domingo, 11 de mayo de 2014

EL SANTO ABANDONO (continuación)





Continuación  El Santo Abandono

“… Un día Nuestro Señor muestra a Gemma Galgani sus cinco llagas abiertas, y le dice: “Mira, hija mía, y aprende a amar. ¿Ves esta cruz, estas espinas y estos clavos, estas carnes lívidas y estas heridas y llagas? Todo es obra del amor y de un amor infinito. Hasta este punto te he amado. ¿Quieres tú amarme de verdad? Aprende ante todo a sufrir, es el sufrimiento quien enseña a  amar”.

   Esta vista del Redentor cubierto de llagas y bañado en sangre, encendió en el corazón de la sierva de Dios el sentimiento del amor hasta el sacrificio, el vivo deseo de sufrir algo por Aquel que tanto sufrió por ella.

   Se despojó de todas sus joyas: “Las únicas joyas que embellecen a la esposa de un Rey crucificado son las espinas y la cruz”.  Desea sufrir para parecerse a su Amado: “Quiero sufrir con Jesús, exclama, quiero ser semejante a Jesús, sufrir mientras viviere”. Su ángel de la guarda le presenta a su elección una corona de espinas o una de azucenas: “Quiero la de Jesús, sólo ella me agrada”, responde; en seguida, con amorosa impaciencia toma la corona de espinas, la cubre de besos y la estrecha contra  su corazón. “No quiero las consolaciones de Jesús; Jesús es el hombre de dolores, quiero ser también la hija de los dolores”. Durante una prolongada tribulación dijo a Nuestro Señor: “¡Con Vos, sienta bien el sufrir!”.

   Quéjase a Gemma Galgani de la malicia, ingratitud e indiferencia general. Los pecadores se obstinan en el mal, los tibios no se hacen violencia, los afligidos caen en el abatimiento. Se le deja casi solo en las iglesias y su Corazón está de continuo rebosante de tristezas. Necesita una expiación inmensa, principalmente por los pecados y sacrilegios con que se ve ultrajado por las almas escogidas entre mil.

   A un alma que se sienta prendada del amor de Dios, nada la lleva tanto al abandono como el ejemplo de su amado Maestro.

   Si pudiéramos seguir la vida de Nuestro Señor Jesucristo hasta en sus mismos actos, hallaríamos por todas partes el amor, la confianza, la docilidad, el abandono infantil de un niño.


Dice San Francisco de Sales: “Ved al pobre Niño en la cueva, que recibe la pobreza, la desnudez, la compañía de los animales, todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo cuanto permite su Padre le venga. Recibe los servicios de San José, las adoraciones de los reyes y de los pastores, y todo con la misma igualdad de ánimo. Así nada debemos nosotros desear ni nada rehusar, sino sufrir y recibir con igualdad de ánimo todo lo que la Providencia permita que nos suceda”.
   “Si se hubiera preguntado al dulce Niño Jesús llevado en brazos de su Madre, a dónde iba, ¿no hubiera tenido razón en responder: Yo no voy, es mi Madre la que va por mí?, y a quien le hubiera preguntado: Pero al menos, ¿no vais Vos con vuestra Madre?, hubiera podido con razón decirle: No;  yo no voy en manera alguna, o si voy allí donde mi Madre me lleva, no es por mis propios pasos, es por los pasos de mi Madre que voy. A la manera que mi Madre va por mí, así Ella quiere por mí y yo la dejo igualmente el cuidado de ir como el de querer.  Su voluntad basta para Ella y para mí, sin que yo tenga querer alguno en lo tocante a ir o venir;  no me importa si camina aprisa o despacio, si va por ésta o la otra parte; no me opongo a su deseo de ir acá o allá y me contento con estar siempre en sus brazos y mantenerme bien unido a su amante cuello”.

   Este continuo abandono de Niño pequeño se ha dignado Nuestro Señor extenderlo a toda suerte de penas y pruebas, pues fue “afligido en su vida civil, condenado como un criminal de lesa majestad divina y humana y atormentado con extraordinaria ignominia; en su vida natural, muriendo entre los más crueles y sensibles tormentos que se pueden imaginar; en su vida espiritual, sufriendo tristezas, temores, espantos, angustias, abandonos y aflicciones interiores, que jamás encontrarán semejante”; y todo con entera y sumisa voluntad.

   De esta suerte nos da ejemplo para que aceptemos con corazón magnánimo y sin rechazarlas jamás esas mil pruebas del orden natural o espiritual de las cuales hablaremos después.