, el 8 de mayo de 1786, en el seno de un modesto hogar campesino. La Revolución no tardó en  desencadenarse, en cerrar las iglesias, en perseguir a los sacerdotes fieles.

Pero la fe vivía en el fondo de las almas cristianas a pesar de la tempestad. Jean-Marie Vianney — era éste su nombre pese a que se lo denomina generalmente con el nombre que ya es el suyo: el el cura de Ars — recibía de sus padres y sobre todo de su piadosa madre las santas tradiciones cristianas. Era muy joven aún cuando decían sus prójimos: "Sabe muchas letanías, habría que hacer de Jean-Marie un sacerdote o un hermano." Y sin embargo, ¿cómo podrían pensar, entonces, que la religión parecía a punto de ser herida de muerte? Pero he ahí que todo renacerá. La paz religiosa será restablecida por Bonaparte. Los sacerdotes llamados "refractarios" que la ley perseguía hasta entonces con rigor, vuelven a desempeñar sus funciones.

Las iglesias se abren. Las campanas tocan de nuevo a todo vuelo. Jean-Marie Vianney desea ser sacerdote. Pero su memoria es escasa e infiel. El latín le cuesta. La teología y sobre todo la filosofía más aún. El joven tiene una enorme dificultad para proseguir sus estudios. Trabaja, reza, persevera. Dios le da un maestro en la persona del abate Ballay, cura de Ecully, pero un maestro que se empeña, que interviene en su favor en el arzobispado y que obtier*e por fin que sea admitido en las órdenes. Sin duda es nada más que por su fervorosa piedad y no se le otorgan en seguida los poderes para confesar.

¡Y sin embargo Dios lo destina a convertirse en uno de los confesores que han oído más penitentes en el santo tribunal, durantetodo ese siglo! Después de un laborioso vicariato en Ecully, fué nombrado cura ecónomo en Ars, una pequeña aldea de Dombes. Estamos en 1818.

Jean-Marie Vianney trabajará en Ars hasta su muerte acaecida el
4 de agosto de 18 59. ¡Tal es el sacerdote que vamos a ver en lucha con el Diablo!

Pero es menester ante todo descartar la objeción que podría nacer en algunos espíritus y que provendría de las mismas dificultades que hemos señalado a propósito de sus estudios. ¡Pues bien!  ¿Qué autoridad tendrá sobre nosotros esta ciencia que usted declara tan escasa?

Tal es, en efecto, la objeción. Veremos que fué hecha al santo cura de Ars por sus propios colegas. Y veremos también la respuesta que los acontecimientos le dieron. Por fin tendremos que consultar la opinión de los médicos que lo vieron y pudieron juzgarlo. Ellos nos dirán si fué un ser más o menos tonto, víctima de su imaginación y de sus nervios. Por el momento, vamos directamente a los hechos.

Primeros ataques
El abate Vianney tenía treinta y dos años cuando llegó a Ars.
La pequeña parroquia estaba muy abandonada, muy pobre, muy indiferente.

El estaba devorado por el amor a su Dios y a las almas.
Pvecurrió a la plegaria y al ayuno. Fué desde el primer día lo que iba a seguir siendo toda la vida, lo que la Iglesia dice de él en la oración de su aniversario: el hombre de la plegaria incansable y de la continua penitencia. ¿Y qué le pedía a Dios en sus oraciones incesantes y sus mortificaciones cotidianas?': la conversión de su parroquia.

Si existen enemigos del alma que nosotros llamamos demonios, no pudieron ignorar por mucho tiempo estas grandes aspiraciones del joven sacerdote. Y no podían evitar el deseo de anular sus esfuerzos.

