«Dejar hacer a Dios», es una expresión muy en boga en la
actualidad. Es una parte verdadera, mas no ha de tomarse a
la letra, so pena de abrir la puerta al semiquietismo. Al
exponer la noción del Santo Abandono, hemos mostrado con
profusión de detalle que no excluye ni la previsión ni los
esfuerzos personales; no es, pues, un puro «dejar hacer a
Dios». Esto que es verdadero en el camino ordinario, lo es no
menos en el místico. El uno es activo, y pasivo el otro; la
acción divina será, pues, diferente; con todo, la fórmula «dejar
hacer a Dios» no responde a todos nuestros deberes, ni en
uno, ni en otro.
En la vía ordinaria la acción divina adáptase a nuestros
procedimientos naturales, déjanos la libre elección y dirección
de nuestras acciones, y se pone, por decirlo así, a nuestro
servicio, ¡que tan maravillosa es la condescendencia de
nuestro Padre celestial! No hablemos, por de pronto, sino de
la oración y tomemos como ejemplo la meditación. Como se
trata de ejecutar una obra sobrenatural, es de toda necesidad
que la gracia nos prevenga y ayude; ella ha de presidir todas
nuestras acciones, y ninguna se hará sin su intervención.
Déjanos, empero, determinar libremente el tiempo, el lugar, la
manera y materia de nuestra oración; asimismo nos permite
conducirla a nuestro gusto, es decir, que podemos según nos
plazca, elegir nuestras consideraciones y nuestros afectos,
asignarles su lugar, la extensión, la variedad que queramos,
fijar nuestras resoluciones conforme a nuestras preferencias.
Dios trabaja en nosotros y con nosotros, mas se acomoda a
nuestro modo humano de obrar, y permanece oculto. Es
verdad que dispondrá de nosotros según su beneplácito, y
como consecuencia estaremos en la sequedad o en la
consolación, en la calma o en el combate, en la paz o en las
penas interiores. Aquí tiene lugar el «dejar hacer a Dios», quedando empero un campo dilatado a nuestra libre actividad.
Muy otras son las condiciones al tratarse de las vías
místicas. Tomemos como ejemplo la quietud. Dios, al obrar
mediante los dones del Espíritu Santo, no se oculta tanto, y
por lo regular hace sentir su presencia y su acción. Interviene
conforme a su beneplácito, en el coro, en la lectura, en el
trabajo, en el tiempo y lugar que juzga oportuno, y no siempre
cuando nosotros le esperamos. No se acomoda ya a nuestros
procedimientos naturales, y en cierto modo nos impone los
suyos. Toma, cuando le place, la iniciativa y dirección de
nuestra oración; liga la imaginación, la memoria y el
entendimiento para impedir las dilatadas consideraciones, los
afectos metódicos y discursivos, variados y complicados, para
llevarlos poco a poco a una sencilla atención amorosa.
Produce El mismo la luz y el amor, y los derrama a torrentes,
como con medida, o gota a gota; los refuerza y los disminuye
a su arbitrio. Propone a su consideración sus divinos atributos,
la Pasión, la infancia de Nuestro Señor u otra materia que a El
le place. Provoca en nosotros un silencio admirativo,
transportes amorosos, suaves coloquios, o bien nos reduce a
la penosa aridez de un desierto sin fin. No está en nuestro
poder hacerle reforzar o modificar su acción, retenerle o
hacerle volver contra su voluntad cuando El se quiere retirar.
Es el dueño y bien a las claras lo demuestra, mas su
intervención será siempre la obra de su amor misericordioso y
de su exquisita sabiduría.
A pesar de esto nos deja, en general, la facilidad de hacer
nuestras lecturas piadosas, y aun de hallar abundantes
consideraciones para servicio de nuestros hermanos. Si se
exceptúa la impotencia para meditar que puede llegar a ser
total, la influencia mística no liga aquí enteramente las
potencias. Podemos siempre recibirla o rechazarla, aceptar el
asunto de la oración que ella nos ofrece o tomar otro,
atenernos a los actos que nos brinda, o añadir a ellos cuanto
queramos, como afectos, peticiones, etcétera. En una palabra,
es la quietud una mezcla de pasivo y de activo, o, como dice
Santa Teresa, «lo natural se encuentra allí mezclado a lo
sobrenatural»; y por lo mismo tendrán cabida
simultáneamente el «dejar hacer a Dios» y nuestra actividad personal.
La pasividad será mucho más acentuada en la unión plena
y el éxtasis. En la primera no hay apenas trabajo alguno, y
ninguno en el segundo, cuando están en su punto culminante.
