San
Pedro Damián levantó su voz profética contra la sodomía definiéndola como el mayor y más
grave de todos los vicios.
“Este vicio (el de la sodomía) no puede compararse en absoluto con
ningún otro, pues a todo los supera enormemente. Este vicio es la muerte del
cuerpo, perdición del alma; infecta la carne, apaga las luces de la mente,
expulsa al Espíritu Santo del templo del corazón, hace que entre el diablo
fomentador de la lujuria; induce al error, hurta la verdad de la mente,
engañándola; prepara trampas al que camina, cierra la boca del pozo a quien en
él cae; abre el infierno, cierra las puertas del Paraíso, transforma al
ciudadano de la Jerusalén celeste en habitante de la Babilonia infernal: secciona
un miembro de la Iglesia y lo arroja a las codiciosas llamas de encendida
Gehena.
Este vicio busca abatir los muros de la patria celeste y busca
reedificar los que fueron incendiados en Sodoma. Es algo que atropella la
sobriedad, que asesina el pudor, que degüella la castidad, que destroza la
virginidad con la hoja de una repugnante infección. Todo lo ensucia, todo lo
ofende, todo lo mancha y como no tiene en sí nada de puro, nada exento de
indecencia, no soporta que nada sea puro. Como dice el apóstol, “todo es puro
para los puros, pero para los infieles y contaminados nada es puro” (Tito
1,15). Este vicio expulsa del coro de la familia eclesiástica y obliga a rezar
con los endemoniados y con aquellos que sufren a causa del demonio; separa el
alma de Dios para unirla al diablo.
Esta pestilentísima reina de los sodomitas convierte a quienes se
someten a su ley en torpes para los hombres y odiosos para Dios. Exige hacer
una abominable guerra contra el Señor, militar bajo las insignias de un espíritu
absolutamente malvado; separa del consorcio de los ángeles y con el yugo de su
dominación extraña al alma de su nobleza innata. A sus soldados les priva de
las armas de la virtud y los expone, para que sean traspasados, a los dardos de
todos los vicios. Humilla en la iglesia, condena en el tribunal, corrompe en
privado, deshonra en público, roe la conciencia con un gusano, quema la carne
como el fuego, empuja a satisfacer la lujuria, y por otro lado teme ser
descubierta, mostrarse en público, que los hombres la conozcan. El que mira con
aprensión a su mismo cómplice en la perdición, ¿qué no podrá temer?
[…]
La carne arde con el fuego del deseo, la mente tiembla helada por la
sospecha, y el corazón del hombre infeliz hierve como un caos infernal: todas
las veces que le golpean las espinas del pensamiento, en un cierto sentido,
viene torturado con los tormentos del castigo. Una vez que esta venenosísima
serpiente ha hincado sus dientes en un alma desgraciada, la pobrecita pierde
inmediatamente el control, la memoria se desvanece, la inteligencia se
oscurece, se olvida de Dios y hasta de sí misma. Esta peste expulsa el
fundamento de la fe, absorbe las fuerzas de la esperanza, destruye el vínculo
de la caridad, elimina la justicia, abate el rigor, retira la temperancia, mina
el fundamento de la prudencia.
¿Qué debo añadir todavía? En el momento en el que ha desterrado del
escenario del corazón humano la lista de todas las virtudes, como quebrando los
cerrojos de las puertas, hace entrar en él la bárbara turba de los vicios. A
este se le aplica con exactitud aquel versículo de Jeremías (Lament 1, 10) que
trata de la Jerusalén terrena: “El enemigo echó su mano a todas las cosas que
Jerusalén tenía más apreciables; y ella ha visto entrar en su santuario a los
gentiles, de los cuales habías tú mandado que no entrasen en tu iglesia”.
El que es devorado por los ensangrentados colmillos de esta famélica
bestia, es mantenido lejos, como por cadenas, de cualquier obra buena, y es
instigado sin freno que lo contenga, por el precipicio de la más infame
perversión. En cuanto se cae en este abismo de total perdición, ipso facto se
destierra de la patria celeste, se es separado del Cuerpo del Cristo,
rechazados por la autoridad de toda la Iglesia, condenados por el juicio de los
Santos Padres, expulsados de la compañía de los ciudadanos de la ciudad
celeste. El cielo se vuelve como de hierro, la tierra de bronce: ni se puede
ascender a aquél, pues se está lastrado por el peso de crimen, ni sobre aquella
podrá por mucho tiempo ocultar sus maldades en el escondrijo de la ignorancia.
