lunes, 13 de octubre de 2014

La Revolución Francesa y las fuentes de su ideología: Cosmovisión iluminista



La Revolución francesa y las fuentes de su ‘ideario’.
Fernando Roque (El poder de las tinieblas)

En relación con lo que venimos diciendo, y antes de fijar la mirada sobre nuestro país, hemos querido traer primero a la memoria aquel acontecimiento decisivo de la historia moderna que es la Revolución Francesa, por un doble motivo. Por un lado, no caben dudas sobre la influencia que los sedicentes „ideales‟ de la misma han ejercido sobre las generaciones argentinas, desde nuestros inicios mismos y hasta el presente. Y por otro, porque dicha revolución encarna, en el campo político-social, por primera vez en la historia, de un modo paradigmático y con rasgos de universalismo, aquel antiguo espíritu de rebeldía contra el orden cristiano, así como la voluntad de construir en su lugar un „novus ordo mundi‟, es decir un pseudo-orden o contra-orden.

En efecto, aquella Revolución no hizo sino llevar al orden político y social, las ideas y el espíritu antirreligioso que inspiraron a cuatro generaciones de „intelectuales‟ -los llamados free-thinkers (librepensadores)- y hombres de letras, en aquel siglo europeo pomposamente conocido como “Siglo de las Luces”, o “Ilustración o “Iluminismo”.

Resulta casi innecesario reseñar los postulados filosóficos que caracterizan a aquel movimiento „iluminista‟, iniciado aproximadamente con la revolución inglesa de 1688, y que remata cumplidamente con la francesa de 1789-1799. No obstante, a despecho de que tales principios figuran en cualquier manual de historia del nivel medio, no está de más recordarlos brevemente aquí, no sólo porque inspiraron, como dijimos, a los revolucionarios que abolieron el orden representado políticamente por el „ancien régime‟, sino también en atención a la deletérea influencia que tuvo su difusión y penetración en otros países europeos, particularmente en España, y desde ésta entre los nacientes pueblos de Hispanoamérica, especialmente en nuestro país. De ahí la deuda de filiación ideológica que percibimos –en aspectos fundamentales y decisivos- entre el pensamiento y la idiosincrasia de los argentinos y muchos de los postulados que conforman la ideología o cosmovisión iluminista.

Pero antes, en esta perspectiva de conocimiento de las grandes realidades históricas, que intenta „ver‟ en los efectos sus causas profundas, creemos conveniente poner de manifiesto primero -claro que como una simple mención, acorde a la brevedad de estas páginas-, las fuentes, cercanas o lejanas, latentes a veces, otras veces patentes, de estas doctrinas que estamos considerando. Y lo que podemos postular es que el movimiento de la „Ilustración‟ se inscribe dentro de un decurso histórico secular -que bien podríamos caracterizar como los „tiempos de la desemejanza‟-, y que reconociendo sus raíces remotas en el pensamiento de los llamados „nominales‟, en el s. XIV, entre los cuales destacan Juan de Janduno, Marsilio de Padua y particularmente Guillermo de Ockam –el cual anticipa con su nominalismo, su relativismo y sus concepciones en torno a la ciencia y sobre el orden político, algunas de las ideas instaladas en Occidente desde el siglo que estamos considerando-, tiene empero sus raíces inmediatas, parte en el racionalismo cartesiano, parte en el pensamiento de los empiristas ingleses, especialmente en el sensismo de Locke; y más mediatamente, en el „humanismo „renacentista, cuyo naturalismo reafirma y profundiza hasta convertirlo en dogma. Pero lo que constituye tal vez la raíz más profunda del pensamiento y el espíritu del „Iluminismo‟, se encuentra en el orden religioso. En efecto, con Donoso Cortés creemos ver en la rebeldía de Lutero, con su negativa a reconocer la autoridad de la Tradición y del Magisterio por encima de la fe personal, apoyada precisamente en la razón, el punto de arranque más decisivo del espíritu de revuelta contra el orden cristiano, que constituye la esencia de todas las revoluciones modernas.




