viernes, 27 de junio de 2014

EN LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZON (Pbro. Arturo Vargas)








“Vosotros seréis mis amigos si hiciereis lo que os mando.” Con estas sentidas palabras el Sagrado Corazón de Nuestro Señor nos invita a conocer “las riquezas insondables” anunciadas por el apóstol de las gentes en sus epístolas, para nuestras pobres almas mucho es que un rey amante y temeroso de Dios nos diga que quiere ser nuestro amigo. ¿Qué diremos pues cuando la segunda persona de la trinidad hecha hombre nos invita a ser ya no sus siervos sino sus amigos?
   La amistad es una forma especial de afecto; no es suficiente amar para ser amigo. No se dice, por ejemplo, que los súbditos de un gran rey, lleno de amor para con su pueblo, que sean todos amigos del monarca.

  LA AMISTAD IMPLICA:

1) COMERCIO HABITUAL, FUNDADO EN EL AFECTO RECIPROCO, EN EL APRECIO MUTUO, EN LA COMUNIDAD DE IDEAS
Siendo esto así, ¿es posible que podamos soñar en ser amigos del corazón de Jesús? ¿Cómo será posible? Cuando entre los semejantes hay desigualdad de condición; el simple sacerdote.
Pretendiendo llegar a ser amigo del Papa o el simple soldado aspirando a la amistad de un príncipe y nosotros ¿nos atreveremos a pensar en ser amigos de Dios? y ¿por qué no cuando Él mismo nos hace la propuesta?
   El Cantar de los Cantares es el diálogo misterioso de un Dios y de un alma que mutuamente se denominan con el nombre de amigo: “He resuelto tomar a la Sabiduría por compañera de mi vida, sabiendo que comunicara conmigo sus bienes y será el consuelo  mío en mis cuidados y penas... Entrando en casa hallaré en ella mi reposo, porque ni su conversación tiene rostro de amargura ni causa tedio su trato, sino antes bien consuelo y alegría. Considerando yo esto para conmigo y revolviendo en mi corazón cómo en la unión de la sabiduría se haya la inmortalidad y un santo placer en sus amistad, andaba buscando como apropiármela.”

  2) Y EN CIERTA IGUALDAD DE VIDA

Pero si mal no recuerdo la amistad supone “la igualdad de condición” y hay una enorme distancia entre nosotros y este sacratísimo corazón de Jesús pues no somos más que unos gusanillos y Jesús un Dios. Más Jesucristo no conoce semejante obstáculo y nada le impidió bajar hasta el último de los hombres para tenderle la mano. Primero, porque siendo infinitamente grande no temió rebajarse y cuanto más desciende más se eleva pues no la necesidad sino la condescendencia la que le inclina hacia nosotros.
   Además la inmensidad de su amor lo hace tomarnos por amigos suyos. Su corazón tiene este privilegio del amor; es inmensurable lo que encierra de afecto; tiene suficiente ternura e infinita para poder amar a cada hombre como si fuere la única criatura del mundo. La Escritura Sagrada lo compara con el sol, cuyo calor y cuya luz son suficientemente abundantes para inundar la tierra, pero está comparación queda muy lejos de la realidad, porque la llama de amor que arde en el Corazón del Hombre-Dios le permite amar a millares de criaturas, sin que sufra mengua alguna.
   Pero aun se nos presenta una última dificultad. Para ser amigo del Corazón de Nuestro Señor, es preciso no desagradarle, es necesario no ofenderle, no contrariarle, ni traicionarle; en fin y sobre todo es necesario amarse mutuamente, y ¡hay de nosotros! Que ninguna de estas condiciones cumplimos cuanto quisiéramos y aun ¡oh Maestro mío! Hago todo lo contrario según aquello del apóstol San Pablo: “lo que quiero no lo hago y lo que no quiero hago.” Es tan perversa nuestra alma, tan débil, tan ligera y tan inconstante; nuestros pensamientos a cada paso dejan de ser los vuestros, y por una nonada contradigo el Evangelio; nuestro corrompido corazón te apena a cada instante. Si le amamos es muy poco, y muy presto cesamos de amarle; nuestros afectos se encaminan a otra parte. Sin embargo Él se ha declarado amigo de la pobre criatura humana, aunque sea pecadora. “No he venido a buscar a los justos sino a los pecadores;” por ellos bajó del cielo, por ellos murió y fue traspasado su sacratísimo corazón en el Calvario.
   No nos resta más que decir continuamente: oh alma mía, tú puedes, si quieres ser amiga de Dios, pues no es un Dios altivo que rehúse rebajarse, no es un Dios limitado en sus afectos, no es un Dios ausente y lejano, no es un Dios que desprecie el arrepentimiento: al contrario busca a los pequeñuelos, tiene corazón para todos, se adelanta a los culpables, y a cada paso tropezamos con Él en nuestro camino: “SE anticipa a aquellos que la codician, poniéndoseles delante: quien madrugare en busca de ella no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada a la misma puerta...ella misma va por todas partes, buscando a los que son dignos de poseerla, y por los caminos se les presenta con agrado, y en todas ocasiones y sentada la tienen al lado.”(Sab, VI, 13., 15)
San Juan Crisóstomo dice que si alguien dice no entender las palabras de Dios no es que le falte inteligencia, sino amor. Amar la Sabiduría es tenerla ya. Esta maravillosa revelación que Dios nos hace por medio del sabio, se confirma y demuestra intensamente a través de la divina Escritura. El que desea la sabiduría ya la tiene, pues si la desea  es porque el Espíritu Santo ha obrado en él para quitarle el miedo a la sabiduría, ese sentimiento monstruoso de desconfianza que nos hace temer la santidad y aun huir de ella como si la sabiduría no fuese nuestra felicidad sino nuestra desdicha. Veamos, pues, claramente: si yo no creo que esto es un bien ¿Cómo voy a desearlo? Por consiguiente, si lo deseo, ya he descubierto que ello es un bien deseable y ya me ha librado de aquel miedo que es la obra maestra del diablo y del cual nadie puede librarme sino el Espíritu Santo, que es el Espíritu de nuestro Salvador, y entonces ya soy sabio, puesto que deseo lo que hay que desear. Y ahora viene la segunda confirmación de esta maravilla: desear la sabiduría es tenerla porque ella está deseando darse, es decir, que se da a todos los que la desean. El que sale a buscarla cuando ella ya estaba a la puerta de su alma esperándola. Y Santiago nos enseña que todo el que necesita sabiduría no tiene más que pedirla a Dios que la da (Sant. 1.5). la sabiduría personificada es Nuestro Señor Jesucristo que se nos muestra con especial atracción en su Sacratísimo Corazón que, al abrirlo, dejo escapar su infinita bondad la cual  se derramo, se difunde y penetra hasta lo más profundo de nuestras almas solo quiere que queramos nos inunde y nos envuelva en su infinita caridad y se nos acerca con aquellas palabras que le dijo a la samaritana: “Si conocieras el don, y quien es el que te dice” apliquemos hoy más que nunca nuestro espíritu a conocer este don divino encerrado en el Corazón de Nuestro divino Salvador para gozar de esa fuente inagotable de agua salvífica.