Justamente el joven cura, desde sus primeros sermones en la iglesia, se había erigido contra los vicios y el desorden que manchaban su parroquia: el baile y la ebriedad. Era fatal que los intereses lesionados por sus palabras se sublevaran en contra de él. Los dueños de cabarets, los asiduos de las tabernas, los infaltables a los bailes, los profanadores del domingo, se sintieron amenazados en sus pasiones, sus costumbres, sus apetitos sensuales. En su parroquia, con todo, lo veían tan bueno, tan dulce, tan piadoso, tan fervoroso que lo consideraban ya como un santo. Pero los muchachos malvados del vecindario, extranjeros a la parroquia, no vacilaron en emplear contra él el arma de la más odiosa de las calumnias: tuvieron la audacia de atribuir su palidez, la flacura de su rostro, a secretas perversiones.

Este hombre que vivía como un ángel, que castigaba su carne toda los días para domarla como a una esclava dócil, y para asociarse
a la Cruz del Salvador, hicieron sobre él canciones innobles, le enviaron cartas anónimas, colgaron en su puerta carteles ignominiosos. "En esa época — escribe Catherine Lassagne, el testigo más asiduo y más seguro de sus virtudes — fué calumniado, despreciado. Iban a tocar la corneta debajo de su ventana . .
Sin querer atribuirle sólo al demonio toda esta maniobra, cabe ver en esta campaña odiosa contra su reputación y su honor, el el joven cura. Y faltó poco para que este ataque fuera coronado por el éxito. Un testigo dirá, en efecto, en el proceso de beatificación:
"Se sintió tan cansado de los viles rumores que se propagaban sobre él que quiso dejar su parroquia, y lo hubiese hecho si una persona que estaba cerca de él no lo hubiera convencido que su partida podía acreditar esos rumores infames."

¿Qué debía hacer entonces? Abandonarse a Dios, seguir rezando y haciendo penitencia y rogar, en particular, por sus perseguidores.
Así lo hizo y fué su primera victoria sobre Satán.



Horrible tentación
El Demonio no se dio, sin embargo, por vencido. Y en un nuevo ataque la emprendió directamente contra su adversario. Las mortificaciones mismas que éste se infligía tuvieron tal vez por resultado quebrantar su salud. Aunque de constitución robusta, como verdadero hijo de campesinos que era, tuvo que pasar en los primeros años de su ministerio en Ars una enfermedad bastante grave, debida sin duda a lo que él llamaba más tarde sus "locuras de juventud", es decir los ayunos y maceraciones que se imponía en su prebisterio aislado, bajo las únicas miradas de su Dios. Tuvo, en el transcurso de su enfermedad, pensamientos de desfallecimientos y desesperación.

Se creyó muy cerca de la muerte. En varias ocasiones le pareció oír, en lo más profundo de sí mismo, una voz insolente que decía:
"¡Ahora es cuando tendrás que caer en el infierno!" Todo esto se sabe por él mismo y por los testigos que han declarado en el proceso de beatificación, pero sobre todo por Catherine Lassagne, ya nombrada por nosotros.

En el fondo de su corazón, no obstante, su fe era tan ardiente
que gritó su confianza en Dios y que, por este medio, volvió a encontrar prontamente la paz interior que había estado a punto de perder.

Hasta aquí nos vemos obligados a comprobar que el joven sacerdote está en la línea más pura del apostolado cristiano, que da pruebas de buen sentido, de cordura espiritual, de fuerza y de solidez mental.

Calumnias, tentaciones: no salimos todavía de los métodos comunes, de los procedimientos ordinarios que caracterizan las intervenci ones diabólicas en nuestros destinos humanos.
Pero ahora llegamos a las infestaciones demoniacas que constituyen una cosa completamente distinta, como vamos a ver.

Los juegos de Satán
Va a producirse en la lucha de Satán contra el cura de Ars un crescendo notable. Parecería, pues, que le ocurre exactamente lo que le había sucedido muchos siglos antes al que llamamos "el santo hombre Job". Las tentaciones se convierten en infestaciones.

El demonio ha obtenido de Dios, soberano Señor de nuestros destinos, el permiso para llegar más allá de los límites que le son comúnmente impuestos con respecto a nosotros — felizmente, por otra parte —. Admitamos que San Agustín haya podido hablar de "ese perro encadenado" que no puede morder.