Insinuábamos pues, al comienzo de este título, que todo el ímpetu demoledor, destructor, abolicionista del antiguo orden, que caracteriza a la Revolución francesa, encuentra su fundamento doctrinario en las ideas y en el espíritu de la Ilustración. En efecto, este movimiento intelectual aparece con las pretensiones de un nuevo inicio, de una nueva era de la Humanidad, la era en que “el hombre, al conquistar la soberbia conciencia de su propia superioridad y del propio contenido interior” (Windelband), se siente en libertad absoluta de pensar y obrar, emancipado de toda tradición y de toda autoridad. 

El valor supremo es ahora el Hombre, la Humanidad. Y es también, por lógica, la era del progreso indefinido, sin límites, gracias al poder ilimitado de la razón, que alcanza a todo sin excepción. Junto a este principio, y en íntima concomitancia con él, encontramos el postulado roussoniano por excelencia: el radical naturalismo, extendido como noción genérica a los más diversos órdenes. Dado que el hombre es un ser meramente natural, su moral ha de ser también natural, lo que excluye por completo toda noción de pecado original, y la acorde necesidad de reparación y satisfacción por él; natural ha de ser también su religión, sin dogmas ni trascendencia ni sobrenaturalismos de ninguna clase. 

Se preconiza en cambio un deísmo difuso, que pronto desemboca en abierto ateísmo. Otro de los postulados que se profesan, y como consecuencia lógica de los precedentes, es el absoluto laicismo en el campo de la política y en el social, esto es la completa autonomía de los mismos con relación a cualquier principio de orden ético o axiológico con fundamento en un orden superior, inviolable y trascendente al mundo y al hombre. En fin, el dogma de la felicidad, entendida como un derecho básico inherente a todo hombre como tal, aquí y ahora en este mundo, y no ya como premio a la virtud ni como absoluta gratuidad divina en cuanto al valor de su esencia: la visión de Dios en la eternidad. 

Huelga subrayar las consecuencias prácticas de este principio, toda vez que los individuos, impulsados a poseer esta felicidad que supuestamente se les debe como un elemental derecho, no sólo que no habrán de sentirse moralmente obligados a ninguna renuncia de sus apetencias y deseos naturales, sino que, antes bien se verán engañosamente corroborados en los naturales reclamos de su egoísmo sin barreras.

Y todos estos principios, pretendidamente connaturales en el hombre, esto es, libres de toda „carga‟ confesional, culminan, como era de esperar, en un nuevo dogmatismo -esta vez laico- que reemplaza a los odiados dogmas del catolicismo: a la fe en la Verdad revelada, principio de luz para la propia razón natural, sucede la fe en una razón autónoma; al dogma del pecado original y la satisfacción obrada por Cristo, sucede la fe roussoniana en el hombre bueno por naturaleza; a la fe en la bienaventuranza eterna en el Cielo, la felicidad plena del hombre en este mundo. Por fin, la Ciudad de Dios deja paso a la ciudad del hombre, y la adoración del único Dios verdadero, cede ante el nuevo culto del hombre.
Pero esta breve reseña de los principales principios de la Ilustración quedaría trunca, si no pusiéramos de relieve como conviene, el espíritu de intolerancia y odio ferino hacia todos y cada uno de los principios, valores y realizaciones concretas del orden cristiano; todo lo cual podríamos sintetizarlo como un sentimiento de acedia (odio nacido de la soberbia y la envidia al Santo Nombre y a todo lo que de Él procede). 

Así pues, Iglesia, Misa, misterios, sacramentos, gracia sobrenatural, sacerdocio, virginidad consagrada, piedad cristiana, y todo lo que tiene que ver de algún modo con la fe católica, cae dentro de ese sentimiento de repulsa y es objeto de sátiras, de escarnio a través de múltiples publicaciones y grotescas parodias. Es conocida la expresión con que Voltaire se refería a la Iglesia: la „Infame‟. ¡Y todo esto llevado a cabo por sedicentes campeones de la tolerancia, del sentido humanitario, de la transigencia y el respeto incondicional para con todas las ideas y modos de pensar! Un ejemplo entre tantos, que confirma lo que decimos, nos lo ofrece el siguiente anatema pronunciado por Rousseau contra el que no acepte dogmáticamente su religión natural: 

