En ese momento León XII presenta un tercer documento:
«Nuestro predecesor Pío VII, de feliz memoria… publicó la Constitución
del 13 de septiembre de 1821 que empieza: Ecclesiam a Jesu Christo »
Este documento trata de la condena de la secta de los Carbonarios con
graves penas. Ya había pasado la Revolución Francesa y estaba materialmente
pacificada, pero desde 1821 se podía ver que la actividad de las sectas no
había hecho más que aumentar para propagar la revolución en toda Europa.
«La Iglesia que Nuestro Señor Jesucristo fundó sobre una piedra sólida,
y contra la que el mismo Cristo dijo que no habían jamás de prevalecer las
puertas del infierno, ha sido asaltada por tan gran número de enemigos que, si
no lo hubiese prometido la palabra divina, que no puede faltar, se habría
creído que, subyugada por su fuerza, por su astucia o malicia, iba ya a
desaparecer».
Hay que suponer que Pío VII veía entonces todos los efectos de la
Revolución Francesa: el asesinato del rey de Francia, el exterminio de
sacerdotes y religiosos, la destrucción de iglesias, y ruinas y persecuciones
en todas partes:
«Lo que sucedió en los
tiempos antiguos ha sucedido también en nuestra deplorable edad y con síntomas
parecidos a los que antes se observaron y que anunciaron los Apóstoles
diciendo: Han de venir unos impostores
que seguirán los caminos de impiedad (Jud. 18). Nadie ignora el
prodigioso número de hombres culpables que se ha unido, en estos tiempos tan difíciles,
contra el Señor y contra su Cristo, y han puesto todo lo necesario para engañar
a los fieles por la sutilidad de una falsa y vana filosofía, y arrancarlos del
seno de la Iglesia, con la loca esperanza de arruinar y dar vuelta a esta misma
Iglesia.
Para alcanzar más fácilmente
este fin, la mayor parte de ellos han formado las sociedades ocultas, las
sectas clandestinas, jactándose por este medio de asociar más libremente a un
mayor número para su conjuración y perversos designios.
Hace ya mucho tiempo que la Iglesia, habiendo descubierto estas sectas,
se levantó contra ellas con fuerza y valor poniendo de manifiesto los
tenebrosos designios que ellas formaban contra la religión y contra la sociedad
civil. Hace ya tiempo que Ella llama la atención general sobre este punto y mueve
a velar para que las sectas no puedan intentar la ejecución de sus culpables
proyectos. Pe-ro es necesario lamentarse de que el celo de la Santa Sede no ha
obtenido los efectos que Ella esperaba…»
Los mismos Papas reconocían que sus esfuerzos habían sido en vano. San
Pío X solía decir: “Nos esforzamos por luchar contra el liberalismo, el modernismo, el
progresismo… y no se nos escucha. Por eso vendrán las peores desgracias sobre
la humanidad. Los hombres quieren que todo se les permita: libertad para todas
las sectas, libertad de asociación, de prensa, de palabra… El mal no hará sino
difundirse cada vez más y llegaremos a una sociedad en la que ya no se pueda
vivir, como la del comunismo”.
Pío VII gime también porque ve:
«… que estos hombres perversos no han desistido de su empresa, de la que
han resultado todos los males que hemos visto».
Está muy claro. Las desgracias de la Revolución Francesa se deben a
estas sectas.
«Aún más —añade el Papa—,
estos hombres se han atrevido a formar nuevas sociedades secretas. En este
aspecto, es necesario señalar aquí una nueva sociedad formada recientemente y
que se propaga a lo largo de toda Italia y de otros países, la cual, aunque dividida
en diversas ramas y llevando diversos nombres, según las circunstancias, es sin
embargo, una, tanto por la comunidad de opiniones y de puntos de vista, como
por su constitución. La mayoría de las veces, aparece designada bajo el nombre
de Carbonari. Aparenta un
respeto singular y un celo maravilloso por la doctrina y la persona del
Salvador Jesucristo que algunas veces tiene la audacia culpable de llamarlo el
Gran Maestro y jefe de esa sociedad.