Pero la cadena, con el permiso divino, puede aflojarse un poco.
La cosa comenzó para el abate Vianney durante el invierno de 1824
a 1825. Era cura de Ars desde hacía seis años y contaba treinta y ocho. Siempre los fenómenos extraños se producían durante la noche.

Ruidos inquietantes le impedían dormir. Nada miedoso, creyó al principio que se trataba de vulgares roedores que desgarraban los cortinajes de su cama. Puso entonces a mano una horquilla para espantarlos. Fué inútil, cuanto más golpeaba las cortinas para atemorizar a las ratas, más ruidosos se tornaban los dientes roedores. Pero de día no quedaba ningún rastro de sus estragos en las cortinas.

Ni un instante, sin embargo, pensó que tenía que vérselas con el diablo. De acuerdo con las palabras de un sacerdote, que más tarde le fué enviado como ayudante, el abate Toccanier: "No era un crédulo y no prestaba fe con facilidad a las cosas extraordinarias."
No obstante, todo nos induce a creer que se trataba ya entonces de intervenciones demoníacas, como lo demostraron los acontecimientos ulteriores. 

Un autor, que tendremos oportunidad de citar largamente más adelante y que goza de autoridad en materia de mística diabólica, como asimismo de mística divina, el canónigo Saudreau, escribe con mucha claridad: "El demonio actúa sobre todos los hombres, tentándolos... Nadie escapa a sus ataques: son éstas sus operaciones comunes. En otros casos mucho más raros, los demonios muestran su presencia mediante vejaciones penosas, pero que son más aterradoras que peligrosas: hacen ruidos, se mueven, trasladan, hacen caer y a veces rompen ciertos objetos: es lo que se llama infestación." No es imposible que el canónigo Saudreau haya tenido presente al escribir estas líneas precisamente las experiencias del cura de Ars, pero no eran éstas las únicas, sin duda, que ocupaban su mente. Y Satán siempre, creemos nosotros, con el permiso de Dios, va a ir más lejos.

Pronto, en efecto, en el silencio de las noches, el joven cura oyó que golpeaban a las puertas; gritos extraños cuyo eco resonaba en el presbiterio. El abate Vianney siguió sin pensar en el demonio y simplemente atribuyó a ladrones tentados por los bellísimos adornos y objetos preciosos ofrecidos a su iglesia por el vizconde de Ars que ya se hallaban almacenados en el granero. Se levantó, pues, bajó hasta el pequeño patio, revisó todo, buscó en los rincones y recovecos. Nada. ¡No había nada! Todavía no comprendió. Y decidió pedir ayuda a algunos fieles contra los asaltantes invisibles que lo amenazaban.

El relato de un testigo
El carretero de la aldea era entonces un fuerte muchacho de veintiocho años —estamos en 1826 — y vivirá lo bastante para declarar como testigo en el proceso de beatificación. Se llamaba André Verchére. Hay que dejarle la palabra y leer simplemente su declaración hecha bajo juramento, por primera vez el 4 de junio de 1864, cinco años después de la muerte del santo, y por segunda vez el 2 de octubre de 1876.



"Desde hacía varios días — dice —, el padre Vianney oía en su presbiterio un ruido extraordinario. Una noche fué a verme y me dijo: —No sé si serán ladrones. . . ¿Querría usted venir a dormir en
el presbiterio? "—Cómo no, señor cura, voy a cargar mi fusil.
"Llegada la noche fui al presbisterio. Conversé al calor de la chimenea, con el señor cura, hasta las diez. «Vamos a acostarnos», dijo él por fin. Me cedió su cuarto y ocupó el contiguo. No me dormí.

Alrededor de la una oí que sacudían con violencia el pestillo y el pomo de la puerta que da sobre el patio. Al mismo tiempo, contra la misma puerta, resonaban golpes de maza, en tanto que en el presbiterio se oía el ruido de truenos como si fuera el rodar de varios coches. "Así mi fusil y me precipité hacia la ventana que abrí. Miré y no vi nada. La casa tembló alrededor de un cuarto de hora. Mis piernas hicieron otro tanto y me sentí mal durante ocho días. Cuando el ruido empezó, el señor cura había encendido una lámpara. Se acercó a mí.

