EL SANTO ABANDONO (continuación)
Continuación
del Libro El Santo Abandono
La Providencia
sacude recios golpes y la naturaleza se lamenta. Hierven nuestras pasiones, el
orgullo nos reduce, nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente heridos por el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un
miembro gangrenado.
Estamos persuadidos de que no hay para nosotros remedio
sino en la amputación, mas no tenemos valor para hacerla con nuestras propias
manos. Dios, cuyo amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este
doloroso servicio. En consecuencia nos enviará contradicciones imprevistas,
abandonos, desprecios, humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una
enfermedad que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los que liga y
aprieta el miembro gangrenado, le hiere
la parte más conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar a lo
vivo.
La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha, porque este duro
tratamiento es la curación, es la vida. Estos males que de fuera nos llegan,
son enviados para abatir lo que se subleva dentro, para poner límites a nuestra
libertad que se extravía y freno a nuestras pasiones que se desbocan. He aquí
por qué permite Dios se levanten por todas partes obstáculos a nuestros
designios, por qué nuestros trabajos tendrán tantas espinas, por qué no
gozaremos jamás de la tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán con
frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene la naturaleza
tantas enfermedades; los negocios, tantos sinsabores; los hombres, injusticias,
y su carácter, tantas y tan inoportunas desigualdades. A derecha e izquierda
somos acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra voluntad,
que es demasiado libre, así probada,
estrechada y fatigada por todas partes, se despoje al fin de sí misma y no
busque sino la sola voluntad de Dios. Mas ella se resiste a morir, y esta es
una de las causas de los disgustos.
La Providencia
emplea a veces medios desconcertantes. “Dios comienza por reducir a la nada a
los que encarga alguna empresa”. Mas adoremos la divina Sabiduría que ha
combinado perfectamente todas las cosas, estemos bien persuadidos de que los
mismos obstáculos le servirán de medios y que llegará siempre a sacar de los males
que permite el invariable bien que se propone, es decir, los progresos de la
Iglesia y de las almas para la gloria de su Padre.
En consecuencia, si
consideramos las cosas a la luz de Dios, llegaremos a la conclusión de que
muchas veces los males en este mundo no son
males, los bienes no son bienes, hay desgracias que son golpes de la
Providencia y éxitos que son un castigo.
Citemos algunos
ejemplos entre mil, para poner estas verdades en todo su esplendor. Dios se
compromete a hacer de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las
naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo de las
promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente que no: mas quiere probar
la fe de su servidor y a su tiempo detendrá el brazo. Se propone someter a José
la tierra de los faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de sus
hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna, conducido a Egipto,
vendido como esclavo, después pasa en la cárcel años enteros, todo parece
perdido, y, sin embargo, por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus
gloriosos destinos. Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su pueblo del yugo de los medianitas, improvisa soldados
que apenas serán uno contra cuatro. En lugar de aumentar su número, el Señor
despide a la mayor parte, no conservando sino trescientos y, armándolos de
trompetas, de lámparas, con cántaros de barro, les conduce, ¿a dónde, diremos,
a la batalla o al matadero? Y con este inverosímil ejército es con el que
asegura a su pueblo una sorprendente y segura victoria.
Después de las
ovaciones de los ramos, Nuestro Señor es traicionado, prendido, abandonado,
negado, juzgado, condenado, abofeteado, azotado, crucificado y pierde su
reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la herencia de las
naciones? Triunfa el infierno y todo parece perdido, no obstante, por ahí mismo
nos viene la salvación. Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo que es
débil. Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la conquista
del mundo; nada son, pero Él está con ellos. Deja a la persecución campear durante tres siglos, y, según su
palabra profética, aquélla apenas ha de cesar; renueva a la Iglesia en lugar de
destruirla y la sangre de los mártires es aún hoy día semilla de cristianos. Los reyes y los
pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo, que es, sin embargo, su
verdadero apoyo, mas llegado el momento que Él ha escogido, el “Hijo del
carpintero, el Galileo”, siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en
una ataúd y los citará a su tribunal. Mientras
la tierra se agita en un sin fin de revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta,
indestructible y luminosa sobre las ruinas de los tronos y de las nacionalidades.
Quédanle medios
propios suyos, medios inverosímiles, que Dios escogerá para salvar a un pueblo,
conmover las muchedumbres, instituir familias religiosas. Hubo un tiempo en
que daba pena el reino de Francia; para arrancarlo de una pérdida total e
inminente, Dios va a suscitar no poderosas armas, sino una inocente niña, una
pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil instrumento libra a Orleáns y
conduce triunfalmente al Rey a Reims para ser consagrado. Conmueve países
enteros a la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote rural, y a excepción
de la santidad, hombre de menguado valer.
Abrumado por el
peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y abdica
al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en forma
del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión.
¿No es así cómo día
tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja claros en
nuestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos; abundan las
penas interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se multiplican por
dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y
hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre
amante y tierno, pero infinitamente más sabio que nosotros, no escucha nuestras
súplicas si las halla en desacuerdo con
nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre la cruz y
ayudarnos a morir más por completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una
nueva savia de fe, de amor, de abandono; de verdadera santidad.
Continuará..