Por Don Vital
Lehodey
Las consideraciones varían según se trate de un hecho o un misterio
sensible que hable a la imaginación, o bien de una verdad puramente espiritual.
I.- Si el asunto de la meditación es un hecho o misterio sensible, como
la muerte, el juicio, el cielo, el infierno, la vida y Pasión de Jesucristo y
otras cosas semejantes, procuraré representármelo con sus diversas
circunstancias, cual si ocurriera actualmente delante de mí; evitaré sin
embargo la excesiva tensión que fatiga la cabeza y los nervios; apartaré de mi
imaginación los sueños vanos y las distracciones, y no tomaré por realidades
las creaciones que forme mi fantasía.
Mientras por su medio doy vida al conjunto y detalles del acontecimiento o
misterio, mi espíritu debe procurar
penetrarse de las enseñanzas que contiene y aplicárselas prácticamente. Puedo
servirme de las preguntas indicadas en el famoso verso latino:
“Quis? Quid? Ubi? Quibus auxiliis? Cur?
Quomodo? Quando?”
Medito
en la Pasión, y me pregunto ¿Quis? ¿quién es el que sufre? –El Hijo de Dios.
Quid? ¿qué penas sufre?-Pienso en la muchedumbre e inmensidad de sus dolores.-
Ubi? ¿En dónde? –recorro en espíritu los diferentes lugares donde sufrió: el
huerto, los tribunales, el Calvario.- Quibus auxiliis? ¿Por qué medios?- el
desamparo de su Padre, la desolación de su Madre, la huída de los Apóstoles, la
traición de Judas, las negaciones de Pedro, el odio y la perfidia de jueces y testigos,
la revuelta del pueblo, la cobardía de Pilatos, la rabia de los verdugos, etc.
–Cur? ¿Por qué padece? –por su amor a la gloria del Padre y a nuestra
salvación, por su odio al pecado, por nuestras iniquidades.- Quomodo? ¿Cómo?
–Entrega voluntariamente su cuerpo y su alma al sufrimiento, se deja en manos
de sus enemigos, y escoge la más ignominiosa de las muertes, etc… Quando? En
qué tiempo? –Cuando por la fiesta Pascual estaba llena Jerusalén de extranjeros
y de habitantes de toda la Judea que le habían oído y presenciado sus milagros.
Como se ve, este procedimiento es inacabable
y capaz de llenar horas enteras; aun a veces será bueno dividirlo.
II.- Si en cambio el asunto es puramente
espiritual, me puedo imaginar ver a Nuestro Señor dándome el ejemplo o
formulando el precepto que medito; recuerdo lo que la fe y la razón me enseñan
sobre ello, considero todas sus circunstancias, y procuro grabarlas en mi
espíritu, apropiarlas a mis necesidades actuales y sacar conclusiones
prácticas, examinando cuál ha sido en este punto mi conducta pasada y la
resolución que he de tomar.
Repetimos que toda oración debe tener por
fin nuestra espiritual reforma, y especialmente sobre tal pecado que corregir o
tal virtud que practicar. Los soldados y el ejército que pelean para alcanzar
esta victoria son las consideraciones, las peticiones, los afectos, los
propósitos, los detalles y el conjunto de este ejercicio; y la estrategia que regula todos nuestros
movimientos en la oración nunca debe perder de vista este objeto.
Por consiguiente, al meditar en una virtud
hay que considerar su naturaleza, sus propiedades, su hermosura, su utilidad,
su necesidad, los medios para adquirirla y las ocasiones de practicarla; al
meditar en un vicio se ha de examinar su maldad, sus malas consecuencias y sus
remedios.
En cuanto a los motivos para llegar a una
resolución práctica, hay tres principales. Primero el deber; nada más justo,
tal es la voluntad de Dios, reclámanlo nuestro interés y el de nuestro prójimo,
la gratitud por los beneficios recibidos, etc. Segundo, el interés; nada más
ventajoso en el tiempo y en la
eternidad; es el medio de conservar y aumentar en mí y en otros la gracia, las
virtudes y los méritos, la paz con Dios, con mi conciencia y con mis semejantes;
además hay un cielo, un infierno, un purgatorio, castigos temporales del
pecado, etc. Y tercero, la facilidad; tantos otros ayudados de la gracia han
triunfado; ¿Por qué no haré yo lo mismo?
“Si vuestro espíritu, dice San Francisco de
Sales, encuentra suficiente gusto, luz y provecho en una consideración,
deteneos en ella sin pasar adelante, imitando a las abejas que no dejan una
flor mientras pueden sacar miel de ella. Pero si no encontráis lo que queréis
en una consideración, o cuando esté agotada, pasad a otra”.
