Era la última
Pascua que Jesús pasaría con sus discípulos en Jerusalén. El jueves santo Jesús
se trasladó de Betania a Jerusalén; por el camino sus discípulos le preguntaron
dónde le gustaría que dispusieran lo necesario para la cena, Jesús les dio las
instrucciones pertinentes y ellos se adelantaron para cumplirlas. Los últimos
rayos del sol iluminaban el cielo azul
de aquella región dándole un color rojizo, varias parvadas de pájaros surcaban
el cielo buscando refugio pues la noche se acercaba. Una de esas bandadas cruzó
el camino por donde iba Jesús con sus discípulos; a uno de ellos, de color café
oscuro se le conmovió el corazón de compasión al mirar a Jesús tranquilo,
sereno, pero con una profunda tristeza. Detuvo su vuelo posándose en uno de los
tantos arbustos que rodeaban el camino; uno de sus compañeros, al ver cómo se
separaba de ellos, lo siguió hasta donde estaba.
--- ¿Por qué te has apartado de nosotros? Pronto caerá
la noche, el contestó:
--- He detenido mi vuelo porque ese hombre de blanco
llamó poderosamente mi atención.
--- No sé qué
miras en él; además, de ellos debemos cuidarnos, como lo sabes.
--- Lo sé; pero Él es muy diferente a todos, es incapaz
de hacernos daño o desearnos mal alguno.
--- ¿Por qué estás tan seguro?
--- Su rostro sereno y apacible refleja una gran bondad;
sin embargo percibo en él un gran dolor y una profunda tristeza que oprime su
bondadosísimo corazón; quisiera saber la causa y no pienso dejarlo solo.
--- Bueno haz como quieras. Y sin reflexionar en todo
cuanto le dijo su compañero emprendió el vuelo. En ese momento Jesús pasó cerca
de él, le miró y agradeció su gesto de compasión; él se estremeció
profundamente ante su dulce y serena
mirada. Desde ese momento quedó más íntimamente unido a Él, le siguió; pero lo
perdió de vista cuando entró al cenáculo con sus discípulos. Volando de un lado
a otro, con suma inquietud le buscaba hasta que por fin lo vio en la primera
planta de la casa; se acercó a una de las ventanas del cenáculo y pacientemente
esperó.
La disposición del cenáculo era al estilo romano, es
decir, en el centro estaba una mesa baja y en tres de sus lados unos lechos a
modo de divanes casi al ras del suelo quedando un lado vacío para el servicio.
La voz de Jesús llegaba claramente a los oídos del pájaro; con sus ojitos muy
abiertos seguía cada uno de sus movimientos. Veía cómo, conforme pasaban los
minutos, la aflicción poco a poco anegaba cada vez más su santísimo corazón
sumergiéndolo en un mar sin fondo de amargura. Con palabras y gestos buscaba
quien entre sus discípulos lo consolara pero ellos también estaban tristes y
soñolientos; esta incomprensión aumentaba su amargura. La pobre avecilla nada
podía hacer para consolarlo, con todo se decía a si mismo:
----Quisiera ser
uno de ellos para derramar, en su afligido corazón, algunas palabras
alentadoras.
Presenció el lavatorio de los pies, la traición de
Judas, la institución de la Santa Eucaristía y las sentidísimas palabras de su
último sermón. Después se dirigió al Huerto de los Olivos. Salieron de la
ciudad y bajaron por el valle hondo y sombrío; en lo más profundo de él pasaba
un arroyo llamado Torrente Cedrón. Del otro lado de este arroyo, en la falda
del monte de los olivos, se hallaba el huerto de Getsemaní o Huerto de los
Olivos a donde Jesús solía ir con mucha
frecuencia por ser un lugar solitario y apartado. Una vez ahí dejó a sus
discípulos y se retiro a orar. El pájaro buscó un lugar cercano para mirar
todo. Desde ese allí vio cómo se apoderó de Jesús un gran temor, un gran
desaliento y una inmensa tristeza. Tanto el temor como el desaliento y la
tristeza oprimían su corazón causándole una congoja mortal. El pájaro, muy
preocupado y sumamente consternado, veía cómo sufría sin poder mitigar un poco
su dolor.