“Que si quelqu‟un, aprés avoir reconnu publiqument ces dogmes, se conduit comme ne les croyant pas, qu‟il soit puni de mort: il a commis le plus grand des crimes, il a menti devant les lois” (“Si alguno, después de haber reconocido abiertamente estos dogmas, procede como si no creyese en ellos, que sea castigado con la pena de muerte, pues habría cometido el mayor de los crímenes: mentir ante las leyes”) (Contrat social, IV 8). Y el mismo John Locke, mientras en su „Carta sobre la tolerancia”‟proclama, como un deber implícito e irrenunciable de la propia „razón‟, la transigencia con todas las ideas y la tolerancia para con todas las religiones, con patética incoherencia no trepida en excluir expresamente a la Iglesia Católica del círculo de su pluralismo.

No está de más recordar que este „paquete‟ de ideas, principios, convicciones, axiomas y sentimientos, „cargados‟ supuestamente con todo lo más „claro‟, ‟sano‟ y „humanitario‟ que hay en el hombre, no bien desciende del plano teórico al de la praxis política y social, se convierte de pronto en causa de incontenibles desgarramientos sociales, en fermento de divisiones y discordias a todo nivel; más aún, en inusitada violencia revolucionaria, con sus connaturales frutos sanguinarios; y no sólo en la Revolución de 1789, sino en la larga serie de motines y revueltas que se sucedieron a lo largo del s. XIX. Y harto más en las horrendas del s. XX. Téngase en cuenta, pues, que la revolución marxista-leninista de 1917, en Rusia, tanto como la revolución bolchevique-anarquista de 1936 en España, por mencionar las más resonantes del siglo, responden en lo profundo a aquellos mismos estímulos y postulados filosóficos, a idéntico espíritu de acedia, en fin a las mismas motivaciones antirreligiosas que sus precedentes del s. XVIII y XIX, a despecho de las aparentes diferencias ideológicas.

Y en realidad, no deja de resultar paradójico a cualquier espectador ingenuo, el hecho de cómo ese „credo‟ humanitario, cuya premisa fundamental era la confianza absoluta en la capacidad del hombre, de su razón, para construir al fin el orden político y social que lo llevara en las alas del progreso ilimitado, pudo en pocos años transformarse en el más craso autoritarismo, en intolerancia y sectarismo violento. Y justamente, es preciso descubrir pues,
detrás de las turbulencias, vicisitudes y contradicciones de esa década terrible (1789-1799), como hilo conductor que da sentido y unidad a lo en apariencia contradictorio e inconciliable, la proclama lanzada por Rousseau unas décadas antes: “¡Volvamos a la razón!”, y junto a ella, potenciando su efecto revolucionario, aquella otra: “¡Volvamos a la naturaleza!”.

En efecto, como dice con agudeza Hans Freyer: “Durante toda su historia, incluso allí donde estaba todavía sana, la razón se ha dedicado a su propia destrucción… y donde se empeña en construir racionalmente las grandes realidades tácitas de la historia: el estado, el orden social, la religión y en dar normas –y esto lo hace siempre en el fondo-, socava cuando pretende edificar, desvalora cuando parece que da normas; ….donde exige, generalmente se pasa exigiendo, donde florece, se marchita, donde edifica, edifica torres de Babel”. Y reforzando esta idea, continúa: “Pero los dogmas de la razón no son fuerzas religantes y mantenedoras como los dogmas de la religión, sino comparaciones agudas y conclusiones explosivas, cuales „el hombre es bueno‟, la naturaleza es lo justo‟, la razón es Dios‟, „el pueblo es el soberano‟, „la patria es la revolución‟”. Sólo que, como dice Justo Möser, en cita de Freyer: “con el tiempo estas abstracciones no serían ya teorías, sino que socavarían el orden social y darían forma al derecho y al estado, lo que significa también que habían comenzado a hacer la revolución”.