Pero este discurso, que parece más suave que el aceite, no es más que
una trampa de la que se sirven estos pérfidos hombres para herir con mayor
seguridad a aquellos que no están advertidos, a quienes se acercan con el
exterior de las ovejas, mientras por
dentro son lobos carniceros ».
Aquí se anuncian de nuevo los motivos de acusación contra esos grupos:
«Juran que en ningún tiempo y en ninguna circunstancia revelarán
cualquier cosa que fuera de lo que concierne a su sociedad a hombres que no
sean allí admitidos, o que no tratarán jamás con aquellos de los grados
inferiores las cosas relativas a los grados superiores».
En la Masonería no sólo hay un secreto, sino también grados, y a los
miembros de un grado superior se les impone el juramento de no revelar nada a
los de los grados inferiores, así que todo inspira desconfianza:
«También esas reuniones clandestinas que ellos tienen a ejemplo de
muchos otros heresiarcas, y la agregación de hombres de todas las sectas y
religiones, muestran suficientemente, aunque no se agreguen otros elementos,
que es necesario no prestar ninguna confianza en sus discursos».
Poco a poco los Papas fueron recopilando informaciones, sobre todo de
los que se convertían. Pío VII conocía algunos libros en los que se revelaban
algunas cosas:
«Sus libros impresos, en los que se encuentra lo que se observa en sus
reuniones, y sobre todo en aquellas de los grados superiores, sus catecismos,
sus estatutos, todo prueba que los Carbonarios
tienen por fin principalmente propagar el indiferentismo en materia
religiosa, el más peligroso de todos los sistemas, concediendo a todos la
libertad absoluta de hacerse una religión según su propia inclinación e ideas,
y de profanar y manchar la Pasión del Salvador con algunos de sus ritos culpables».
Todas las cosas que se relatan no pueden ser inventos. Se habla, por
ejemplo, de las misas negras —que son sacrilegios espantosos— para las cuales
los Masones necesitan Hostias, y Hostias consagradas. No las van a buscar en
cualquier lugar, porque quieren estar seguros de que están consagra-das, y si
es necesario, destruyen un sagrario. Su intención es la de cometer un
sacrilegio realmente abominable.
No estoy inventando nada. Las misas negras se dicen incluso en
diferentes lugares de Roma. En Ginebra, según una encuesta publicada en la
prensa, hay más de 50 sociedades secretas, con más de 2000 miembros; lo mismo
se puede decir de Basilea y Zurich. No hay que hacerse ilusiones; Suiza está
particularmente atacada por la Masonería, incluso en los lugares católicos como
el Valais. Muchos cantones suizos son como verdadero terreno suyo. Se han
introducido en el gobierno federal de Berna. Por eso, Suiza es uno de los
primeros países que cierra los ojos ante el aborto y que atrae a las mujeres de
los países vecinos para que puedan abortar.
Son cosas que suceden realmente y que revelan una voluntad muy
determinada de profanar la Pasión del Salvador y, como decía también Pío VII,
de:
«...despreciar los Sacramentos de la Iglesia, a los que parecen
sustituir, por un horrible sacrilegio, unos que ellos mismos han inventado».
Tuve la oportunidad de ver unos folletos publicados por la Masonería.
Estaban muy bien hechos; había uno sobre la Santísima Virgen; blasfemos desde
la primera a la última página, llegando incluso a compararla con todas las
divinidades paganas femeninas y obscenas de la antigüedad.