Jesús se arrodilló en el suelo desnudo orando unos
instantes. Luego se levanto y fue hacia sus discípulos a quienes hallo
dormidos. Volvió al mismo sitio orando de nuevo, por segunda vez interrumpió su
oración y se dirigió de nuevo a sus discípulos encontrándolos dormidos con
sentidas palabras, les reprochó su actitud:
---- Pedro ¿No pudiste velar una hora conmigo? Velad y
orad para que no entréis en tentación, porque el espíritu está pronto pero la
carne es flaca.
Después retornó al lugar, elevando por tercera vez su
plegaria, más larga y fervorosa que las anteriores. Fue tan intensa que, por
los poros de su santísimo cuerpo, sudó sangre que corría hasta el suelo
mojándolo con ella. Los ojitos del pequeño pájaro se llenaron de lágrimas y su
corazoncito se estremeció al mirar la sangre de Jesús y con voz entrecortada
preguntó:
---- Señor ¿cuáles son las causas de semejante dolor?
Jesús, con una gran mansedumbre, contestó:
---- ¡Oh, pequeña y compasiva criatura! Son muchas las
causas de mi inmenso dolor; pero te diré algunas: es tan grande mi amor por mi
Padre Eterno que mi gran deseo es que también los hombres lo amen. Mas, por
desgracia, son muy pocos los que lo aman y muchos los que lo odian y le
ofenden. ¡Si se dieran cuenta de su gran bondad y paternidad ciertamente no le
ofenderían tanto y le amarían mucho! Pero no se dan cuenta y por eso siento un
entrañable dolor al verlo relegado, olvidado e incluso ofendido. Mi Padre y Yo
creamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y él, como agradecimiento, se
enemistó con nosotros y eso me duele mucho porque no sabe el gran mal que a sí
mismo se ha hecho al no tener, para siempre, mi gloriosa visita y compañía. No
soporté verle enemistado y condenado para siempre y, compadeciéndome de su
infortunio, tomé sobre Mí todos sus pecados para satisfacer la Justicia de mi Padre y pagar la deuda que
él hombre había contraído y, no sólo salí fiador de los pecados ajenos, sino
que los he tomado como propios. Mi congoja crece aún más al ver su ingratitud y
su pésima correspondencia a mi amor; pero no todos serán ingratos algunos para
conseguir el fruto de la redención, sufrirán mucho pues veo sus tentaciones,
luchas, ayunos, vigilias, penitencias, cansancios, trabajos, persecuciones,
deshonras, dolores y martirios. Todo lo siento como mío. Ahora entiendes parte
de mi tristeza, pavor.
--- Sí, amado Señor mío.
El Padre Eterno escuchó, con solicitud paternal, la
suplica de su amado Hijo y, si bien no apartó el cáliz de dolor, sí le consoló
enviándole un Ángel quien lo reconfortó y lo animó. Al terminar su oración se
retiró del huerto.
El pajarito bajó al lugar donde Jesús derramó su
preciocísima sangre; inclinó su cabecita en señal de adoración y, con su pico,
revolvió esa tierra impregnada de sangre. Sus ojitos estaban cargados de sueño
y cansado, dobló sus patitas quedándose dormido en ese bendito lugar donde se
realizó la segunda efusión de sangre del Salvador. Al amanecer emprendió el
vuelo en busca de Jesús. Se dirigió a la casa de Caifás, pero no estaba ahí;
fue al templo y no lo encontró; cansado y triste preguntó a uno de sus
compañeros:
--- ¿No has visto a un hombre de tés trigueña vestido
con una túnica blanca?
---- He visto muchos hombres gritando como locos en la
casa del procurador y nunca he tenido tanto miedo como el de esta mañana.
Presiento que algo muy grave va a suceder: ¡No pensarás ir a ese lugar! Bien
sabes que en todo momento debemos temer al hombre porque, sin Dios, es malo y
perverso, siempre nos espía para matarnos o nos pone trampas para atraparnos y
vendernos. Y en este día los veo como endemoniados.
--- No me interesa eso; quiero encontrar a Jesús de
quien me consta que es bueno e inocente. Además, es mi Dios y creador.