Redondeando estos conceptos, podemos decir que a partir del silogismo sofístico „la naturaleza es buena‟, „el hombre es en esencia naturaleza‟, luego „el hombre es bueno‟, lo que éste haga, según lo exija la circunstancia, estará bien. De aquí que -como concluye Freyer- “la proposición „el hombre es bueno‟ legitima entonces el terror”.

Y el terror llegó a la convulsionada Francia de fines del XVIII. Y llegó de la mano de un roussoniano, y a la vez jacobino, Robespierre. En efecto, apoyado por el ala más extremista, los anarquistas conocidos como los „sans-culotte‟, pero sobre todo por el partido de los jacobinos, de los cuales era su cabeza, mientras establecía un régimen demagógico de reformas sociales con el fin aparente de beneficiar a los más desposeídos, por otro lado abolía de hecho las normas republicanas establecidas poco ha en la Constitución de 1791, concentraba todo el poder en sus manos y se lanzaba a la persecución y eliminación de los „disidentes‟. De aquí que ese período de la Revolución quedó para la posteridad como el „Gobierno del Terror‟. Basta saber que durante ese brevísimo período fueron guillotinados no menos de diecisiete mil ciudadanos, que de un modo u otro discrepaban o no „sintonizaban‟ con su „modelo‟, para dar por exacta tal expresión. Y si se tiene en cuenta que este delirio de furor homicida se llevaba a cabo en nombre de los „derechos del hombre y del ciudadano,‟ y al amparo de un régimen republicano instaurado a partir la
Constitución aprobada en 1791, es posible formarse alguna idea de la carga explosiva y de la falacia sin igual, que encerraban aquellas „inocentes‟ consignas proclamadas por los enciclopedistas y por Rousseau.

Y para cerrar ya este Título, aun cuando pueda parecer redundante, nos permitimos citar nuevamente algunas líneas de Hans Freyer, quien en su obra “Historia universal de Europa” con mucho acierto dice: “A mediados del siglo XVIII puede considerarse decidido que la razón había agotado su fuerza floreciente y estaba no sólo como secada en la sobriedad (si bien también era así), sino que iba a echar la flor inauténtica del terror. Dicho con más precisión: se decide en 1762, año en el que aparece el „‟Contrato social‟, de Juan Jacobo Rousseau. Quien ha leído este libro conoce por adelantado a todos los demagogos que desde entonces han movido y moverán todavía la revolución de las masas que aquél, el primero y más genial, desencadenó… Todo el racionalismo anterior vio la razón como norma, como principio de formación, como objetivo y deber ante sí, y podía por eso dar el grito de: ”¡Adelante hacia la razón!”. Rousseau da la vuelta a este ethos como a un guante, grita: ”¡Volvamos a la razón!”, y para que la fuerza explosiva se haga mayor, mezcla una nueva identificación que desde hace mucho está preparada: “¡Volvamos a la naturaleza!”. Nunca en tres palabras se han reunido tan genialmente tantos sofismas.” (Op.cit., cap.VII, sección “La razón como mundo floreciente, como sobriedad y como terror”).

Por aquí comenzamos a ver la cola del Diablo. Claramente se advierte el sello de éste en aquellos sofismas que Freyer menciona: en esas dos consignas mencionadas están encerradas, como embriones en perverso vientre, todas esas frases resonantes, demagógicas, plenas del ethos supuestamente revolucionario, tales como „la voluntad general‟, „la sagrada voz del pueblo‟, „el progreso ilimitado‟, etc., sin olvidar las clásicas „libertad‟, „igualdad‟ y „fraternidad‟; o bien esas otras destinas a halagar cualquier oído, como „todo hombre es bueno por naturaleza‟, „la virtud por excelencia es el humanitarismo‟, „la verdad está en la razón‟ o „la razón es la verdad‟, etc.

Para sintetizar, podríamos caracterizar a ese conjunto de palabras, frases y consignas revolucionarias con pretensiones de ideario portador de luz, verdad y libertad para el hombre, como un gran e inmenso sofisma, portador en vez de tinieblas, mentira y esclavitud, y que desde ya –como decíamos- lleva el sello inconfundible de su verdadero autor intelectual, el homicida por excelencia.