Ni podrá gozar aquí cuando está vivo, ni siquiera esperar en la otra vida
cuando muera, porque ahora deberá soportar el oprobio del escarnio de los
hombres y después los tormentos de la condenación eterna.
[…]
¡Lloro por ti, alma infeliz entregada a las porquerías de la impureza, y
te lloro con todas las lágrimas que poseo en mis ojos!
¡Qué dolor!
[…]
Compadezco a un alma noble, hecha
a imagen y semejanza de Dios y comprada con la Preciosísima Sangre de Cristo,
más digna que los grandes edificios y ciertamente más digna de ser antepuesta a
todas las construcciones humanas. Por eso me desespera la caída de un alma
insigne y por la destrucción del templo en el que habitaba Cristo.
Deshaceos en llanto, ojos míos, derramad ríos abundantes de lágrimas y
regad, lúgubres, las gotas con un llanto continuo! “Derramen mis ojos sin cesar
lágrimas, noche y día, porque la virgen, hija del pueblo mío se halla
quebrantada por una gran aflicción, con una llaga sumamente maligna” (Jer. 14,
17). Y ciertamente la hija de mi pueblo ha sido golpeada por una herida mortal,
porque el alma, que era hija de la Santa Iglesia ha sido cruelmente herida por
el enemigo del género humano con el dardo de la impureza; y a ella, que en la
corte del rey eterno era suavemente alimentada con la leche de los sagrados
parlamentos, ahora se la ve tumbada, tumefacta y cadavérica, mortalmente
infectada por el veneno de la líbido, entre las cenizas ardientes de Gomorra.
“Aquellos que comían con más regalo han perecido en medio de las calles;
cubiertos se ven de basura los que se criaban entre púrpura” (Lam. 4, 5). ¿Por
qué? El profeta prosigue y dice: “Ha sido mayor el castigo de las maldades de
la hija de mi pueblo que el del pecado de Sodoma; la cual fue destruida en un
momento” (Lam. 4, 6). Y ciertamente la maldad del alma cristiana supera el
pecado de los sodomitas, porque cada uno peca tanto más cuanto más rechaza los
preceptos de la gracia evangélica: el conocimiento de la ley evangélica lo
fija, para que no pueda encontrar remedio con ninguna excusa. ¡Helas!, alma
desgraciada, ¡helas! ¡Pero porque no te das cuenta de la altura de la dignidad
de la que has caído y de cómo te has despojado del honor de una gloria y de un
esplendor inmenso?
[…]
Y tú dices: “Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de
ninguna cosa; y no conoces que tú eres un desventurado y miserable y pobre y ciego
desnudo” (Ap. 3,17). ¡Infeliz, date
cuenta de qué oscuridad ha envuelto tu corazón; advierte lo densa que es la
tiniebla de la niebla que te rodea!
[…]
¡Ay de ti, alma desgraciada! Por tu perdición se entristecen los
ángeles, mientras que el enemigo aplaude exultante. Te has convertido en prenda del demonio,
botín de los malvados, despojo de los impíos. “Abrieron contra ti su boca todos
tus enemigos; daban silbidos y rechinaban sus dientes, y decían: “Nosotros nos
la tragaremos. Ya llegó el día que estábamos aguardando. Ya vino, ya lo tenemos
delante”. Por esto, ¡oh alma miserable!,
yo te lloro con todas mis lágrimas: porque no te veo llorar a ti.
[…]
Si tú te humillases de verdad, yo exaltaría con todo mi corazón en el
Señor por tu renacimiento espiritual. Si un verdadero y angustiante
arrepentimiento golpease la profundidad de tu corazón, yo podría con justicia
gozar de una alegría inimaginable. Por esta razón, alma, eres por encima de
todo digna de llanto: ¡porque no lloras! Se hace necesario el dolor de los
demás, desde el momento que no experimentas dolor por el peligro de la ruina
que te amenaza; y eres digna de condoler con las más amargas lágrimas de la
compasión fraterna porque ningún dolor te turba y no te puedes dar cuenta de la
envergadura de tu desolación. ¿Por qué finges no ser consciente del peso de tu
condenación? ¿Por qué no detienes este
continuo acumular la ira divina sobre ti, bien enfangándote de los pecados,
bien ensalzándote en la soberbia?
Miles Christi