--- ¿Y cómo lo sabes?
--- Ayer por la noche, mientras oraba allá en el huerto
de los olivos, escuché que lo llamaba "Padre mío" a Dios con una
confianza filial poco común entre los hombres cuando se dirigen a Dios y vi
cómo un ángel bajó del cielo para consolarlo. Ahí supe que Él es el Hijo de
Dios.
Su compañero movió la cabecita como dudando de la
veracidad de sus palabras.
--- Por lo visto no me crees.
--- La mera verdad no, quizá no pasaste muy bien la
noche; por qué no descansas un poco.
--- No me importa que no me creas; gracias por tu
información.
Se dirigió sin demora al palacio de Poncio Pilato. La
gente, reunida en el palacio, vociferaba pidiendo la muerte de Jesús, mas a Él
no se le veía entre ellos.
Las carcajadas y el alboroto provenientes del interior
del palacio le facilitaron la búsqueda. Voló al lugar de donde procedía tal
alboroto, se puso en un rincón seguro por temor a esa chusma que, tan
entretenida en su maldad, no notaron su presencia. Miró unos instantes a Jesús
y con gran indignación exclamó:
--- ¡Pobre, Jesús mío, cómo se han atrevido a poner sus
malvadas manos sobre ti, despojándote de tus vestiduras y exponiendo tu
purísimo cuerpo a las burlas y sarcasmos de esta plebe infame, salvaje y
endemoniada!
Una vez despojado de sus vestiduras lo ataron, con
violencia inaudita, a una columna con la intención de flagelarlo según la orden
del procurador.
La flagelación era uno de los crueles suplicios usados por
los romanos. Los instrumentos utilizados para tan cruel suplicio eran varios:
el Flagelum o látigo que se componía de tres correas de cuero sujetas a un palo
corto; las Virgas que eran varas flexibles de cualquier árbol; los Fustes o
simples correas de cuero y, finalmente, el Flagrum o látigo de correas
guarnecidas de bolitas de plomo, de huesecillos o de puntas de hierro llamadas
escorpiones. De todos, este último era el más inhumano pues penetraba en el
cuerpo de la víctima desgarrándolo.
Amarrado a la columna esperó pacientemente a sus
despiadados verdugos quienes no tardaron en presentarse llevando en sus manos
los instrumentos antes mencionados. El pobre e impotente pajarillo sintió que
un escalofrío recorría su pequeño cuerpo al pensar en el daño que le causarían
a Jesús los verdugos, exclamó:
--- ¡Por caridad, no lo hagan! ¿No les basta con
quitarle sus vestiduras? ¿por qué quieren flagelarlo? ¿qué mal les ha hecho
para que le paguen con este denigrante castigo?
Nadie lo escuchó. Los verdugos iniciaron su ingrato
trabajo golpeando el purísimo cuerpo de Jesús con tal precisión que no
golpearon dos veces en el mismo lugar dejando muy amoratado su santísimo
cuerpo, luego emplearon el Flagelum magullando su purísima humanidad,
finalmente desgarraron su cuerpo con el Flagrum. La sangre corrió hasta el
suelo empapándolo completamente.
La plebe, que lo rodeaba, al ver la sangre de Jesús
pedía a los verdugos prolongaran más tiempo el castigo.
Todo lo soportó Jesús sin la más leve queja o gesto de
dolor y sin pedir clemencia a sus verdugos quienes, asombrados por el silencio
de la víctima inmaculada, se alejaron del lugar sin proferir palabra. El
pájaro, desconcertado ante la actitud callada y sufrida del divino maestro y la
ferocidad de los verdugos, dijo:
--- Si mi Jesús no les pide clemencia yo sí se las
imploro ¡Oh, hombres, tengan compasión de Él! Miren cómo lo han dejado, bien
veo que no hay parte de su cuerpo donde no lo hayan dejado signos de tormento.
¡Oh, mi buen Jesús, eres todo una llaga viviente! ¡Oh, mi Señor, cómo desearía ser hombre para
padecer algo por ti! ¡Oh, Ángeles, vengan en auxilio de nuestro Dios y Señor!