Su ceremonia de iniciación se parece a la del bautismo, porque ridiculizan
en todo a la Iglesia católica, lo cual es una señal patente de Satanás. Tienen
su culto, santuarios… hay un verdadero altar, pero despojado de todo, sin ni
siquiera un mantel, y detrás, un sillón para el presidente. El nuevo diseño de
las iglesias desde el Concilio se parece mucho a éste: ¡altares en los que ya
no hay ni siquiera un crucifijo! ¡Los sacerdotes, que se llaman a sí mismos
presidentes, de cara a los fieles, exponiéndoles sus discursos! Hay una
auténtica semejanza, por lo menos en lo exterior.
Los Masones, dice Pío VII:
«Desprecian los Sacramentos de la Iglesia… para destruir la Sede
Apostólica contra la cual, animados de un odio muy particular a causa de esta
Cátedra, traman las conjuraciones más negras y detestables».
Eso sucedía en 1821. Unos 50 años después, como resultado de las
conjuraciones de las sociedades secretas, la Santa Sede iba a ser despojada de
sus Estados.
«Los preceptos de moral dados por la sociedad de los Carbonarios no son
menos culpables, como lo prueban esos mismos documentos, aunque ella
altivamente se jacte de exigir de sus sectarios que amen y practiquen la
caridad y las otras virtudes, y se abstengan de todo vicio. Así, ella favorece
abiertamente el placer de los sentidos; así, enseña que está permitido matar a
aquéllos que revelen el secreto del que Nos hemos hablado más arriba».
El Papa se atreve a afirmarlo. Hay asesinatos que no se acaban de
explicar. Pensemos en la muerte de un ministro francés (Roberto Boulin, muerto el 30 de octubre de 1979.) se habló de suicidio. Luego los periódicos
insinuaron que podría tratarse de un asesinato y de que la Masonería estará
quizás de por medio. No sería la primera vez. De repente desaparecen personas
sencillas, masones sin mucha influencia, porque han revelado un secreto o
simplemente actuado de manera incorrecta.
Pensemos en todos los atentados que suceden hoy.
Los encargados de la seguridad de los Estados, o no lo saben o no lo
quieren decir, pero es muy probable que haya una mano que mande o guíe a
distancia sus acciones y que puede muy bien encontrarse en las sociedades
secretas.
Volvamos a las condenaciones que recuerda y reitera Pío VII:
«Esos son los dogmas y los
preceptos de esta sociedad, y tantos otros de igual tenor. De allí los
atentados ocurridos últimamente en Italia por los Carbonarios, atentados que
han afligido a los hombres honestos y piadosos…
En consecuencia, Nos que estamos constituidos centinela de la casa de
Israel, que es la Santa Iglesia; Nos, que en virtud de nuestro ministerio
pastoral, tenemos obligación de impedir que padezca pérdida alguna la grey del
Señor que por divina disposición Nos ha sido confiada, juzgamos que en una causa tan grave
nos está prescrito reprimir los impuros esfuerzos de esos perversos».
El Papa reitera finalmente la sentencia: excomunión.
León XII: el infame proyecto de las sociedades secretas
Sacando las conclusiones de estos tres documentos, el Papa León XII
declara su pensamiento respecto a estas sociedades e incluso cita otra nueva:
«Hacía poco tiempo que esta
Bula había sido publicada por Pío VII, cuando fuimos llamados… a sucederle en
el cargo de la Sede Apostólica. Entonces, también Nos hemos aplicado a examinar
el estado, el número y las fuerzas de esas asociaciones secretas, y hemos
comprobado fácilmente que su audacia se ha acrecentado con las nuevas sectas
que se les han incorporado. Particularmente es aquella designada bajo el nombre
de Universitaria sobre la que
Nos ponemos nuestra atención; ella se ha instalado en numerosas Universidades
donde los jóvenes, en lugar de ser instruidos, son per-vertidos y moldeados en
todos los crímenes por algunos profesores, iniciados no sólo en estos misterios
que podríamos llamar misterios de iniquidad, sino también en todo género de
maldades.