“ Fr. Luis de Granada y San Francisco de
Sales aconsejan a aquellos a quienes cuesta trabajo el razonar o meditar,
particularmente al principio, el tomar un libro: lean el primer punto, y si no
se les viene ningún pensamiento que los entretenga, sigan leyendo otras pocas
líneas y reflexiones de nuevo para producir afectos de agradecimiento, dolor y
humildad. Cuando encuentren algo que les
conmueva, deténganse y saquen el fruto que les sea posible”. Santa Teresa declara haber pasado más de catorce
años sin poder meditar sino era leyendo. Debemos procurar, no obstante, que la
oración no se convierta en lectura, y que el afán de leer y la pereza de
reflexionar no impidan el trabajo propio del espíritu. Dios mira la buena
voluntad y la recompensa. Poco a poco disminuirán las reflexiones, afluirán los
sentimientos, gustará, se alimentará, se inflamará el corazón, y a veces para
ocuparnos mucho tiempo bastará una palabra.
Es muy recomendable hacer actos de fe sobre
lo que se medita.
“Nadie llega de una vez a la cumbre, dice San
Bernardo; para alcanzar lo alto de la escala no se vuela sino que se sube.
Subamos, pues, valiéndonos como de pies de la oración y de la meditación. La
meditación muestra lo que falta, la oración lo obtiene. Aquella enseña el
camino, ésta nos conduce a él; por la meditación conocemos los peligros que nos
amenazan, y por la oración nos preservamos de ellos”.
Demos pues la mayor importancia a los
afectos, peticiones y propósitos; debemos consagrarles más de la mitad de la
oración. Al principio, sin embargo, no podremos hacer esto, pues el alma
necesita reflexionar mucho; más adelante, en cambio, traspasarán su límite los
afectos y lo invadirán todo; tal es la oración afectiva.
Llamamos afectos a aquellos movimientos del
alma que nacen de la consideración (o sencillamente de algún pensamiento) sobre
cualquier asunto, tales como los actos de todas las virtudes, fe, esperanza,
caridad, adoración, admiración, alabanza, acción de gracias, ofrecimiento,
contrición, confusión por la vida pasada
y otros semejantes.
Aquél
a quien pedimos no está lejos de nosotros, es un ser soberano realmente vivo y
presente, que ve todas nuestras necesidades, que quiere y puede aliviarlas,
pero que generalmente espera a que se le pida. Está aquí cerca de nosotros,
mirándonos amorosamente, atendiendo a nuestras súplicas y más deseoso de darnos
que nosotros de recibir. Siempre que pidamos cosas buenas y útiles, tiene
empeñada su palabra de oírnos. “Llamemos y nos abrirán”. Nuestro Señor se queja
de que “nada le hemos pedido hasta ahora; pedid, pues, y recibiréis. Parece que
goza dando.
¡Ah! Nuestra gran desgracia en la oración es
que no sabemos ni “tratar con el Dios invisible como si le viéramos”, ni “pedir con fe y sin vacilar”, aunque Nuestro
Señor tenga hecha promesa solemne contenida en estas palabras: “Si tenéis fe y
no dudáis…, diréis a un monte, arrójate en el mar, y así se hará; todo cuanto
pidiereis con fe y confianza, lo recibiréis”.
Es indudable que debemos también pedir,
penetrados de nuestra miseria e indignidad, porque “la oración del que se
humilla penetra el cielo”. “Resiste el Señor a los orgullosos y da su gracia a
los humildes”. Odioso es el orgullo a los ojos de Dios, sobre todo “el orgullo
en la pobreza”. Tampoco debe la humildad destruir la confianza: si son muy
profundas nuestras miserias acudamos a “la misericordia de Dios que es muy
grande y a la multitud de sus clemencias”; nuestra flaqueza experimentada
tantas veces hará resaltar más el poder de la gracia. Más gloria tendrá Nuestro
Señor en salvarnos; la gravedad de nuestros males pondrá más de relieve la
sabiduría de médico divino; cuanto más desgraciado es el mendigo, más compasión
inspira al rico que abre su mano para socorrerle. Muy bueno es el sentir nuestras
debilidades y nuestra impotencia, pero digamos con el Real Profeta: “Perdonadme, Señor, mis culpas, por
vuestro nombre, pues son muchas”. Lo que cierra el corazón de Dios no son las miserias sino el apego a ellas, el orgullo
que nos impide conocerlas, el espíritu de independencia que no quiere ni pedir
ni someterse, y en fin la falta de fe que no acierta a esperarlo todo de la
misericordia divina.
Deben ser por último nuestras oraciones
perseverantes: “Cuando Dios difiere el conceder lo pedido no es que niegue sus
dones, sino que quiere hacerlos valer. Deseados durante mucho tiempo, se
obtienen con más placer; concedidos inmediatamente, tienen menos valor. Pedid,
buscad, insistid. Pidiendo y buscando os disponéis para alcanzar. Dios guarda,
lo que no os da enseguida, a fin de que aprendáis a desear mucho sus dones.
Hay que pedir para sí y para el prójimo.
Cuanto a lo primero, parece mejor empezar
por las peticiones que se refieren al asunto de nuestra oración; el cultivar
una virtud, huir de un defecto, la gracia de un misterio, según las
consideraciones y afectos a que nos
hemos entregado.