"— ¿Ha oído usted? —me preguntó.
"—Por supuesto que he oído, por eso me he levantado y tengo mi fusil.
"El presbiterio se movía como si la tierra temblara.
"— ¿Tiene miedo, entonces? —volvió a preguntarme el señor cura.
"—No — repuse —, no tengo miedo, pero siento que mis piernas
se aflojan. ¡El presbiterio va a derrumbarse! . . .
"— ¿Qué cree usted que es?
"— ¡Creo que es el Diablo!
"Cuando cesó todo el ruido volvimos a acostarnos. El señor cura regresó la noche siguiente a rogarme que volviera con él. Le contesté:

—Señor cura, ¡ya he tenido bastante con lo de anoche!"
Este relato fué confirmado por el mismo cura de Ars que contaba, años más tarde, en la "Providencia" —institución de caridad fundada por él— cómo su primer guardián, en el presbiterio había tenido miedo: "El pobre Verchére —decía riendo— estaba todo tembloroso con su fusil.. . ¡No se acordaba más que lo tenía en la mano!"

Otros testigos
Con la retirada del carretero, el abate Vianney se dirigió al alcalde quien envió al presbiterio a dos guardias juntos: su propio hijo
Antoine, fuerte muchachón de veintiséis años, y el jardinero del castillo de Ars, Jean Cotton, de veinticuatro. Todas las noches durante unos diez días pernoctaron en el presbiterio. Y éstas fueron sus declaraciones en el proceso de beatificación:
"No oímos ningún ruido — informa Jean Cotton —. No ocurrió lo mismo con el señor cura que dormía en un departamento contiguo.
Más de una vez su sueño fué perturbado y nos interpelaba diciendo: ¿Hijos, no oyen ustedes nada? Le contestábamos que ningún ruido llegaba a nuestros oídos. Con todo, en cierto momento, oí un ruido semejante al que produce la hoja de un cuchillo golpeando con rapidez un recipiente con agua... Habíamos dejado nuestros relojes cerca del espejo del cuarto. «Estoy muy asombrado
— Nos dijo el señor cura — porque los relojes de ustedes no se han roto.»"

A pesar de todo el abate Vianney no se atrevía aún a pronunciarse sobre el origen y la naturaleza de los ruidos insólitos que oía. Pero por fin se hizo la luz plena en su espíritu como consecuencia de una nueva experiencia.

Las calles se hallaban cubiertas de nieve. Era pleno invierno. Súbitamente, en el transcurso de la noche se oyen gritos en el patio
del presbiterio. "Era —escribe Catherine Lassagne, que lo sabía por el mismo cura — como un ejército de austríacos o de cosacos que hablaban confusamente un idioma que él no comprendía."

Baja, entonces, abre la puerta, mira la nieve inmaculada en la calle. ¡Ninguna huella de pasos! Entonces ¡todo este barullo, todos estos rumores de ejércitos que pasan, no eran más que imaginación!
En todo caso, pensó, no hay nada de humano en todo esto. Pero si no era humano no podía tampoco ser hecho por "espíritus buenos".
¡Esta vez, había tenido miedo! Fué el presentimiento de un ataque infernal. Su convicción estaba hecha: "Pensé que era el demonio — decía más tarde a su obispo, monseñor Devie, que lo interrogaba —, porque tenía miedo: ¡Dios no da miedo!"
Desde ese momento no creyó útil recurrir a protecciones humanas.
Despachó a todos los guardianes y quedó solo frente al Adversario.

El Arpeo
Este Adversario — es el sentido, lo sabemos ya, de la palabra
Diablo o Satán — él lo llamaba el Arpeo, y hemos dicho por qué.
Cuando ya estuvo seguro de lo que se trataba adoptó una táctica muy sencilla y muy juiciosa.
"Le pregunté varias veces — declaró su confesor, el abate Beau —cómo rechazaba estos ataques. Me contestaba: —Me vuelvo hacia
Dios; hago la señal de la Cruz; dirijo algunas palabras de desprecio al demonio. Por lo demás he advertido que el ruido es más fuerte y los ataques más frecuentes cuando, al día siguiente, debe venir a verme un gran pecador."