De ahí que las sectas secretas, desde que fueron toleradas, han encendido
la antorcha de la rebelión. Se esperaba que al cabo de tantas victorias
alcanzadas en Europa por príncipes poderosos serían reprimidos los esfuerzos de
los malvados, mas no lo fueron; antes por el contrario, en las regiones donde
se calmaron las primeras tempestades, ¡cuánto no se temen ya nuevos disturbios
y sediciones, que estas sectas provocan con su audacia o su astucia! ¡Qué
espanto no inspiran esos impíos puñales que se clavan en el pecho de los que
están destinados a la muerte y caen sin saber quién les ha herido!»
El Papa reitera lo que ya había visto su predecesor:
«De ahí los atroces males
que carcomen a la Iglesia… Se ataca a los dogmas y preceptos más santos; se le
quita su dignidad, y se perturba y destruye la poca calma y tranquilidad que
tendría la Iglesia tanto derecho a gozar.
Y no se crea que todos estos males, y otros que no mencionamos, se
imputan sin razón y calumniosamente a esas sectas secretas. Los libros que esos
sectarios han tenido la osadía de escribir sobre la Religión y los gobiernos,
mofándose de la autoridad, blasfemando de la majestad, diciendo que Cristo es
un escándalo o una necedad; enseñando frecuentemente que no hay Dios, y que el
alma del hombre se acaba juntamente con su cuerpo; las reglas y los estatutos
con que explican sus designios e instituciones declaran sin embozos que debemos
atribuir a ellos los delitos ya mencionados y cuantos tienden a derribar las
soberanías legítimas y destruir la Iglesia casi en sus cimientos. Se ha de
tener también por cierto e indudable que, aunque diversas estas sectas en el
nombre, se hallan no obstante unidas entre sí por un vínculo culpable de los
más impuros designios».
Existe, pues, una organización real, tal como lo recuerda el Papa:
«Nos pensamos que es obligación nuestra volver a condenar estas
sociedades secretas».
Obligación de los jefes de Estado
León XII da aquí la cuarta condenación en menos de un siglo. Antes de
concluir, se dirige a los príncipes católicos:
«Príncipes católicos, muy
queridos hijos en Jesucristo, a quienes tenemos un particular afecto. Os
pedimos con insistencia que acudáis en nuestra ayuda. Nos os recordamos las
palabras de San León Magno, nuestro predecesor, cuyo nombre tenemos, aunque
siendo indigno de serle comparado: Tenéis que recordar siempre que el poder
real no os ha sido conferido sólo para gobernar el mundo sino también para, y
principalmente para ayudar con mano fuerte a la Iglesia, reprimiendo a los
malos con valor, protegiendo las buenas leyes, y restableciendo el orden y todo
lo que ha sido alterado ».
Es algo que hoy mucha gente no comprende: el poder no se les ha
concedido a los príncipes para ejercerlo sólo para lo temporal sino también
para defender a la Iglesia. Los príncipes tienen que ayudar a la propagación
del bien que la Iglesia difunde en la sociedad, reprimiendo con valor a los
malos.
Hoy en día se escucha el grito de: “¡Libertad, libertad!” Cuando un jefe
de Estado limita, por ejemplo, la libertad de la religión protestante, se
levantan gritos y abucheos en todo el mundo progresista. Sin embargo, hay que
tener en cuenta que la doctrina de la libertad que predica el protestantismo,
muy pronto se convierte en una doctrina revolucionaria (la misma moral se
disuelve), contraria a la moral católica.
Si a los musulmanes, por ejemplo, se les concediese todas las
libertades, en los Estados habría que admitir incluso la poligamia. La religión
musulmana no consiste únicamente en postrarse como lo hacen en todas las calles
en el momento de la oración, sino también en la amenaza de la esclavitud, es
decir, en “dhimmi” para todos los que no son como ellos.
¿Se puede admitir esto en Estados católicos? ¿Se puede admitir que los
Estados no se defiendan contra todo esto?