Así como hay actos fundamentales, humildad
confiada, contrición y amor, que deben hacerse en toda oración, así también hay
peticiones fundamentales, que será necesario
no omitir nunca. Por eso aconseja San Alfonso María de Ligorio el pedir
siempre la perseverancia final y la caridad, porque constituyen nuestro fin.
San Francisco de Sales decía que obteniendo
el amor divino, se obtienen todas las gracias; porque un alma que ama de verdad
a Dios con todo su corazón, evitará por sí misma todo lo que pueda desagradar
al Señor y se esforzará en complacerle siempre en todas las cosas.
La caridad es una reina a la cual cortejan
las demás virtudes, es un don eminentísimo que no se obtiene sino de limosna;
es el tesoro celestial que Dios da más a gusto; nunca harta porque siempre
puede ir creciendo.
La perseverancia final es también una gracia
soberana y el don de los dones. “Suplico al lector, dice San Alfonso María de
Ligorio, que no se canse al ver que pido sin cesar el amor y la perseverancia.
Estas dos gracias comprenden las demás, y cuando se consiguen, todo está
conseguido”.
Si no hay propósitos firmes y eficaces, se
asemejará al enfermo que se limita a pensar en sus males y no quiere tomar
ningún remedio.
No se debe juzgar una buena meditación por
la ternura que hemos sentido, sino por el provecho que hemos sacado. Cuando dejáis la oración con propósito de
corregiros y de hacer la voluntad de Dios, no habéis perdido el tiempo, por muy
seca que haya sido.
Hay propósitos generales como amar a Dios de
corazón, huir del pecado, practicar las virtudes, conformarse con la voluntad
divina. Y propósitos particulares como mortificarse en tal ocasión, ser dulce y
paciente con tal persona, someterse a la voluntad de Dios en tal pérdida,
humillación o enfermedad.
No deben ser tan generales que rayen en
indeterminados, ni tan particulares que el atender a los detalles nos haga olvidar las cosas de
más importancia.
Hagamos resoluciones humildes y confiadas a
la vez; humildes, porque la fe nos
enseña que sin Nuestro Señor nada podemos, ni aun tener un buen pensamiento y
menos todavía quererlo ejecutar y ponerlo en práctica. Este punto es muy
importante. Con frecuencia son nuestras caídas castigo del orgullo, debiendo
ser su remedio.
Sin embargo, nuestras resoluciones deben
estar llenas de confianza; por muy grandes que hayan sido nuestros
contratiempos y nuestras desilusiones hasta la hora presente, sírvannos para
conocer nuestra impotencia y para no contar sino con la gracia divina. No será
más confundida nuestra esperanza, pues Dios se inclina amorosamente al alma que
con humildad la invoca. Podremos no ser
vencidos se dejamos la lucha, pero no le seremos seguramente si esforzados
entramos en combate. La victoria coronará nuestra constancia, cada esfuerzo es
un paso adelante, cada propósito renovado nos acerca al éxito final.
Por último, debemos reiterar con frecuencia
nuestras resoluciones. No son eficaces si se cambian a menudo aun cuando estén
bien escogidas; no se puede vencer la pasión dominante, ni adquirir la virtud
que nos falta en un día, ni en una semana. Hay que perseverar y seguir.
Conviene pues tomar la misma resolución durante algunas semanas y algunos
meses, siempre que no llegue a hacerse por rutina.
Advertencias:
-
Bueno es limitarse a un solo propósito particular que permanezca grabado en el
espíritu, así como el cazador no
persigue a un tiempo muchas piezas sino que se fija en una sola.
-Puesto que deben ser eficaces
nuestras resoluciones, preciso será proporcionar el trabajo a nuestras
fuerzas y empezar por lo más fácil antes de emprender lo más dificultoso, de otra suerte nos desanimaríamos muy pronto.
Conclusión
La conclusión de la oración es muy sencilla:
1.- Se dan gracias a Dios por la honra que
nos ha dispensado, concediéndonos una audiencia tan larga, bien como por las
luces, afectos piadosos y buenos propósitos que nos ha inspirado.
2.- Pedirle perdón por las faltas y
negligencias cometidas en tan santo ejercicio.
3.- Ofrecerle el alma, el espíritu, el
corazón, nuestra vida y nuestra muerte, y especialmente el día presente, y los
propósitos que hemos hecho. Rogarle, en fin, por última vez, que nos bendiga y
nos dé su gracia para poner por obra lo que nos ha inspirado, representándole
nuestra flaqueza e inconstancia.
4.- Hacer el ramillete espiritual, esto es,
según San Francisco de Sales, “tomar los pensamientos que más nos han
conmovido, y que creemos sernos más útiles delante de Dios, para rumiarlos
durante el día, hacer sobre ellos jaculatorias, y unirnos con toda la
frecuencia posible a su Divina Majestad”.