Mas cuando se ha llegado a esta edad de la vida espiritual, la
oración está muy lejos de lograr siempre este máximum de
intensidad; por otra parte, crece y disminuye durante un
mismo ejercicio, y permanecerá, pues, la mayor parte del
tiempo en la simple quietud o en las purificaciones pasivas. En
suma, es muy raro que la contemplación sea completamente
pasiva, y en consecuencia, siempre habrá lugar para el «dejar
hacer a Dios», y muy comúnmente para nuestra actividad
personal con su más y su menos. Siendo empero la acción
divina la principal, es preciso que la nuestra le esté
subordinada, que se armonice y refunda en ella.
Este «dejar hacer a Dios», inútil creo decirlo, no es el
estado pasivo de un campo que recibe con la misma
indiferencia el rocío del cielo o los rayos del sol. Es la actitud
de un alma inteligente y libre que, apreciando el beneplácito
divino, se presenta toda entera para recibirlo y no perder nada
de él. No se limita a dar su consentimiento, a no oponer
resistencia, a no hacer nada que sea un obstáculo; presenta
su espíritu, su corazón, su voluntad para entregarse toda a la
gracia. En consecuencia, por todo el tiempo que se haga
sentir la influencia mística, vela el alma para rechazar las
distracciones y, si está en su mano, las ocupaciones
incompatibles con la oración; evita el buscar y aun aceptar
largas consideraciones, afectos variados y complicados: cosas
todas más a propósito para ahogar esta pequeña llama que
para avivarla. Recibe, sin embargo, la acción divina con
reverencia y sumisión, con reconocimiento y confianza, y a
ella se adapta de la manera que puede. La acepta tal como le
es ofrecida, débil o fuerte, silenciosa o suplicante sin buscar
otra materia. Si en lo que recibe cree encontrar ocupación
suficiente, limitase a contemplar a Dios en un silencio
amoroso, o a excitar piadosos afectos, en conformidad con el
movimiento de la gracia. Si esta ocupación es escasa, trata de
reforzarla con algunos piadosos afectos, conforme a la acción
divina. En una palabra, pónese con una amorosa reverencia a disposición de la gracia. Cuando ha dejado de hacerse sentir
la influencia mística, el alma se entrega a la oración por
determinación propia conforme a sus deseos, por los
procedimientos que le han dado mejor resultado. Suple
entonces lo que no pudo hacer en la oración pasiva, y se
aplica a las piadosas lecturas, y produce los afectos y
peticiones que convienen. Insistía mucho sobre este punto
San Francisco de Sales en la dirección que daba a Santa
Juana de Chantal y a sus hijas. Después de la oración,
aplicase el alma a hacerle producir todos sus frutos y a
mantenerse, mediante la mortificación interior, en el fervor y la
pureza que la dispongan a nuevas gracias, si a Dios place
concedérselas.
Cuando la sumerge una y otra vez hasta la saciedad en las
purificaciones pasivas, parécela a esta pobre alma hallarse
abandonada del cielo, pero nada está perdido sino para el
hombre viejo. El alma está en manos de Dios, ¿a qué fin
resistir? El es todopoderoso y el mejor medio de abreviar la
prueba es someterse sin queja y sin recriminaciones ni
inquietudes. Lejos de mantenernos puramente pasivos,
confiemos en Dios, nuestro mejor Amigo, nuestro Padre
infinitamente sabio y bueno; démosle, mientras quiera,
nuestras manos y nuestros pies y dejémosle crucificarnos a su
placer. No huyamos de El cuando la oración se nos vuelve
enojosa, sino que vayamos a ella como de costumbre y
cumplamos con ánimo nuestro deber. No pongamos causa
alguna voluntaria de sequedad, y tengamos delante de Dios
una actitud humilde, arrepentida, sumisa y llena de confianza,
de suerte que este doloroso estado produzca realmente en
nosotros cuanto puede producir en humildad, renuncia y santo
abandono, y de este modo habremos hecho negocio de gran
ganancia.
Tal es la conducta que Santa Juana de Chantal observaba
y hacia seguir a sus hijas. «En estado pasivo no dejaba de
obrar en los momentos en que Dios le retiraba su operación o
la excitaba a ello; sus actos, empero, eran siempre cortos,
humildes y amorosos.» «Si, hija mía, decía ella, cuando Dios
lo quiere y me lo manifiesta por el movimiento de la gracia,
hago algunos actos interiores, o pronuncio algunas palabras exteriores, sobre todo cuando he de rechazar las tentaciones.