Esto fué para el humilde cura, que los pecadores iban a ver desde todos los puntos de la diócesis y aún mismo desde toda Francia y a veces del extranjero para confesarse con él, un gran descubrimiento y una maravillosa consolación.

"Tenía miedo — decíale más tarde a un amigo fiel que declaró luego—, tenía miedo en los primeros tiempos; no sabía qué era; pero ahora estoy contento. Es una buena señal: la pesca del día siguiente es siempre excelente." Y otra vez: "El diablo me ha perturbado en grande esta noche; mañana tendremos a mucha gente . . . El Arpeo es muy tonto: me anuncia él mismo la llegada de los grandes pecadores. . . Está encolerizado: ¡tanto mejor!"

Un ejemplo memorable
Uno de los ejemplos más notables de estas infestaciones diabólicas es el que se produjo en ocasión de los ejercicios del jubileo, en diciembre de 1826, en Saint-Trivier-sur-Moignans.

Esta pequeña ciudad se halla situada a una docena de kilómetros de Ars. Todos los sacerdotes de los alrededores se habían dado allí cita para el jubileo que debía, según se esperaba, atraer a muchas gentes y suscitar numerosas confesiones.

El abate Vianney había salido de su casa mucho antes del alba.
Mientras caminaba rezaba su rosario. Era su arma favorita contra
Satán. Cosa inexplicable en este mes del año, cercano al invierno, alrededor de él se levantaban fulgores siniestros. El aire parecía en llamas. Veía arder los arbustos a los lados del camino. Pensó que sería Satán que, previendo los frutos de salvación que el jubileo iba a producir, intentaba espantarlo. Pero esto no le impidió proseguir su camino.

Cuando llegó al presbiterio de Saint-Trivier, empezó sin tardanza la tarea que le era propia. Por la noche, cuando todo se hallaba en calma en el presbiterio, se oyeron ruidos inexplicables. Parecían provenir del cuarto del cura de Ars. Sus colegas, molestos por estos ruidos insólitos, fueron a quejársele. "Es el Arpeo — repuso él sencillamente—: ¡está enojado por todo el bien que se hace aquí!"
Pero sus colegas no hicieron sino reírse de su seguridad: "Usted no come, no duerme —le dijeron—, le zumba la cabeza, ¡las ratas le corren por el cerebro! . . ."

Y en los días siguientes las bromas arreciaron. Pero una noche que los reproches se hicieron más vehementes no dijo nada. Apenas se había acostado cuando se oyó el ruido como de un carruaje muy cargado que hacía temblar el presbiterio. Todos se levantaron aterrados.

Mientras se preguntaban de dónde podía venir semejante barullo, se oyó en el cuarto del cura de Ars un escándalo tal que el cura del lugar, Benoit, exclamó: "¡Están asesinando al cura de Ars!" En seguida, todos se dirigieron a la habitación y abrieron la puerta. ¿Y qué vieron? El abate Vianney estaba tranquilamente acostado en su cama, pero manos desconocidas lo habían empujado hasta el centro
del cuarto. En ese momento, se despertó para decirles tranquilamente:
"Es el Arpeo el que me ha arrastrado hasta aquí y que ha hecho todo este estruendo . . . No es nada . . . siento no haberlos prevenido.

Pero es buena señal: mañana habrá aquí un pez gordo."
Se preguntaron de cual "pez" se trataría.
Sus compañeros lo embromaron un poco temiendo lo que llamaban sus "alucinaciones". Sin embargo no se había equivocado. Lo vieron bien cuando un personaje de la región que todos sabían alejado de las prácticas religiosas, el caballero de Murs, entró en la iglesia y se dirigió directamente al confesionario del cura de Ars.
Esta conversión hizo una impresión enorme en toda la provincia.
Desde ese momento, uno de los críticos más agresivos con respecto al abate Vianney empezó a considerarlo como "un gran santo".

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