Una voz serena y apacible se escucho en su interior:
--- ¡Oh, compasiva criatura hechura de mis manos,
agradezco mucho tus palabras pero es necesario que padezca estos tormentos
porque así lo pide la Justicia Divina, así lo pide el pecado que cometió el
primer hombre prefiriendo a la criatura que a su Dios; a la vez quiero
demostrarle cuánto lo amo mediante esta flagelación dolorosa y atroz!
Estas palabras la consolaron. Mientras tanto la plebe,
con renovada saña, seguía torturando a Jesús. Ella no soportando por más tiempo
tan inhumano suplicio con sus alas se tapó sus ojitos. Luego se llevaron a
Jesús quedando solo el lugar. El pajarito voló hasta la columna y de ahí hasta
el piso:
--- ¡Cuánta sangre hay en el suelo y cuántos pedacitos
de carne mezclados en ella! Los reuniré en un lugar seguro.
Con su pico y patitas reunió los pedacitos de carne sin
percatarse de que su plumaje se estaba tiñendo de rojo. Una vez terminado su
trabajo, no reparando en su cansancio, se fue directo al Calvario: allá sin
duda lo encontraría. Cuando llegó le estaban clavando la mano izquierda a la
cruz. Un enorme clavo atravesó su mano produciéndole un dolor indescriptible.
Brotó abundante sangre de ella. Como su mano derecha no llegaba al hoyo, con
una cuerda, se la ataron y tiraron sin miramiento de ninguna índole
descoyuntando el brazo hasta que llegó al orificio y otro clavo la atravesó. otro tercer clavo perforó sus pies. Todo lo
sufrió en silencio, sin recriminación alguna y sin maldecir a sus verdugos.
Para humillarlo más lo pusieron en medio de dos ladrones. El pájaro, ante
espectáculo sin igual en la historia de la humanidad, no se quedó quieto como en
las anteriores ocasiones. Llevado por el noble deseo de aligerar en algo los
sufrimientos del Salvador, voló hasta el vértice de la cruz, miro detenidamente a Jesús y, con voz triste
dijo:
--- ¿Con esta muerte tan ignominiosa pagan todo lo que
has hecho por ellos? ¿Qué forma tan extraña y nueva utilizan los hombres para
agradecer? ¡Oh, mi amado Jesús, siento una profunda indignación contra estos
hombres tan ingratos!
--- Avecilla querida, aleja tal indignación, son ciegos
y no saben lo que hacen. Mi corazón compasivo ya ha rogado por ellos ante mi
Padre Eterno para que les perdone este gran pecado. A este tormento atroz me
refería cuando te lo mencione allá donde me flagelaron. Si me apoyo en mis pies
traspasados para mitigar un poco los dolores de mis manos siento un
indescriptible dolor en ellos y si levanto mi cuerpo apoyándolo en mis manos
éstas se me desgarran renovándose centuplicadamente los dolores en todo mi
cuerpo; por más que los hombres se los imaginen nunca tendrán una idea acabada
de estos terribles sufrimientos. He derramado casi toda mi sangre y una sed
espantosa me devora. ¡Oh, criatura mía, a pesar de encontrarme inmerso en este
piélago de grandes sufrimientos quisiera padecerlos aún más intensos para
salvar al mayor número de almas para que no vayan a parar a aquel lugar de
tormentos eternos llamado infierno.
--- Señor mío, con todo permítame aligerar en algo la
pesada carga que injustamente soporta. Sin esperar respuesta, voló a la mano
derecha tratando de sacar con su pico el clavo mientras la sangre de Jesús caía
sobre su plumaje. Cansado y desalentado voló a la otra mano, pero tampoco logró
extraer el clavo y su cuerpo se empapó de sangre. Finalmente, cansado, se paró
cerca de su santísima cabeza. Un escalofrío recorrió su cuerpo al ver cómo la
corona de espinas se hundía en ella. Dejando a un lado su cansancio se dio a la
tarea de sacar algunas espinas, buscó y encontró una manera fácil de extraerlas
sin causarle dolor alguno; tironeó de una y la tiró lejos. retornó al Calvario
para reanudar su tarea; pero Jesús levantando la cabeza pronunció aquellas
memorables palabras:
--- "Todo está consumado; Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu" E inclinando la cabeza expiró.