Dios no permite sea tan temeraria que presuma no tener
jamás necesidad de hacer acto alguno, y creo que los que
dicen que nunca los hacen no lo entienden. Creo que también
nuestra hermana Ana María Rosset los hace sin darse cuenta;
por lo menos yo se los hago hacer exteriores.» Cuidaba, pues,
la santa, añade su historiador, «de no hacer nada sino por
impulso de la gracia, a la cual vivía por completo sumisa y
obediente, ora la invitase Dios a obrar, ora la dejase como
abandonada a sí misma, retirándola su operación». Pasaba
así de un estado a otro, alternativamente activo o pasivo, a
gusto de Dios: notable vicisitud en la vida de esta gran santa,
y que tendía, dice Bossuet, «a hacerla difícil bajo la mano de
Dios y a hacer que no cesase de acomodarse al estado en
que la ponía, de donde resultaban las virtudes, las sumisiones
y resignaciones admirables que se destacan en su vida».
«Este extraordinario estado que la Santa sólo al principio
había experimentado en la oración, no tardó en saborearlo en
la Santa Misa, la Comunión, durante el oficio divino, y con
frecuencia durante todo el curso del día. No era ello a veces
sino un relámpago durante el cual permanecía en silencio
cerrados los ojos, unida a Dios por una simple mirada. Otras
veces se prolongaba este estado horas enteras, mas sin
hacerle perder su libertad de espíritu, ni su libertad de acción.»
Esta última reflexión nos lleva a decir que del mismo modo
que pueden las almas ser movidas por influjo divino en la
oración, pueden serlo también en la acción. Hemos hablado
largamente de la oración, porque, a nuestro juicio, allí es sobre
todo donde se ejerce la influencia mística, y lo que hemos
dicho hará conocer mejor lo que será esta influencia y cómo
hemos de corresponder a ella, cuando se deja sentir en otra
parte.
En el camino ordinario, la gracia permanece secreta, hasta
para el mismo que la recibe. Déjanos la iniciativa, la elección
en las cosas libres, la deliberación, la determinación, la
ejecución. En realidad, no hay duda que todo procede del
Espíritu Santo, no siendo posible nada sobrenatural sin que El
nos sugiera el pensamiento y nos ayude a quererlo y a
ejecutarlo. Pero El se oculta y se adapta a nuestros procedimientos naturales, de suerte que todo parece venir de
nuestros esfuerzos. La fe es la que nos enseña que nuestra
voluntad tuvo que ser ayudada con una gracia secreta y
sostenida en determinados momentos por los dones del
Espíritu Santo.
Por el contrario, tanto en la acción mística como en la
oración mística también, déjase sentir la acción de Dios y llega
a ser, por decirlo así, manifiesta. Aquí ya no se limita a seguir
nuestros procedimientos humanos; hállase el alma de repente
iluminada y puesta en movimiento, como por un instinto divino,
una inspiración particular, una moción especial. Por repentina,
por dulce e imperiosa que sea la acción divina, no suprime el
ejercicio del libre albedrío, se la consiente con toda el alma, y
con gusto se reúnen todas las energías para corresponder a
ella. Por eso pudo decir Bossuet: «Tanto más obramos cuanto
somos más empujados, más movidos, más animados del
Espíritu Santo; este acto por el cual nos entregamos a la
acción que El ejecuta en nosotros, nos pone, para así
expresarnos, por completo en acción para Dios.»
Mas bajo otro punto de vista somos tanto menos activos
cuanto nuestro estado es más pasivo, y se siente sin poder
dudarlo que un poder superior ha tomado la iniciativa, ha
hecho la elección del acto, reemplazando la deliberación por
un instinto divino y compelido en seguida a la ejecución.
Cuando un alma es frecuentemente favorecida con estas
influencias místicas, suele decirse que está bajo la dirección
del Espíritu Santo.
¿Puede estarlo siempre y en todas las cosas? San Juan de
la Cruz lo juzga así de la Santísima Virgen, y casi
exclusivamente de Ella: «Elevada -dice- desde el principio a
este altísimo estado -en que es Dios mismo quien dirige las
potencias hacia los actos conformes al querer divino-, no tuvo
jamás la gloriosa Madre de Dios en el espíritu el recuerdo de
criatura alguna capaz de distraerla de Dios y dirigirla en su
modo de obrar. Todos sus movimientos fueron siempre
producidos por el Espíritu Santo... Por más que sea difícil
hallar un alma enteramente conducida por el Señor y
enriquecida con la perpetua unión, durante la cual las
potencias están divinamente ocupadas, sin embargo, hállanse con bastante frecuencia algunas que son movidas por El en
sus acciones y no se mueven por sí mismas.» Bossuet es del
mismo parecer cuando dice: «Estos estados imaginarios de
nuestros falsos místicos, en que las almas son siempre
divinamente movidas por las extraordinarias impresiones de
que hablamos, no son conocidos ni del Padre Juan de la Cruz,
ni de la Madre Santa Teresa. Por mi parte añado que ni los
Ángeles, ni las Catalinas de Sena y de Génova, los Ávilas, los
Alcántaras, ni otras almas de la más pura y alta
contemplación, jamás han creído ser siempre pasivos, sino a
intervalos; y con frecuencia dejados a si mismos han obrado
de la manera ordinaria. Otro tanto se manifestaba en la Madre
Chantal, una de las personas más experimentadas en esta
vía.» ¿Hay o hubo algún corto número de almas escogidas
movidas por Dios de esta manera a cada instante? Bossuet
«deja la resolución al juicio de Dios y, sin reconocer la
existencia de estados semejantes, tan sólo dice que, en la
práctica, nada hay tan peligroso ni tan sujeto a ilusión como
guiar las almas cual si éstas hubiesen llegado a ellos, y que en
todo caso la perfección del cristianismo no consiste en estas
prevenciones.»