La naturaleza entera se estremeció manifestando dolor y
luto por la muerte de su creador. Ante aquel fenómeno natural el pajarillo
quiso volar y esconderse pero luego pensó que no encontraría mejor lugar sino
en la cruz de Jesús y se quedo ahí. Cansado y triste por la muerte de su Señor
se durmió. El ruido de unos caballos lo despertó: eran los soldados que,
cumpliendo órdenes del procurador, venían a dar muerte a los ajusticiados y a
quitarlos de ahí antes de que anocheciera. Muy a su pesar se retiró de su amado
refugio. Los soldados cumplieron con su ingrato oficio sin muestras de
compasión alguna. Rompieron las piernas del primero, quien lanzo ayes de dolor;
luego lo hicieron con el buen ladrón, quien suspiró profundamente y expiró. Uno
de ellos miró atentamente a Jesús y, al comprobar que estaba ya muerto, con su
lanza asestó un golpe fuerte y seco al
costado derecho del pecho del Salvador.
--- Pobre Señor, se decía el pajarillo, aun después de
muerto lo siguen ultrajando. Mas ¿para quién es esta afrenta dolorosa? No
ciertamente para Él, pues ya está muerto; sino para su santísima Madre. ¡Oh
miserable hombre traspasaste dos corazones intrínsecamente unidos, el del Hijo
y el de la Madre; agregaste a los dolores de su Madre otro dolor no menor a los
que padeció durante la pasión de su Hijo sintiendo ese golpe hasta la última
fibra de su maternal corazón. ¡No sufrió el Hijo, pero esta fue la gota que
derramó el cáliz de amargura de la madre! ¡Oh, María, perdónelos como su Hijo
los perdonó antes de morir pues no saben lo que hacen!
Estas y otras reflexiones inundaban el corazón de la
avecilla, cuando vio cómo tres hombres, con suma delicadeza, bajaban el cuerpo
de Jesús de la cruz depositándolo en el regazo de su madre anegada en lágrimas,
quien a pesar de su inmenso dolor, no perdía su compostura y dignidad; su
rostro reflejaba una paz y tranquilidad en medio de ese mar de amargura en el
que se encontraba inmersa. Las disposiciones de su bendita alma no pasaron
inadvertidas por la avecilla y no aguantando se acercó a ella y con sus trinos
lastimeros, a su modo, le daba su más sentido pésame por la muerte de su
amadísimo Hijo. La Virgen santísima le dijo:
¡Oh, avecilla del campo, mira cómo han dejado a mi
Jesús! Este es aquel niño que en mi seno virginal concebí, tiernamente alimenté
y otras tantas lo recliné en mi pecho. Ahora mira cómo han dejado su santísimo
cuerpo desgarrado por los azotes, amoratado por los golpes, agujereados sus
pies y manos por los clavos y esa corona cómo hundió sus espinas en su cabeza.
Calla la madre adolorida inclinando su bello y sereno
rostro sobre el cuerpo exánime de su Hijo. La avecilla reanuda su lúgubre trino
como diciendo: ¿Qué lengua podrá describir o qué entendimiento podrá comprender
la profundidad de su dolor? Porque si bien su Hijo padeció para satisfacer a la
justicia divina y por compasión al hombre, también lo hizo por su santísima
madre y compasión mayor tuvo por el hombre al dejársela como madre.
La
santísima Virgen María tocó la cabecita de la avecilla en señal de profunda
gratitud dándole permiso para retirarse del lugar. Ella voló inmediatamente a
una de las tantas fuentes con el fin de quitarse la sangre que tenía del
Salvador, se zambulló por unos minutos, pero grande fue su sorpresa al
comprobar que todo su plumaje hasta la cabecita, excluyendo el copete, se tiñó
de rojo oscuro semejando una gotita de sangre y su copetito quedó de color
negro.
Ahora sabes por qué la avecilla es de color rojo oscuro.
Cuando alguna vez la veas acuérdate de la pasión de nuestro Señor y dale gracias a Él por la misericordia que
manifestó al dar su vida por nosotros.
FIN DEL CUENTO GOTITA DE SANGRE.