A propósito de estos estados pasivos señala Bossuet dos
extremos opuestos: el de los quietistas, que hacen a esta
pasividad perpetua, muy común y necesaria al menos para la
perfección, y el que consiste en tomar por ilusiones
sospechosas todos «estos estados en los que almas
escogidas reciben pasivamente impresiones divinas tan altas y
tan desconocidas, que apenas podemos darnos cuenta de su
admirable simplicidad».
En consecuencia, por todo el tiempo que sintamos en
nosotros la acción de Dios, la hemos de seguir con docilidad
llena de confianza; cuando aquélla cesa es preciso tornar a los
medios ordinarios de huir del pecado, de practicar la virtud, de
cumplir los deberes diarios. Y, como el camino nos está ya
claramente indicado y la gracia jamás falta a la oración y
fidelidad, no hay para qué esperar que Dios nos declare de
nuevo su voluntad o nos impela a la acción por una moción
especial. O mejor aún, «no es permitido que un cristiano, dice
Bossuet- bajo pretexto de oración pasiva u otra extraordinaria, espere en la dirección de la vida, así en lo que mira a lo
espiritual como a lo temporal, que nos determine a cada
acción por vía e inspiración particular; al contrario, induce a
tentar a Dios, a la ilusión y a la negligencia».
Mas, en estas materias tan delicadas, hay que temer las
ilusiones. Se ha de someter nuestra vida mística a un examen
serio, según las reglas del discernimiento de los espíritus. Si
de ellas resulta una más perfecta observancia de nuestros
votos y nuestras Reglas, obediencia a nuestros superiores,
vivir en paz con nuestros hermanos, combatir las tentaciones,
santificar las pruebas, no se puede sospechar ni de su origen
ni del uso que de ellas se hace. Aun en este caso, es
necesario imitar a Santa Teresa: «Lo que con mayor ahínco
deseó siempre fue adquirir las virtudes; y esto mismo es lo
que más dejó encomendado a sus religiosas, acostumbrando
decirles que el alma más humilde y más mortificada sería
también la más espiritual.»
Como es tan difícil ser buen juez en propia causa, será de
todo punto necesario recurrir a un director experimentado. Por
otra parte, ha establecido la Providencia que los hombres
sean gobernados por otros hombres. Nuestro Señor
aparecióse a Saulo y le envió a Ananías. Santa Teresa, Santa
Juana de Chantal, Santa Margarita María tenían el espíritu
muy esclarecido y el juicio muy recto y no dejaban, sin
embargo, de recurrir a su director, o según el caso, a sus
superiores. Hablando Santa Teresa de sí misma, dice «que
jamás reguló su conducta por lo que se le había inspirado en
la oración, y cuando sus confesores la decían que obrase de
otra manera, los obedecía sin la menor repugnancia y les
daba cuenta de cuanto le sucedía... Decíala nuestro Señor
entonces que hacia bien en obedecer, y que El manifestaría la
verdad». Con todo, mostróse irritado contra los que la
impedían hacer oración. De igual modo decía Nuestro Señor a
Santa Margarita María: «En adelante acomodaré mis gracias
al espíritu de la Regla, a la voluntad de tu Superiora, y a tu
debilidad, y ten por sospechoso todo lo que pudiera desviarte
de su exacto cumplimiento. Deseo que la prefieras a todo lo
demás, aun la voluntad de tus superioras a la mía. Cuando
ellas te prohíban lo que yo te hubiera ordenado, déjalas hacer, que yo sabré hallar todos los medios de hacer triunfar mis
designios por caminos opuestos y contrarios... » Mostró en lo
sucesivo los terribles golpes que sabe descargar para echar
por tierra las oposiciones. Porque quiere «que se prueben los
espíritus para ver si son de Dios»; mas, una vez habidas las
suficientes pruebas, no admite que se entre en lucha con El.